Cuestión de perspectiva
NARRATIVA
Ohani Poueriet Lugo
10/27/202513 min read
Por: Ohani Poueriet Lugo
Ohani Poueriet Lugo (Santo Domingo, República Dominicana, 12 de enero de 2000) es actor, escritor y creador escénico. Su trabajo artístico transita entre la poesía, la narrativa y el teatro, donde busca capturar la belleza y el drama de la vida cotidiana. Ha participado en diversas producciones teatrales, cortometrajes y proyectos audiovisuales, explorando con autenticidad la condición humana desde lo emocional y lo social. En 2024 escribió y dirigió el cortometraje Retrato de Eva, una obra que combina mirada poética y sensibilidad cinematográfica. Además, es autor de las novelas Cercanía en la Distancia y Todo este ruido, publicadas en Amazon de manera digital, donde despliega una prosa introspectiva y cercana que refleja su interés por las emociones, la memoria y los vínculos humanos. Su arte se caracteriza por un tono íntimo, sensible y crítico, con el cual construye un diálogo constante entre la escena, la escritura y la realidad que lo rodea.


Al otro día del eclipse, tras una serie de eventos meramente cotidianos en aquel hogar que sólo sabía de rutinas familiares y repeticiones sociales, la familia despertó atrapada en las nubes de la ceguera. La primera en despertar y percatarse de la extraordinaria situación fue la madre, cuyo espanto — desgarrador grito que hizo temblar cada uno de los clavos y tornillos incrustados en madera o concreto— terminó por despertar a los demás, en especial al esposo que dormía plácidamente a su lado, quienes enseguida compartieron con ella la terrible exclamación de terror. Era domingo, era un domingo caliente y soleado. No pusieron un pie fuera de sus camas por miedo de irse de bruces contra el piso. Sólo el gato, Cadenitas, anduvo por la casa con aullido demandante de alimento a causa de las exigencias de sus entrañas. Fueron los gritos del animal los que hicieron brillar un pensamiento de en el caldero neuronal del padre.
Tras la orden del padre de ponerse, con todo el cuidado que les fuese posible, en la entrada de sus habitaciones, tardaron diez minutos en lograr el objetivo. De pie, reunidos en las puertas de sus respectivas habitaciones, compartiendo el padre y la madre el mismo marco, comenzaron a decir lo que ya sabían desde que habían salido de las cuevas del sueño. Estamos ciegos, todos estamos ciegos. Lo que primero que hicieron fue confirmar que, en todo lo que duró el fenómeno de la noche anterior, ninguno miró directamente el eclipse. Inmediatamente, tras confirmar que la pérdida de la visión no estaba relacionada con el espectáculo lunar, se quedaron sin más detalles por investigar. Iban diciendo que no existía forma posible en la que los cuatro perdiesen la vista al mismo tiempo.
—¿Qué haremos? —Preguntó la madre.
—No lo sé —contestó el padre—, nunca he quedado ciego de un día para otro.
El llanto del gato, cada vez más, contenía el inconfundible tono de la desesperación hasta que, de un momento a otro, dejó de escucharse y lo único que pudieron pensar los recién no videntes era que se había escapado para poder conseguir saciar su hambre. La hija comenzó a llorar y luego fue acompañada por el hijo y la madre. Era un llanto leve, un pequeño río que nacía en unos ojos que nada podían ver y que deslizaban su existencia en la condenada inutilidad en la que habían caído. El padre, para no exterminar de una vez por todas la moral que hacía falta, no lloró, lo cual era lo único que deseaba hacer desde que pudo convencerse de que no podría volver a ver los juegos de béisbol y disfrutar las absurdas comedias televisivas de las noches.
Al mediodía, hambrientos y sin fuerzas, al padre se le ocurrió tomar los palos de las cortinas para usarlos como bastones y, por lo menos, salir de las habitaciones. Él fue el primero en hacerlo, proponiéndose a sí mismo como sujeto de prueba, pese a las quejas de la esposa. De todas formas, no podrás ver el desastre, expresó el padre suponiendo la paranoia de ella tras el desorden como resultado. El experimento tuvo éxito por lo que, desde el mediodía, la casa comenzó a llenarse del sonido de aquellos palos chocando contra todo lo que se encontrasen en el camino. Debido a la primerísima experiencia, algunos floreros terminaron siendo víctimas y, los muebles de caoba, acabaron con rayaduras que no tenían arreglo. Por nueva vez, la madre apareció con las quejas. De todas formas, no podrás ver el desastre, sentenciaba el padre con el hastío en la punta de la lengua.
A las dos de la tarde se presentó Fernando Villegas de Miranda, íntimo amigo y compañero de fiestas, bebidas y partidos del padre, para llevárselo al cumpleaños de Joaquín Ángeles en la bodega de don Cayetano. Villegas de Miranda, al enterarse de la situación, luego de sufrir un severo ataque de risa al ver el espectáculo de palos de cortina —creía que esto era una broma por parte de la familia, luego se convenció de que no lo era—, salió disparado por lo insólito de la noticia que acababa de recibir y que, a consideración propia, resolvió que el barrio tenía derecho a enterarse de lo acontecido. En pocos minutos, la calle en la se encontraba la casa se vio repleta por los curiosos vecinos que, intrigados por lo increíble del hecho, se presentaron para presenciar con sus propios ojos lo que acontecía aquel domingo callado. Allí se encontraron con una familia de cuatro, ciegos, en pijamas y dando pasos indicados por palos de cortina.
—¿Es verdad que están ciegos? —Vociferó uno de los observadores.
—Sí, estamos ciegos. —Respondió la madre mientras trataba, sólo con la audición, sacar el cálculo de la audiencia. Deben de ser más de treinta, más o menos. Dios mío, a este barrio sólo le gusta el chisme, se dijo para sus adentros.
—¿Y cómo pasó?
—No lo sabemos. —Dijo la hija la cual, al terminar de responder, rompió a llorar. Lo mismo hicieron madre e hijo. Entonces el padre pensó en las milagrosas jugadas, en los jonrones que no volvería a ver y los golpes predecibles que le hacían reír en las comedias. El padre suspiró con convencida resignación.
Entre la multitud, azotada por el sol y el calor, sudando sin miedo a la deshidratación, comenzó a surgir un leve susurro que fue tomando fuerza a medida que iban incluyéndose interlocutores. Fernando Villegas de Miranda, abandonando la masa, entró a la casa de su amigo para hablar con éste. No se excusó por la tropa de curioso que había llevado consigo, ni por la iniciativa de propagar la fatídica noticia. Villegas de Miranda sólo le habló y le preguntó acerca de cómo podía revertirse la situación, cómo podían hacer que volviesen a ver y todo volviese a la normalidad. Lo único que obtuvo por respuestas fueron declaratorias de ignorancias y el testimonio de alguien que se siente estar en otro plano cercano a la Tierra. Es como ser un fantasma, sólo que se está vivo y no se puede ver nada, confesó el padre a su amigo. En el grupo de curiosos surgió el comentario de que la ceguera era contagiosa y, en menos de una quinta parte de la mitad de un minuto, todos se marcharon a la carrera y dejaron la calle vacía. La madre, tras la huida de los mirones, hizo un cálculo de la basura que pudieron dejar regada si al menos uno de cada dos observadores comió o bebió algo, por lo que se quejó de los posibles desechos desperdigados al frente a su residencia. De todas formas, no podrás ver el desastre, le calmaba el esposo con abnegada paciencia.
Luego aparecieron las medidas en la casa. Primero se decretó un silencio absoluto, haciendo uso de la palabra únicamente en los momentos que eran necesarios, con el fin de desarrollar habilidades auditivas que le sirvieran para tener mayor noción del espacio y poder desplazarse por el mismo sin más dificultades que la falta de imagen. Luego, tras puntuales ejercicios de sonido en los dedicaban largas horas a diferenciar el ruido producido por distintos materiales y superficies, y la intensidad de cada uno de ellos según la distancia en la que se encontraban, se dedicaron a trabajar con el tacto. Valiéndose de sus propios medios pedagógicos, comenzaron a aprender braille, saber cuál billete entregaban y recibían y, entre otras cosas, a manejar con maestría cualquier objeto filoso y puntiagudo. Finalmente, tras tres meses de un encierro inviolable entre las paredes del hogar familiar, siendo sumisos a la tiranía de la oscuridad interminable, los cuatros se hicieron con un bastón para ciegos y unas gafas de negras para hacer frente a la vida que habían pausado. Todas las mañanas, cuando las obligaciones laborales sacaban a la calle al padre y a la madre, y las responsabilidades educativas arrastraban al hijo y a la hija a las aulas, se podía observar el desfile de bastones contra el suelo y lentes negros para ocultar sus ojos muertos. Era en esos momentos en los que la madre decía, sin temor a equivocarse ni siquiera en las palabras aplicadas, que el frente de la casa estaba completamente horroroso en el sentido más completo y menos ambiguo de la palabra. De todas formas, no podrás ver el desastre, respondió el esposo atento al vehículo que cruzaba la calle sin tocar la bocina.
Fernando Villegas de Miranda acudía a la casa cada noche que podía —era una ceremonia a la que asistía con felicidad, con la mayor de las disposiciones— y, arrebatado por la impresión, veía de primera mano cómo la familia —gafas puestas, bastones en mano— andaba por las habitaciones y pasillos con prodigiosa habilidad. A cada instante sentía la irresistible necesidad de ayudarles con la más simple de las tareas, tales como encender la radio. Sin embargo, al momento de que esta idea le invadía el campo de sus pensamientos, la rechazaba con la fijación de estar en un error. Fernando, estamos ciegos, no vegetales, le había respondido el padre cuando él intentó ayudarle a ponerse de pie.
Los buenos amigos, que antes se reían en tabernas, en el parque al aire libre o en la bodega de don Cayetano, pasaron a disfrutar en silencio, y tomando unas frías cervezas en botellas, los juegos de béisbol que escuchaban por la radio de baterías que el padre había comprado para seguir disfrutando de la pasión heredada de varias generaciones atrás. De vez en cuando realizaban un comentario, ya fuese en las pausas comerciales, luego de una jugada importante o en medio de la visita del entrenador al montículo del lanzador, pero quien más hablaba de los dos era el anfitrión. Estos juegos ya no son lo mismo que antes, se quejaba por la facilidad con que, según él, un equipo podía anotar una carrera o descifrar la estrategia del rival. En esas veladas nocturnas en las que el alcohol, el juego y el silencio eran el punto de reunión de ambos, cedían a la medición de la amistad que tenían. Se habían conocido antes de la universidad, justo antes de terminar el bachillerato, y desde entonces la característica distintiva de esa amistad era la solidez y el aprecio mutuo.
—Uno se va poniendo viejo.
—Todos nos ponemos viejos. —Exclamaba Villegas de Miranda, más atento a su amigo que al disparo al plato en el juego empate en la parte baja del noveno episodio.
—Sí, pero tan cruel es la vida que nunca avisa cuando la juventud se está yendo. —Terminaba de decir cuando el hombre que iba a toda velocidad al plato era puesto out, en una jugada que exaltó los ánimos de los narradores, comentaristas y todo aquel que estuviese en el estadio, viendo o escuchando el juego.
Tras un año viviendo en la negrura imparable, la casa comenzó a llenarse de visitantes frecuentes. Las amigas de la madre, que en principio iban de vez en cuando con distintos platos caseros para ser degustados en el transcurso de una tarde completa en la que hablaban de sus maridos, sus hijos y sus sueños, empezaron a asistir sin dejar pasar una tarde de lunes a lunes. El padre, que siempre tuvo la compañía de Fernando Villegas de Miranda, comenzó a recibir en su casa todas las celebraciones de los amigos y, desde el viernes hasta el domingo en la noche, la vida en el hogar era una sola fiesta en la que participaban todos con o sin deseos de hacerlo. Por otro lado, la hija estuvo rodeada de sus amigas y, cuando no estaban encerradas en su habitación hablando de novios, pretendientes o amores que no podrían ser, se hallaban sentadas en el piso de la sala. El hijo, que era solamente un año mayor que su hermana, se pasaba el día con sus amigos discutiendo acerca de arte, filosofía, política o de la razón por la que, varios de sus conocidos del mismo sexo, tenían la urgente necesidad de cantar a los vientos todas y cada una de sus experiencias sexuales.
—Es la carencia. —Decía uno.
—No, es el comportamiento de simio. —Argumentaba el otro.
—Es una conducta relacionada con el abandono. —Exclamaba, con vigor, el más joven del círculo.
—Nada de eso, señores, es una respuesta de la existencia moderna. —Dijo el único que había fumado marihuana.
—En cambio, creo, mis camaradas, que es un caso de falta de honestidad consigo mismo. Es una reafirmación, cuando no falsa, de la condición de hombre. —Decía el hijo, convencido de que los ojos de sus compañeros estaban encima de él.
Así fueron transcurriendo los días con la vivienda abarrotada de los habituales visitantes. Todo transeúnte podía captar, sin esfuerzo alguno y mucho menos dificultad, la arrolladora actividad que se realizaba en el interior de la casa. En ocasiones, padre y madre juntaban sus grupos para que, entre todos, compartieran chistes, risas y anécdotas con una suave música de fondo que armonizaba el ambiente en un tono de familiaridad. Las amigas de la hija, maquillándose, peinándose y pintándose las uñas a la vez, estallaban en estrepitosas carcajadas cuando realizaban algún comentario acerca de una moda pasada. El hijo, en comunión con sus iguales, discutía las teorías trascendentales de Kant, los pensamientos socráticos y los planteamientos de Platón con tal vehemencia y oratoria que, quienes caminaban cerca de la casa, creían pasar frente a la Academia de la Grecia de antaño.
Todo el gozo de los días movidos, coloridos y diversos, terminaron una noche en que, sin que nadie esperase semejante acontecimiento, Joaquín Ángeles quedó igual de ciego que los anfitriones. En un primero momento la congregación creyó que se trataba de una de las tantas bromas que el hombre en cuestión solía gastar, pero, al verle los ojos perdidos en un espacio y tiempo que no eran propios de la Tierra, y observarle sin la luz de la utilidad, los visitantes salieron despavoridos y envueltos en un clima de nervios tal que, años después se contó, no fueron pocos los orines que empaparon pantalones. Sólo Fernando Villegas de Miranda se quedó ayudando a la familia a organizar el desorden causado por la estampida. La madre, escuchando cómo levantaban y arrastraban las sillas del piso, los platos rotos y las botellas de cerveza vacías, fue quejándose del reguero que siempre hubo cuando los prófugos estaban presentes. De todas formas, no podrás ver el desastre, dijo el esposo con cierto desánimo.
La casa volvió a los tiempos del silencio, a los días del encierro y la actividad plenamente necesaria. Incluso Fernando, por petición de su amigo, tuvo que suspender sus visitas. Sin embargo, pese a las canceladas noches de béisbol y cerveza, llamaba para saber acerca de ellos. Fernando, estamos bien, sólo ciegos, aclaraba, a cada llamada, el hombre de la casa. El padre, solo, escuchaba los juegos en su radio; la madre, para sacar provecho a la destreza de sus manos y oídos, compró un teclado en el que practicaba por su cuenta; la hija se pasaba horas con el chisme al teléfono —gracias a sus amigas estaba enterada de cada movimiento del barrio—; el hijo, aprovechando las horas libres luego de terminar con todas sus tareas, dedicaba ese tiempo a la formulación de una teoría filosófica acerca de las decepciones de la vida. La familia, sin el contacto directo con otras personas, fue creando un mundo donde vivían sin preocupaciones o urgencias.
—¿Cómo nos acostumbramos, mi vida? —Preguntó la esposa al marido cuando estaban en la cama, poco después de que el amor hiciese de ellos dos cuerpos exhaustos.
—¿Quién lo sabe? Nadie lo sabe, pero es que ni de la vida sabemos.
Tres meses después de lo acontecido con Joaquín Ángeles —quién sólo duró mes y medio con la ceguera—, ocurrió. Despertaron la mañana de un domingo cualquiera, un domingo olvidado por el clima fresco y las nubes. Despertaron por un ruido que, en las nubes del sueño, no podían identificar. Tras varios segundos intentando recobrar lo que era su realidad, lo oyeron con nitidez. Eran los aullidos de un gato hambriento. Corrieron, descalzos y en pijamas, hasta donde estaba el animal. Era Cadenitas. El gato estaba en la sala, aullando, y nadie sabía cuándo había vuelto y cómo había entrado a la casa. Lo encontraron allí: pelaje esponjoso y con cola danzante. Madre e hija lo vieron y fueron tras él para abrazarlo; padre e hijo, mientras lo miraban, andaban sorprendidos por su aspecto formidable y sus patas fuertes. Se ve de maravilla, como si no nos hubiese abandonado, dijo el padre y, terminando el comentario, todos se miraron a la cara con una expresión de poco entender. La emoción por la llegada de Cadenitas había pasado a un segundo plano y, la atención que antes perteneció al animal, la tenía entonces la casa, las cosas, los colores y la luz que les entraba por los ojos. En medio del atónito estado en el que estaban, lo comprendieron: habían recuperado la vista.
No contaron a nadie lo sucedido, siguieron con la vida que habían aprendido. Pasaron dos meses y, antes de sentir conformidad alguna, llevaban dentro de sí la sensación de que algo les fue arrancado sin aviso o sin perdones de ningún tipo. Una madrugada prepararon sus maletas. El padre llamó a Fernando Villegas de Miranda, quien tomó el teléfono con la voz del sueño. Le contó todo a Villegas de Miranda y la decisión del viaje. El amigo pidió explicaciones, rogó un poco de paciencia, le dijo que le esperase, que estaría en su casa en menos de diez minutos. El padre agradeció su amistad y colgó. Cuando Fernando Villegas de Miranda se apareció en la casa, la encontró cerrada y con las luces apagadas, sólo Cadenitas, aullando de hambre, fue a su encuentro.
Mientras abandonaban la ciudad, la esposa soltó un suspiro y su esposo, preocupado, le preguntó si le ocurría algo. Terminé viendo el desastre, respondió ella a la vez que se le escapaba una lágrima.
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
Giros busca ser un espacio para todo aquel que tenga algo para decir o mostrar.
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