Azul cero

NARRATIVA

9/30/20258 min read

Por: Malena Malicoff

Malena Falicoff (Argentina, 1999) es escritora y community manager. Se graduó de la Universidad del Cine y continúa sus estudios en la carrera de Artes de la Escritura (UNA). Este año, sus poemas y microrrelatos fueron seleccionados para integrar antologías colectivas publicadas por las editoriales Letras Negras Sur, Caleidoscopio, Etérea, Komala y Poesía Mítica.

El blanco viscoso de su mirada me recuerda al mar. Sus pestañas albinas, con las horas, se fueron contaminando de unas manchas traslúcidas. Resecos, sus labios se abren apenas y entreveo sus dientes suspendidos en una finísima capa de sangre. Parecería que una duda le bailara en la boca, que no se atreviera a preguntar. Por un segundo, dejo de escuchar al grillo y pienso en el mar. Miento. En realidad, no pienso en el mar, sino en el reflejo que la espada hizo de sus olas esta noche. No es lo mismo. Un reflejo es una copia, un espejo, y yo ignoro si el espesor que imagino es un recuerdo veraz o si, más bien, me baso en la imagen que la espada fabricó para mí y sólo para mí. El filo del mar chileno llegó a nosotros sin que nos diésemos cuenta, mientras dejabas tus cigarrillos en las piedras como si desearas que alguien siguiera tu rastro, horas después, hasta encontrarte entregada por completo a la sal y la arena.

Creo, Shaiel, que sabías que esta noche se iba a quebrar cierto orden. El aire costero sabía distinto desde la mañana. Dolía respirar. Me lo señalaste entre las sábanas presionando tu palma en el pecho. Besé tu cuello, tu frente transpirada; besé tus uñas y tus dos muñecas. Tuviste que haber descubierto que no lo hacía para causarte placer, sino para cansarte. A ti el placer te agota y yo te quería lenta. Dócil. Sin embargo, estoy (casi) seguro de que notaste las intenciones subyacentes de mis besos y eso te llevó a bajar rápido de la cama y abrir la ventana sin abrigarte los pies, que siempre tienes helados. Deslicé las pantuflas hacia ti, chocaron con tus tobillos. No reparaste en mi gesto, mirabas el cartel oxidado del motel. Te pregunté si querías salir después de comer. Asentiste.

Los rastros de saliva en tu cuello se iban secando bajo el sol de Antofagasta. Llevabas las sandalias horribles de tu abuela. Yo las reprobaba en silencio. Siempre tuviste una capacidad innata para vestirte mal que, a veces, me sorprendía. Otras veces incluso admiraba. Admiraba, en el fondo, tus talentos inversos: hacerme sentir incómodo en las cenas navideñas con un beso ruidoso en el cachete o aquellas frases hechas en el oído que pensabas que me excitarían y lo único que me daban eran ganas de dormir. Entrelazaste tu mano llena de anillos a la mía. Te quité el del dedo anular y lo giré entre mis dedos. No te lo dije, pero desde que llegamos podía jurar que el sol largaba rayos verdes y nos iba tiñendo de un tono pantanoso. Si alguien me hubiera preguntado qué opinaba de este sol, hubiera dicho que pertenecía a un planeta marciano. No a Chile. ¿O era Chile el que se iba volviendo más ajeno cada día? Aparte, el aire se seguía densificando. El asunto hubiera sido una crónica de viaje digna de ser publicada en algún diario.

Al mozo lo llamaste apenas cruzamos la cortina de piedras celestes. Ni siquiera esperaste a ubicarnos. Déjalo al pobre hombre acercarse, alejar la silla de la mesa para que te sientes, vuelva a la barra y nos entregue las cartas laminadas con una sonrisa de absoluta sumisión que, en el fondo, es la razón por la cual todos vamos al restaurante. Tampoco entiendo a qué se debe esa desesperación, si cuando estábamos cada uno con su carta no te decidías por nada. El mozo, desde las escaleras al primer piso, observaba tu espalda descubierta. Yo estaba a punto de pararme y preguntarle si se había dado cuenta de que estábamos verdes. Me viste indeciso y me acercaste la mano. Saqué tu anillo del bolsillo (olvidé que lo había tomado en la caminata) y no te lo puse enseguida. Jugué con él un poco más, luego te sostuve el dedo y lo deslicé hasta el fondo.

Preguntó qué queríamos de tomar. Le respondiste que primero nos dijera por qué el aire estaba tan denso. “¡Ah!”, replicó, un tanto descolocado, “es el mar, está furioso; ayer apareció en la costa una niña toda hinchada”. Palideciste. “¿Y los padres?”, preguntaste. “No importan los padres”, contestó, “lo que importa es que el mar despierta lo peor en algunos y a la vez se contagia de ese odio. Nuestro mar es muy humano, bah”. Se rascó el cuello y escapó luego de tomarnos el pedido, antes de que le siguieras haciendo preguntas. Te quedaste muda, a la espera de una reacción mía, que obviamente no di porque no me interesaba. El mar no es el problema, pensé en ese momento, sino el sol. Ahora, me arrepiento. El mar sí era un problema, igual que el sol e igual que toda esta ciudad de los infiernos.

Ni tu agitación inicial con el relato de la niña ni el cigarrillo que comenzaste a fumar lograron disminuir tu apetito. Los fideos iban desapareciendo, uno por uno, del plato. Me señalaste que necesitabas ir al baño y te perdiste detrás de una puerta. Quedé solo. Noté que el logo del restaurante —un pez hacha saltando sobre una caligrafía de mal gusto— era muy similar a la chapa herrumbrada del motel. Para la crónica de viaje agregaría que acá el óxido es más rojizo, más luminoso. Agregaría, también, que las facturas de pasas son superiores a las argentinas (con perdón de los argentinos). En un rapto de inspiración, le pedí a la moza de la barra una de esas delicias para llevar y un café mediano.

Eso sí debo reconocerlo: eras respetuosa en mis instancias de pausa. Sabías que nunca te convidaría un pedazo de factura. El aroma a crema pastelera seguro te tentaba. A mí, te admito, hasta me hizo disfrutar un poco del paseo por la playa. Contra todo pronóstico, no llovía y hacía calor. La partí y te entregué la mitad con más pasas. Dejaste de fumar y la analizaste con minucia de artesana. “Es una factura, Shaiel”, dije, “no un escarabajo de oro”. Abandonaste el cigarrillo sobre una piedra y la tragaste de un mordisco. Me agarró frío de repente. Empecé a tiritar y tú, ¿pusiste los ojos en blanco? Te atragantaste y escupiste la crema pastelera sobre mis zapatos. Derramé el café ya tibio en la arena y guardé el envase en mi bolsillo para no ensuciar. ¿Eres consciente de que pagué estos zapatos con el trabajo de televentas que me consiguió tu papá?

Un grillo rompió el silencio. Sacaste otro cigarrillo y entre pitadas cortas escupiste lo que te quedaba de factura. Miré el azul del cielo. Era pura estrella. Respiré hondo, el olor a vómito empezaba a marearme. Dejaste el cigarrillo en la piedra y te alejaste. Aguanté una arcada. Te diste vuelta y dijiste que me encantaba poner esa cara siempre que salías recién duchada del baño. Que tu celulitis me excitaba y asqueaba al mismo tiempo. Es cierto: no puedo decidir si me gusta o no. Después, agregaste que nunca te había gustado mi forma de vestir. A mí la tuya tampoco, pensé. Dejé de caminar. Ya estabas a tres metros de distancia. Noté que el grillo nos seguía. “Mira, tenemos la escena sonorizada y todo”, agregué. Te largaste a llorar y en ese instante, Shaiel, descubrí que contigo me fui oxidando lentamente y que tú conmigo también. Esperabas que callara y tomara cualquier trabajo con tal de pagar ese departamento sin luz en pleno centro. Me hacía mal. No soy una planta de interior. Soy un geranio adulto y callado, un geranio que hay que podar y dar de beber cada tanto, sí, pero que no molesta. Cuando te vi en el altar, con tus granos diminutos y tus puntos negros, supe que estaba predestinado a grandes cosas. Cuando leía Astérix en la cabina, asfixiado por el olor a transpiración de mis compañeros, comprendí que el daño que me habías hecho (y que yo me había infligido a mí mismo) era irreversible.

Apenas te secaste las lágrimas, empezaste a reír. Nos separaban seis piedras. El humo del tabaco se iba mezclando y decantaba en tu silueta delgada. Deslicé los talones fuera de los zapatos, me quité las medias y me fui al mar. Mis pies brillaban como el mercurio y, después de dejarme rozar por las primeras olas, mis tobillos también. Me adentré hasta la cintura, escuché tu risa a lo lejos. Resbalé sobre la piedra en la que me sostenía y me hundí hasta la nariz. Vi, con calma, cómo la ola que estaba por abatirme escupió una forma firme. Precisa. Con mi dedo índice, detuve la punta antes de que lastimara mi ojo. Tomé la espada por la empuñadura. Tus pasos cada vez más cercanos me recordaron que estabas ahí. Sostuve el arma en mi pecho, sumergida del todo. Entraste al mar y te quedaste a mi lado. Los minutos pasaban, la espada temblaba con cada latido. Me azoraba que no hubieras recuperado tu color, que no hubieras logrado limpiarte. Sabiendo que no escucharía tu respuesta, te pregunté si te habían gustado las vacaciones. Sujetaste mi mano libre, que flotaba entre unos pececillos. La apreté con ansias. En tu flequillo se habían acumulado pequeños caracoles rosados. ¿Por qué no fuiste así de nítida siempre?

No sé cuánto nos quedamos en esa posición; no quise soltar tu mano demasiado rápido. Sé que empezó a dolerte pasado un rato y me preguntaste por qué me latían los dedos. Descubriste el brillo vertical de la espada descansando entre los pliegues de mi camisa. Perdiste al instante la belleza noble que te había obsequiado el mar. Eras tú de nuevo, opaca y verde. No quise moverme porque estaba cómodo. Además, en el agua no se puede correr. Al alcanzar la orilla, volteaste en mi busca. Te sujeté por la pantorrilla y lanzaste aquel insulto tremendo que se te había pegado desde nuestro paso por el sur argentino. El agua llegaba hasta nuestros tobillos. Reposé la espada sobre la arena y, con una mano en tu cintura y la otra en tu hombro, te di un beso en la oreja. Presioné luego tus costillas hasta que te faltara el aire. Te di vueltas. Tus mechones rígidos golpeaban mi cara y los caracoles iban cayendo, uno por uno. ¿Sonreías? ¿Llorabas? Enrosqué mi brazo alrededor de tu cadera, tomé la espada y te forcé a mirarla. Tus ojos inflamados se reflejaron en ella. Estabas extenuada. Bailé contigo y tu reflejo, y tú con el mío. ¿Cuánto? No sé. Sólo sé que al despuntar el sol yo brillaba azul acero y tú estabas ahí. Quieta. Muda. Tranquila.