Cerditos

NARRATIVA

10/31/20256 min read

Por: Amelia Apolinario

Amelia Apolinario (Mayabeque, Cuba, 1997). Autora de “El genio de la mermelada” (Enlace Editorial) Antologada en “Caballería Mutante”,“Biblioteca de sueños”, “Las esquirlas del silencio”, “La Herencia de los buenos muertos”. Egresada del XX curso del Centro Onelio Jorge Cardoso. Miembro de la AHS. Premio del XXXVI concurso literario Alfredo Torroella 2025. Ganadora del concurso En Pocas Palabras 2024. Obtuvo la Beca El Reino de este Mundo 2024. Mención en el concurso Carmen Rubio 2024. Premio Viña Joven 2024. Premio Chispa Joven 2024. Premio Benigno Vázquez 2024. Mención en el concurso Berenice 2024. Obtuvo la Beca La Noche en 2023. Premio Mabuya en 2021. Miembro del colectivo ganador de la Beca Línea Abierta en 2021. Cuentos y poemas suyos han sido publicados en revistas nacionales y extranjeras.

La madre los encuentra en el sofá, desnudos.

—¡Cerdos!—les grita.

***

Con la mochila al hombro, llega al criadero en el mismo camión donde traen los cerdos. Su tío viene a recibirlo, tiene el delantal y las botas cubiertos de sangre.

—Tu madre me contó—dice cuando lo ayuda a bajar—. ¿Maricón, Adrián? ¿Cómo se te ocurre? ¡Eres un puerco!

El muchacho baja la cabeza, con los mofletes enrojecidos.

—Por suerte aquí solo hay puercos—la carcajada le estremece los hombros y conduce al sobrino al frigorífico—. Aquí trabajo. ¿Qué sabes hacer?—pregunta, al otro lado del mostrador, deshuesando carne.

Adrián palidece. El vómito le trepa por la garganta y se sacude el halo de moscas a su alrededor. Nunca ha tocado un cuchillo.

—Hay dos opciones: o carnicero o matarife. Creo que no sirves para ninguna—hace una pausa y se seca el sudor de la frente con el antebrazo—. Lo otro es criador, pero no contratan a cualquiera. Déjame hablar con el jefe, quizás por ser mi sobrino haga una excepción.

Adrián asiente, no quiere trabajar en aquel sitio hediondo.

—Puedes salir a dar una vuelta. Familiarizarte con el lugar, pero cuidado—lo apunta con el cuchillo, amenazante—, no te alejes mucho del frigorífico o estaremos en problemas.

***

Esa noche, Adrián duerme en el albergue junto a su tío y los otros carniceros. Son hombretones apestosos, tatuados, la mayoría sin dientes… Piensa que su madre lo envió al mejor sitio para “curarlo”.

***

En la mañana, el tío va a la oficina del dueño. La secretaria le ofrece café y él se empina la taza. Así beben los hombres. Adentro, el chino se muerde las uñas:

—¿Ya trajeron los cerdos?—pregunta en su atropellado español.

—Doscientos arribaron ayer. Cinco llegaron muertos.

Una mueca se dibuja en el rostro del jefe y él se apura a decir:

—Los veterinarios los examinaron, dijeron que fue a causa del hacinamiento. ¿Qué hacemos con los cadáveres?

El jefe hace un gesto vago:

—Échenselos a los perros. ¿Él no estaba?

—No, señor. Yo mismo me encargué de verificarlo. He llamado a otros criaderos y tampoco. Yo creo que no debería preocuparse.

—¡Tengo que preocuparme! ¡Ese puerco no aparece y hay conversaciones! ¡Fotos! ¿Te imaginas que lleve eso a un juez? ¡Voy a terminar en un criadero!

El chino da un manotazo en el escritorio y se rastrilla otra vez el pulgar con los dientes.

—Bueno…—hace una pausa. Duda que sea el momento indicado para hablar con él.

—¿Querías decirme algo?

—Sí, señor. Ayer vino mi sobrino. Es un chico de ciudad, no tiene experiencia pero es bueno. Me preguntaba si le podría dar trabajo en las cochiqueras.

El chino frunce el ceño.

—¿En las cochiqueras?—repite—. Es un chiquillo, es peligroso. Si le cuenta a alguien lo que ve…

—Señor, mi sobrino es de confianza. No va a decir nada. El muchacho tuvo una pelea con su madre, no tiene dónde vivir, dele una oportunidad. Yo me responsabilizo.

El chino menea la cabeza.

—En ese caso… Llévalo y explícale cómo es el trabajo. Cualquier estupidez, pagas tú.

—Gracias, señor.

—Cuando termines con él, sigue llamando a otros criaderos. ¡Ese puerco no pudo desaparecer!

***

Roberto lleva al sobrino a las cochiqueras. El muchacho no entiende la perorata del tío. Solo son cerdos, piensa, aunque no se atreve a decirlo. Pasan varios controles, más de los que Adrián hubiera imaginado. En todos, su tío sonríe, lo presenta, muestra una credencial y el permiso firmado por el jefe. Los guardias no hacen preguntas. Finalmente pasan el último control y Adrián queda petrificado. ¡No son cerdos! En las cochiqueras hay hombres y mujeres, gordos como luchadores de sumo.

—¿Dónde están los puercos?—pregunta el muchacho.

—Míralos ahí. Maricones y tortilleras: puercos de ciudad. Tú estarías en uno de esos cubículos de no ser porque tu madre me llamó a tiempo. ¡Ni se te ocurra volver a besarte con un tipo! No lo sabes, nadie lo sabe, el gobierno ha sido muy discreto; pero aquí terminan. Con tan baja tasa de natalidad, el país no puede permitirse mantener a estos parásitos que singan y no producen gente.

—¿Qué hacen con ellos?—el muchacho no está seguro de querer una respuesta.

—Se matan aquí mismo y la carne se envía a zoológicos y acuarios. También hay brujos que compran sus huesos.

—¿La carne que estabas picando ayer era uno de ellos?—Adrián contiene el vómito cuando su tío asiente.

—Yo no hice las leyes, mijo. Si dependiera de mí, esta gente podría singar hasta reventarse, pero el gobierno hizo cálculos: pronto seremos un país de viejos muertos de hambre porque no habrá mano de obra; por eso se ilegalizó el aborto. Luego vino esto. Las estadísticas no han mejorado mucho desde entonces, imagino que estén a punto de mandarnos mujeres que no puedan tener hijos y que obliguen a las que sí pueden hacerlo. No me sorprendería que impusieran un número de bebés por cabeza. Vivimos en un país de cerdos, mijo. Y no hablo de estos.

Adrián mira los gordos encerrados en jaulas donde apenas pueden moverse. Su tío le explica que así se ahorran pesarlos: cuando ya no caben los llevan a sacrificar. También le dice que echan droga en el pienso para que coman sin detenerse.

—Bueno, no a todos—Roberto lo lleva a una celda al final del pasillo. Adentro hay una muchacha, hermosa y sucia—. Ella es María.

—¿Aquí conservan sus nombres?—pregunta, sorprendido.

—No, responden a números de serie—el tío se acerca a la jaula y la cerda se ovilla en un rincón.

—Qué bueno verte, Roberto—dice uno de los veterinarios—. CR 970423 11 1Y ha engordado finalmente—ladea la cabeza para indicar que se refiere a María—. Está preñada. Siempre hay carniceros por aquí y hasta ahora me hice de la vista gorda: la muchacha es bonita, de estar en condiciones más higiénicas yo también me hubiera revolcado con ella; pero ante esta situación no puedo callarme. La ley dice que deben ser llevados al matadero los que no procrean y ella lo hará. Aunque no sé cómo reaccionen los jueces, teniendo en cuenta que el bebé es producto de innumerables violaciones en un criadero, ni qué diga el jefe al enterarse que fue en el suyo. Como médico me toca informarlo, hacer el seguimiento de su embarazo y tramitar su liberación.

***

Sentado en el borde del camastro, Adrián se calza las botas. Su tío se acerca a él y le extiende un frasco.

—Coge. Echa esto en la comida de María. ¡Que el veterinario no te vea!

—¿Qué es?

Adrián recibe una colleja por respuesta.

—No seas chismoso, es cosa de cerdos. ¡No preguntes y hazlo!

***

En cuanto tiene oportunidad, Adrián va a la jaula de María. La muchacha mueve la cabeza como un pollo: lo reconoce e instintivamente se ovilla al fondo del cubículo. Él la mira unos instantes. Se pregunta cómo fue su vida antes de llegar al criadero, qué hacía además de ser tortillera… Sacude la cabeza y vierte la sustancia en el pienso.

—Come.

María se acerca despacio al recipiente. Primero huele, después arruga el ceño. Da un lenguazo, paladea. Descubre otro sabor. Al parecer le gusta porque mete los dedos. Adrián la observa, le recuerda los monos del zoológico y sonríe; aunque ella no haga nada gracioso. Está a punto de irse cuando un retorcijón hace que María caiga al piso. Viene un espasmo, luego otro... ¿Qué mierda le dio su tío? Quiere llamar al veterinario pero no lo hace. En cuanto la examine, sabrá que hubo algo extraño; sabrán que fue él. Ve sangre entre los muslos de la joven y se aleja. Agarra un escobillón y rastrilla el piso del criadero: no ha visto nada, no sabe nada, aunque desee chillar, como un cerdo.