Cuartoclaro

NARRATIVA

11/7/20258 min read

Por: Emiliano Espinosa

Emiliano Espinosa Sangri Ramos nació en 2001 en el Estado de México. Creció y se formó junto a sus padres y hermana. Estudió Comunicación en la Facultad de Estudios Superiores Acatlán, donde tuvo un acercamiento más palpable a la lectura y escritura con un objetivo profesional. Gracias a maestros y la herencia de hábito de sus papás, se acercó a autores trascendentales como H. P. Lovecraft, Edgar Allan Poe, Stephen King, así como Cormac McCarthy, Truman Capote, Raymond Chandler y otros que representan magistralmente una diversidad de géneros literarios. Publicó “Ojos del cerro” en el periódico Goooya por PUEDJS UNAM en 2024 y "Carroña" en el número 7 de Cósmica Fanzine en 2025.

Cuando Gómez despertó, seguía en su cuarto, exactamente igual como lo había dejado cuando cerró los ojos estando vivo; la única diferencia era que no había nadie más. Su hermana, Ángeles, estaba sentada en el banquito al lado de la cama, llorando a cántaros por la falta de esperanzas. Ahora sólo era el banquito, inmóvil. No se escuchaba nada afuera, ni pasos, ni pájaros, ni siquiera el viento que, por esas fechas, soplaba a ráfagas y ventilaba la habitación. Gómez llevaba puesta una playera de manga larga y unos pants, ambas piezas holgadas y cómodas, negras. No traía calzado. Allá en el muro, la ventana estaba abierta pero desde donde Gómez estaba, no alcanzaba a ver hacia el exterior.

Se incorporó con esfuerzos en la cama. Sentía debilidad en el cuerpo y le costó trabajo moverse, como una máquina que lleva años oxidándose y empolvándose, y que se pone en marcha sin ser limpiada. Se talló los ojos y se pasó la mano por la cabeza, que le dolía por dentro. Apartó las cobijas que tenía encima y se puso de pie. Sintió frío el suelo y así se mantuvo un momento, inmóvil, viéndose los pies. Más allá de la migraña, no tenía otras dolencias, lo cuál, pensó, era extraño, pues estaba consciente de que, antes de caer en coma, había sufrido un accidente automovilístico grave. Era lo último que recordaba.

Caminó despacio, cual anciano, hacia la ventana, de la cual entraba mucha luz. Cuando se asomó, se sorprendió: no había nada, el exterior era completamente blanco. Aunque no le lastimaba a la vista, le incomodaba ver tanta uniformidad y apartó los ojos de ahí. Se acercó a la puerta, puso la mano sobre el picaporte y antes de abrirla, dudó. Miró de nuevo la ventana; nada se movía, ni sonaba, ni ocurría. Un escalofrío condujo por su médula y se estremeció.

Abrió la puerta. Afuera era todo igualmente blanco. Salió del cuarto y al poner un pie en el exterior, Gómez quedó confundido. No veía suelo alguno, y, de una manera extraña, sentía y no sentía a la vez una superficie debajo de los pies. Era como pisar el aire. Le dio vértigo y cayó de espaldas, experimentando la misma sensación rara en las palmas y las nalgas. Rebotó la mirada por todos lados y cuando quiso ver la habitación de nuevo, ya no estaba. Se quedó un par de segundos viendo al vacío blanco, angustiado. Al mirar al frente, un hombrecito, que no supo decir si tenía tres o cincuenta años, estaba parado frente a él, con las manos atrás. Se parecía a los querubines de las pinturas renacentistas, sólo que sin alitas: el cabello rizado y ocre, el cuerpecito de bebé regordete, una especie de pañal o calzón blanco y sin nada más de ropa. El hombrecito veía con dulzura a Gómez, quien tardó un poco en despabilarse y tranquilizarse. El hombrecito se acercó, con pasos pequeñitos y sordos, y le extendió la mano a Gómez, que aún no se había levantado del suelo. Éste se incorporó, miró al hombrecito desde arriba (pues aquel medía la mitad que lo que Gómez) y, dudoso pero sin muchas opciones, le tomó la manita que se sentía como hecha de malvaviscos.

Los dos caminaron por el blanco vacío. Los pies de Gómez se empezaban a acostumbrar a la sensación de haber y no haber suelo, al igual que sus ojos de haber y no haber algo en su entorno. El hombrecito no decía nada, se limitaba a mirar al frente. Gómez echó una mirada sobre su hombro y confirmó la ausencia de cualquier cosa que no sea blancura.

Luego de un rato, ambos alcanzaron algo parecido al límite del suelo blanco. Se encontraron frente a algo parecido a una ventana enorme en el suelo, y se detuvieron en el borde. Abajo, como si ambos se encontraran espiando por encima de una casa, ocurría una escena del pasado: Ángeles preparaba la comida en una cocina, sola. Picaba verduras y las ponía a hervir, mientras una mesa de madera se encontraba lista para servir encima los alimentos. Había dos de cada cosa: manteles, servilletas, vasos y cubiertos. Ángeles se movía frenéticamente, haciendo cortes inexactos, lanzando con fuerza los ingredientes a la olla y algunos cayendo fuera de ésta. Se le veía preocupada y apurada. De pronto, una voz masculina se escuchó a la lejanía: era Gómez, exigiendo a la brevedad que estuviera la cena servida. Ángeles le dijo que faltaba un poco, que esperara por favor, que sólo tenía que cocer las verduras y… Gómez entró a la cocina, furioso y se dispuso a gritar. Le reclamaba de apenas estar cocinando cuando que sabía perfectamente a qué hora llegaba él a la casa. Daba manotazos al aire y golpeaba los muebles. Ángeles, asustada, le pedía por favor que se calmara, que ya sabía que llegaba a esa hora, pero que llegó tarde porque tenía que llevar al niño al doctor, otra vez. Gómez volvía a gritar, diciéndole que a él poco o nada le importaba el niño, que ella era una buena para nada y que aunque sólo tenía una cosa que hacer, no la hacía. Lanzaba maldiciones al aire, groserías, mientras Ángeles se comprimía, tapándose con los brazos y alejándose lo más que podía de Gómez. Éste, desesperado, soltó un puñetazo a su hermana, quien gritó de dolor. Luego uno más y otro, golpeándole los brazos y parte del torso. De pronto, la ventana por donde Gómez y el hombrecito observaban todo, se cerró, dejando el espacio blanco en el suelo.

Gómez, aún más sin saber qué decir, miró al hombrecito, pero éste no lo veía de vuelta. De nuevo, se pusieron a caminar hacia algún lado, de la mano.

Después de lo que seguramente fueron algunos metros caminando, en silencio, Gómez y el hombrecito se asomaron por una nueva ventana en el suelo. Ahora la escena mostraba un amplio salto a un pasado más cercano pero aún lejano a la actualidad.

Se trataba de un joven, no más de veinte años, recargando la espalda sobre un muro, vestido con hoyos y fumándose un Marlboro. Era de noche. El chico miraba de un lado a otro, como esperando a alguien. Fue entonces que Gómez se acercó, al principio como si no se diera cuenta de que el muchacho estaba ahí, pero luego deteniéndose a su lado. Ninguno, en ningún momento, se vio a los ojos. El chico extrajo una bolsa ziploc pequeña de la bolsa de sus bermudas, bien sellada, con una cantidad nada modesta de cristal dentro, que apenas sobrepasaba el tamaño de su mano. Se la entregó a Gómez y éste deslizó por el muro una cartera vieja de cuero, que tomó el joven. Ambos guardaron sus cosas, haciéndose los desentendidos, y por un momento se quedaron ahí parados, cerca entre sí. Luego que el chico escupió la última bocanada de humo al aire, formando un aro casi perfecto, lanzó el sobrante del cigarro al suelo y se fue, desapareciendo. La ventana del suelo se cerró también, dejando un espacio vacío.

El hombrecito volvió a emprender la caminata, pero ahora mucho más breve, sólo unos cuantos pasos antes de volver a detenerse en un agujero rectangular y asomarse, junto con Gómez, para ver la misma calle oscura pero con el joven sentado en el suelo. Los brazos tirados al suelo, las palmas mirando hacia arriba, las piernas extendidas y lo que quedaba de la cabeza, colgante. En el muro tras de él había una escandalosa salpicadura de sangre que escurría lentamente.

Gómez, el que miraba por la ventana, se llevó la mano a la boca, aunque no hubiera dicho algo si no se la hubiera tapado. Miró al hombrecito quien, despreocupado, continuaba observando la escena con atención. Gómez lo imitó. El muchacho, o su cuerpo, quedó inmóvil, al igual que todo lo que se veía allá abajo a través del suelo. Y nuevamente, la ventana se cerró y ambos personajes emprendieron su camino; Gómez ahora más intranquilo.

Escena tras escena, mirada al pasado tras mirada al pasado, Gómez y el hombrecito recorrieron gran parte del pasado del primero, hechos que él causó, los después de. Luego de aquel paseo, ambos se detuvieron frente a una columna roja, curvada hacia delante, de textura que hacía pensar que estaba construída de marfil o algún material de ese estilo, carmesí. El hombrecito observó por unos segundos la columna y luego a Gómez, quien le devolvió la mirada, acongojado. No estaba seguro de qué ocurriría después, pero luego de haber visto todo lo anterior, dudaba más en seguir caminando. Guiado por su curiosidad, Gómez rodeó la columna, dándose cuenta de que en realidad era un arco grande, perfectamente pulido y del mismo tono, uniformemente rojo. Gómez se sobresaltó al notar que, cuando miraba por el arco, del otro lado había también vacío pero oscuro, en contraste con el lugar en el que estaban y por el que habían caminado largo rato. Dentro de ese vacío, una escalera negra y lisa se dirigía hacia abajo. Su longitud era tal que se perdía en las tinieblas, sin dejar ver nada más.

Confundido, Gómez echaba una ojeada alrededor de la construcción, mirando cómo desde cualquier otro lado sólo era un arco rojo en medio de la nada, pero visto de frente la escalera y el vacío negros existían, como una pintura bidimensional, sólo que Gómez sabía perfectamente que, si quería, podía bajar aquella escalera.

Pensar aquello le preocupó. Miró al hombrecito, que no apartó la vista sobre Gómez. Ahí estaba, parado, pequeñito, viéndolo, serio.

Gómez se asomó por el arco y confirmó que no había nada más que aquellos tétricos escalones que daban a algún lugar. Miró de nuevo al hombrecito; éste le sonreía. Por primera vez en todo el viaje, el hombrecito sonreía. Y con las manos en el arco, viendo al siniestro querubín sonriente, Gómez comenzó a crear una teoría en su mente, una que había empezado al despertar de la camilla y terminaría bajando la escalera.

Nadie dijo nada. Gómez tomó unos segundos antes de dar el primer paso. Una lágrima, sólo una, cayó al suelo blanco, sin hacer ruido. Gómez comenzó a bajar y, tras de él, como las ventanas en el suelo, el arco se cerró, dejando blancura en su interior.

El hombrecito regresó caminando, despacito, sonriente. Luego de un rato, en medio del blanco vacío, una puerta se abrió, una distinta. Era del tamaño y forma de la de un ataúd de madera, del cual salió, llena de polvo, una mujer elegantemente vestida, asustada. La mujer miró por todos lados, notando la inexistencia. Dio un brinquito cuando se encontró al hombrecito, parado allá frente a ella, serio, con el brazo extendido, pidiéndole su mano.