DIez minutos para el amanecer

NARRATIVA

4/26/202422 min read

Por: Eduardo Savino

Nació en Buenos Aires, en 1994. Estudió Letras (UBA) y Dirección Cinematográfica (FUC). Escribe, traduce, corrige y da talleres de lectura y escritura. Publicó el poemario Los aviones no se caen (Elemento Disruptivo, 2020) y la novela Un pájaro cruza el cielo con un grito (Hexágono, 2024), y poemas, cuentos y ensayos en distintas revistas. Es editor de narrativa en Elemento Disruptivo. Le preocupan el paso del tiempo, los finales de las cosas y no saber si existe un cielo para gatos.

Sometimes life gets fucked up

That’s why we get fucked up

Lil Peep

Drugs are so fucking good that they’ll ruin your life. That’s how good they are.

Louis CK

Qué lento sale el sol cuando lo miran. Todavía no se ve ni el primer borde, pero el cielo ya está más claro.

Faltan diez minutos para el amanecer.

Podría prender la cafetera. Volver a dormirse no va a pasar. No quiere hacer ruido tampoco. La mira a Juana enredada con las sábanas, media pierna afuera, en el borde de la cama. No tiene la boca abierta, no ronca. La mira sin sonreír y sale del cuarto.

La luz entra de a poco en el living. Se proyectan sombras muy tenues de los muebles en las paredes, el piso. No se llegan a distinguir del todo los contornos de las cosas. Octavio camina de memoria.

En este departamento están hace dos meses. Mallorca fue un destino que a Juana le daba lo mismo. Ella quería estar donde estuviera él.

Él quiso estar en muchos lugares. Esas obsesiones tontas. De haber visto alguna vez una foto de un lugar —Lisboa, por ejemplo— y pensar tengo que ir ahí. Cuando sea grande y tenga plata, tengo que ir ahí, pensaba Octavio de chico, y ahora estaba en uno de esos lugares.

Mallorca era el último destino. Después de esto no iba a irse a ningún otro lugar.

Abre una botellita de agua con gas y se para frente a la ventana, todavía cerrada. Los auriculares quedaron en el cuarto. Mejor no hacer ruido. Mejor que esté todo bien.

Mallorca también fue el último lugar de su papá.

A él no le incomoda hablar de eso. En las videollamadas con su psicólogo tocan el tema seguido. No estoy queriendo completar nada, buscar ninguna pieza faltante. Esto no es una búsqueda del padre. Siempre supe dónde estaba.

Qué fácil. Decir justo lo que se espera. El objetivo siempre es el alta. El objetivo es no tener que seguir armando una historia.

Nadie en la calle. Del departamento de al lado llega música. Voces bajitas.

A Juana no le gusta meterse mi pito en la boca, piensa. Yo tampoco me metería mi pito en la boca, así que no puedo decir nada. La habitación de al lado no suena a gente cogiendo, pero igual se acuerda. Hace unas horas con Juana cogieron y estuvo bien.

Juana lo quiere demasiado.

Él se siente ridículo. Obvio que también la quiere. Cómo no la va a querer. Pero también cuando la vio dormida recién tuvo asco. No el asco de un camión de basura o de un baño público tapado y rebalsado hasta volcarse sobre el piso. El asco de la mugre bajo una uña un poco larga. El asco de un moco pegado bajo el asiento de una sala de espera.

Capaz es que todavía está drogado. Seguro es eso.

Pararse drogado en un balcón es un gesto, piensa.

Su mamá nunca le dijo si su papá se drogaba. El alcohol también es una droga, pero eso no lo piensa. Lo sabe hace mucho. Casi no toma ya. Esta noche (¿o anoche?, ¿qué hora es?) tomó un vaso de ron. Después solo drogas.

Lo que sí se le cruza por la cabeza es: pensar en drogas estando drogado es un cliché.

El pie de Juana afuera de la cama lo perturba. Volvería al cuarto solo a acomodárselo, pero si se despierta van a tener que hablar.

Arma un cigarrillo mirando la línea amarilla en el horizonte, todavía recta. En un bar, hace unos meses, estuvo media hora hablando con un húngaro, o búlgaro, que le hablaba en inglés. Cuál de los dos más drogado. Life is a fucking labyrinth, le dijo. Not a circle, not a rollercoaster. An endless fucking maze. Ninguna de esas cosas significa nada cuando revisa las notas del celular y ve lo que escribió. La vida no es una montaña rusa, es un laberinto. No es un círculo. Delirios de drogado. No dicen nada.

La vida es un chiste, piensa. Pero no, tampoco. Las definiciones siempre son mentira. Solo hay cosas que pasan. Nada está tan claro.

Juana le sigue el ritmo. Con las drogas también. Va a seguirlo en todo. Es una responsabilidad. Qué se hace con eso. Dejarla solo por eso también sería irresponsable. Nada más puede permitirle estar ahí con él, seguirlo. A los dos les sirve, un poco por lo mismo. Los dos están tapando un hueco.

Tarda mucho en salir el sol. Un hombre marroquí con la cabeza llena de pelusa gris carga diarios en los brazos.

El cigarrillo le quema los dedos y cae a la calle, siete pisos. No se desconcentró ni se durmió. Quería ver si aguantaba. No aguantó. Al lado apagaron la música, acomodan cosas, se preparan para dormir o ir a la playa a terminar de pasar la borrachera. El problema con los estimulantes es la lucidez. El éxtasis tiene mal puesto el nombre. Se tendría que llamar “certeza absoluta de las cosas” o “calma en la catástrofe”. Nunca fue bueno poniéndoles nombres a las cosas. Su papá tampoco: ¿quién le pone a su hijo su propio nombre? Es una limitación para imaginar pero también para hacer distinciones. “Nombrar es dominar” escuchó una vez en la Facultad de Ciencias Sociales. Había acompañado a Nico a la presentación de un libro, una tesis de un profesor. Octavio lidia mal con la realidad, pero esa gente. Se pone a armar de nuevo. Esta vez le pone un poco de porro. Drogarse más no le sirve, no le abre ninguna puerta. Están todas trabadas. Pero quizás lo empuje un poquito al sueño.

¿A dónde podrían ir después? Ella empezó a trabajar como mesera, él sigue con trabajitos de diseño. Viven bien. Son jóvenes y están cerca de todo, pero en la periferia. Lo mejor de los dos mundos. Además todavía tiene ganas de buscar el departamento en el que murió su papá a los cuarenta años. A él le faltan diez años todavía para eso.

El diariero marroquí acomoda su puesto. Los colores de las revistas ya no llaman la atención. Son colores muertos, medio gastados. En unos años ya no va a haber de esas cosas en papel. Quizás esos puestos se conviertan en paneles de publicidades y códigos QR. Si estuvieran en Argentina el hombre se sentaría a tomar mate. En cambio, toma té de un termo que humea. Mira la calle pero no para arriba; no ve a Octavio.

Su papá era un poco más grande que él cuando se separó de su mamá y se fue, primero a Brasil a hacer la idiotez del puestito en la playa, después a San Francisco y finalmente a Europa. Le mandaba unos mails cortos que él leía a upa de su mamá.

El húngaro hablaba mucho y escupía. Agarraba un puñado de almendras y masticaba, las humedecía con cerveza en la boca y partes de toda la mezcla caían en la camisa de Octavio. Él también estaba borracho, pero se daba cuenta. Limpiaba cada proyectil disimulando. El húngaro era enorme. Parecía un placard pelado, con el ceño marcado como con lápiz. En Argentina hubiera sido patova, en su país capaz atendía en un Starbucks. Cada tanto le agarraba también el hombro. La mano de él debía pesar más que la cabeza de Octavio. Con esa mano debía de haber partido alguna cabeza, algunas costillas. ¿Era miedo? Tal vez por lo que decía. Por la certeza. Don't you ever feel like you're living someone else's life? Sí, claro, pero se lo decía sobre todo para no disentir con la bestia que lo sacudía del hombro. Tomó dos shots más de whisky y se acomodó. De repente fueron hermanos por diez, quince minutos. Se abrazaban y se reían. Esto no tiene sentido, por eso estamos acá, le decía él y el húngaro festejaba.

Al lado alguien se levanta para ir al baño. Escucha el plop seco, otro plop y la cadena. ¿Cómo hace Juana para dormir así, con todo lo que pasa afuera? Ella le había pedido antes de acostarse un vaso de agua. Cuando volvió, ella roncaba y Octavio miró el vaso. Le costaba entender que ahí adentro flotara esa cosa sin color y sin forma, que él la estuviera mirando y la sintiera entre los pelos de la cabeza, bajando por la nuca. Se tocó para ver si estaba mojado pero el agua todavía temblaba en el vaso y en la oscuridad parecía una pileta de petróleo. Fue a vaciarlo y se quedó mirando cómo se iba, cómo se la tragaba el drenaje. El sonido le pareció falso: exagerado, como una trituradora de huesos.

¿Eso fue antes? Da una pitada al cigarrillo, pero está apagado. Le baja un gusto amargo: la saliva está espesa, todavía queda mucho por tragar.

Al papá de Octavio le llevó dos años morirse desde que se fue. Parecía mucho más por todo lo que hizo. Siempre tiene esos momentos de engañarse a sí mismo y pensar otra cronología. Pero con el recuerdo —una imagen armada durante mucho tiempo, con esfuerzo, y que después, en terapia, se vio forzado a romper— de su papá vendiendo licuados en una playa con fondo de palmeras y agua vidriosa, o viendo a una banda hardcore en un antro, o sacándose fotos con empresarios chinos en Trafalgar Square, con cualquier recuerdo en algún momento le llega también el de estar a upa de su mamá. Eso disipa las dudas: era chico. Muy chico. También podría haber sido un mamero, un boludo grandote. Puede ser. No es el caso. Ahora sabe las fechas más o menos precisas de todo, aunque durante años solo haya especulado.

Traga saliva. Cierra los ojos y los abre mucho, de golpe. Entre nubes pesadas, como de concreto, como baldosas mojadas, aparece el borde más alto del sol y la luz le da justo en el brazo derecho donde tiene un tatuaje que se había hecho con su primera novia. Es la silueta de una vaca sonriendo, un poco caricaturesca. Algo que se decían. No se acuerda de dónde salió —y lo intenta; intenta de verdad acordarse, hace un esfuerzo y se pone mal; cuando se pierden los detalles se empieza a abandonar. Quema un poquito, el sol. Le da placer pero también sed, y cuando piensa en la palabra “placer” se acuerda de que quizás, también, está caliente. Por qué no. ¿Si la despierta a Juana, querrá coger? ¿Esperará a terminar de coger para que empiecen a hablar? No. No vale la pena averiguarlo. Abre una app en donde la gente sube sus fotos y pone las cosas que le gustan, si está o no en pareja, si le caben o no los tríos, si estaría de acuerdo en salir con un nazi. Pero no es, como a Octavio le gustaría en estos momentos, una app para coger on demand. Gracias a Dios, piensa, todavía no llegamos a eso. El consumo en la forma más asquerosa, más inhumana. Piensa en terminar este ritual como siempre: ver algunas fotos, likear a un par de personas, hablar unas palabras con alguien, aburrirse y hacerse una paja. Se lo imagina y se deprime. Cierra la app.

Los autos y los colectivos —él les dice así, no dice “buses” como los gallegos y los argentinos que se esfuerzan por camuflarse— pasan llevando a las primeras personas que salen a sus trabajos o que vuelven de hacer un turno de noche. Es lo único que se escucha ahora, y cuando piensa eso empieza a prestar atención a otros ruidos: los pájaros, sí, pero más que nada el de sus dedos manipulando otra vez el tabaco, el de su lengua mojando el borde superior del papelillo, el del papel doblándose hasta cerrarse, el chasquido del encendedor, el cigarrillo que se quema. Lo más triste, le decía el húngaro, para los tipos como vos y como yo, es que volver a casa siempre es una derrota. Acá estamos en nuestro elemento. Señalaba con el vaso de cerveza el bar ya un poco más vacío. Cuando giró la cabeza para mirar, Octavio vio cómo todo se movía frente a él un segundo más lento que su cabeza, o al revés, no importa; pero ese desfasaje lo hizo tambalearse sobre la banqueta y tuvo que agarrarse fuerte de la barra para no caerse. No lo decía literal, eh, le decía el húngaro, no te vayas a dormir en el piso, y se reía. Octavio también se reía. ¿Una más? Una más. El bartender volvió a servirles sin caretear una sonrisa esta vez.

Volver a casa. El húngaro hablaba del lugar al que se va a dormir, ahí donde se tramita el vómito y la resaca del día siguiente antes de ir a trabajar, en donde se medita, aunque sea un ratito, si seguir así o no. Octavio ya casi no toma. Eso fue hace un par de meses. Se lo repite: necesita paliar la sensación de fracaso constante.

Pero la frase —volver a casa—, para él, significa otra cosa: otro fracaso. Es el final del viaje, de su “experiencia europea”, y no se lleva nada. No aprendió nada sobre sí mismo. Por lo menos, nada que lo obligue a replantearse de verdad y hacer las cosas de otra manera. En todo caso, lo que aprendió es que su papá no fue a hacer un viaje de autodescubrimiento, como él pensaba. No era una crisis. Nunca había querido ser padre. No quería un hogar al que volver. Al que tener que volver. Quizás nunca tuvo otro objetivo más que escaparse. ¿Eso significa que no lo quería? ¿Ni a su mamá? Pero entonces por qué los mails, si fuera así; por qué seguir presente, contar todo con detalles, hablar de lugares y personas rarísimos. Por qué la alegría de la madre cuando se los leía y por qué parecía que a ella no le había cambiado en nada la vida cuando su pareja decidió abandonarlos a los dos. Siguió trabajando, siguió teniendo amigos, tuvo otras parejas —pero de eso hubo poco mientras su papá seguía vivo—: no cumplía con el estereotipo de la abandonada. Eso, a Octavio, siempre le molestó. Le molestaba más que el abandono en sí. Hacía que el peso de su angustia fuera doble. Sufría por él y por lo que, en su cabeza, le correspondía a la madre.

Drogado, el recuerdo de lo que habla en terapia es todavía más lógico. Igual ya no está tan drogado y, para comprobarlo, se levanta de la silla con el cigarrillo en la boca y se acerca a la baranda. Apoya los brazos. Hace fuerza. Levanta los pies del suelo y mira para abajo. Si se tirara se rompería mal, pero no se moriría. Capaz que su papá pensó lo mismo, estando en la misma postura que él, en la misma ciudad, y al final por comprobarlo terminó dándose cuenta de que estaba equivocado. ¿Se habrá dado cuenta antes de tocar el piso?

A Juana nunca le habló mucho de su papá. Le dijo que murió cuando él era chico y que no se acuerda de nada, y que para él su papá es Alfredo, el hombre con el que su mamá estuvo en pareja más años, aunque ahora están separados. Cuando lo necesitaba, seguía dándole plata, llevándolo a comer, pagándole cualquier curso o actividad que se le ocurriera que tenía ganas de hacer y que después abandonaba o terminaba cambiando por otra cosa. Nunca le dijo que su papá se mató, ni que una vez se había escuchado decir en terapia que ese era el legado del que él tenía que escapar, así como otros intentan escapar de ser abogados o médicos porque es la profesión de sus padres.

Pero la mayoría no escapa. La mayoría termina estudiando derecho.

Va a ser un día espectacular: el sol ya asoma por la mitad. Octavio tiene bastante fuerza en los brazos. Se mantiene. Piensa en que ninguno de los dos tiene nada que hacer ese día y que, si no hablan de nada, si hacen como que no pasó, van a ir a la playa. Van a tomar cerveza o jugo, comer un sánguche de jamón, leer y dormir la siesta. A la noche toca un DJ sueco en un barco y un amigo les consiguió entradas. Apoya los pies, se suelta de la baranda y mete la mano en uno de los bolsillos del pantalón. Saca una ziploc: dos pastillas violetas con forma de Kanye West y un resto de cristales marrones. No hay apuro por conseguir más.

Caminaron con el húngaro tambaléandose por la calle. En este punto es en el que Octavio ya no sabe exactamente qué pasó y qué inventó él después; tampoco ayuda que esa noche haya tenido el típico sueño de borracho que recapitula los sucesos recientes y los desfigura. Cuando Argentina perdió la final con Alemania, se había dormido tan pasado de cerveza que soñó una y otra vez que la pelota entraba cuando pateaban Messi o Higuaín. Pero ahí hay un registro, hay otras personas que pueden certificar que la final se perdió: la angustia cuando se despertó, que era una continuación de la angustia con la que se durmió, ya le servía de prueba.

Pero acá solo eran él y el húngaro y algunas personas que se los cruzaron en la calle de camino a un after. Ir a un after borracho: pésima idea. Caminaban los dos hombro a hombro, sosteniéndose mutuamente. Todavía no está seguro, mientras catapulta otra colilla con el índice y el pulgar, pero cree que en un momento —nunca dejan de ser fuertes las ganas de acordarse, de estar seguro, de volver al momento y verlo desde afuera o por lo menos estar sobrio— el húngaro lo agarró del culo. El húngaro era enorme, pelado, barbudo, le gustaban las motos y los autos —todo el tiempo se frenaba para comentar los que veía—, lo que no quiere decir que no pudieran gustarle los hombres. Era muy pajero también, pero eso tampoco dice nada. Los hombres son todavía más pajeros cuando les gustan los hombres. Lo que le resulta raro es que si el húngaro realmente le hubiera agarrado el culo él habría tenido alguna reacción, o el húngaro le habría dicho algo, o por lo menos habrían cruzado una mirada. No sabe si pasó, solo se acuerda de sentir la mano agarrándole una nalga y un dedo apretándole el ano.

Eso no es lo importante. Se lo repite: eso no es lo importante.

¿Qué hacer con Juana? Ya es de día aunque para él todavía no amaneció. Las personas todavía están durmiendo o yéndose a dormir, salvo por ese puñado de trabajadores que activan la maquinaria desde temprano, sin que los vean, silenciosos. Como el marroquí, que ahora sale de vuelta del local, que también vende tabaco, gaseosas y chocolates, y Octavio piensa en bajar a comprar. Hablar un rato con el tipo, comentar el clima y los fichajes que prepara el Real Madrid para esta temporada. Pero él tambien quiere ser callado e invisible. Vestirse, entrar y salir, hacer sonar las llaves: Juana duerme profundo, pero igual es posible que se despierte y que vea que él no está, que escuche la puerta y quiera saber de dónde viene. Me vuelvo, quiere decirle. Ella con los ojos pegoteados de lagañas y olor a dormida, a polvo que se fue acumulando sobre su cuerpo. Me vuelvo a casa y se terminó. Es el final del viaje. ¿Y el bar que íbamos a abrir? ¿Y el sueño de vivir los mejores años de los dos estando de joda por Europa? Se acabó, no quiero más, y ahora lo dice en voz alta y enseguida mira hacia adentro, al living vacío y oscuro. No hay nadie. Pero el cuerpo activa las alarmas, se le eriza la piel, y queda con la vista fija —lo más fija que puede, aunque empieza a cabecear y a cerrar los ojos— un par de segundos, como si alguien estuviera por aparecer y una parte de su cuerpo ya lo hubiera anticipado.

Pero eso tampoco es.

Cuando su papá estaba en Mallorca, mandó dos mails. En el primero contaba que estaba cansado porque venía viajando hace dos días. Primero un micro de Madrid a Barcelona, y de ahí en barco a la isla. Estaba preocupado por la plata, pero un contacto que había hecho en Marsella le había asegurado un trabajo en un restorán. Su papá cocinaba muy bien. La madre siempre se acordaba de eso y hablaba de una cena de Navidad en la que hizo varios platos, una comida abundante para quince personas. No había fallado en nada. Todos se acordaban de esa cena, incluso varios años después, y le habían pedido la receta del arenque y del pionono de roquefort y manzana verde. Trabajó en varias cocinas en Europa, pero se suponía que en Mallorca iba a poder dedicarse de verdad a eso. No estaba seguro de que fuera lo que quería, pero iba a intentar. Ese mail parecía más dirigido a la madre de Octavio que a él, como si estuviera dejando entrever la desesperación, el hastío, las malas decisiones. Durante años Octavio buscó leer en ese mail —en el recuerdo del mail, porque la madre lo borró después de un tiempo— un pedido de ayuda o una premonición. Su analista le seguía el juego, pero trataba de encaminarlo a la salida de ese quilombo: nadie podría haber hecho nada, no había nada que se pudiera prever. En esa insistencia, Octavio volvía a responsabilizar a la madre, en un intento por correrse él del lugar de culpable.

En el departamento de al lado alguien se levanta, pone música de vuelta y abre la ventana. Octavio está de espaldas al balcón vecino. Escucha los pasos que da, descalza. Es una chica. No está seguro de cuántas personas hay hoy en la habitación, pero imagina que es la chica de rulos largos y piercing en el ombligo. Octavio cree que es brasilera, y espera que ahora diga algo y así poder confirmarlo. Escucha que la chica prende un porro y el humo —un poco dulce, un poco ácido— se le mete en la nariz y ya le da náuseas. Se la imagina mirando a la calle, sin prestarle atención a él. Le gustaría darse vuelta y decirle algo; hablar como hablaría con el diariero marroquí: del clima, de la noche anterior que todavía no termina, de la noche que va a empezar en algunas horas, de la playa y el porro. Tendría algo más de complicidad con ella. Él la buscaría, pero asume que ella la daría por establecida de antes. Una camaradería —no amistad, nunca— basada en el hecho de saber que el otro también se acostó a cualquier hora y tampoco pudo dormir, y por eso agota, transpira las últimas gotas de la noche al sol que ya pega con todo en el balcón —pero todavía no amanece, no del todo, piensa Octavio—; el hecho de saberse parte, los dos, de un colectivo innominado de personas tristes que parecen alegres, payasos de sonrisa eterna hecha con una navaja apretada entre los labios.

¿Y si es eso lo importante?

Entonces debería darse vuelta. Hablarle a la chica. Primero mirarla, sonreír y enseguida poner sobre la mesa el vínculo.

Apoya las manos en los brazos de la silla para darse impulso y a medio camino escucha que alguien la llama de adentro.

Ella sopla el humo y entra con el porro prendido todavía, arrastrando los pies descalzos sobre las baldosas calientes.

En el mismo movimiento Octavio vuelve a caer sobre la silla. Presta atención. Quiere saber qué pasa al lado, participar de la situación aunque sea como fantasma. If you were to die tonight, would you haunt them?, le había preguntado el húngaro antes de entrar al after. ¿A quién acecharía? ¿A alguien que no conoce? Un fantasma también puede ser alguien que escucha o ve de lejos, sin intervenir. En ese after también era un poco así: el húngaro no paraba de hablar con todo el mundo, se tomaba un pase y una birra cada diez minutos, intentaba acercarse a las dos o tres mujeres que había y que siempre reaccionaban igual. Bailaban un poco, mirándolo, midiendo la sonrisa, y después se alejaban. El húngaro venía y le ofrecía. Octavio decía que no. Ya empezaba a pasársele el pedo y miraba todo con una lucidez punzante. Todo era muy claro, y sabía que no podría expresarlo si quisiera. Tenía que quedarse con eso y esperar que al día siguiente —a las horas, cuando se despertara— la revelación siguiera ahí; como cuando en un sueño se encuentra un código o una idea y uno sabe que tiene que aferrarse. Pero siempre, después, en la vigilia, nada. Solo el recuerdo de haberlo encontrado, que en realidad es el deseo infumable de encontrarlo. Si alguna vez estuvo cerca fue ahí. Si alguna vez llegó a olfatear lo importante, fue esa madrugada, en esa casa oscura de paredes húmedas y deep techno.

Primero, cuando escucha la cadena del baño, piensa que es Juana y cierra los ojos, putea para adentro. Siempre estuvo la posibilidad de que se despertara antes de que él tomara una decisión —en algún punto, es su culpa; es el cagazo lo que hace que no tome él la iniciativa, que no sea él el que la despierte y le diga cualquiera de las tres o cuatro cosas que están compitiendo por salir de su cabeza—, pero escuchar y que sea real acelera todo. Después se calma: la chica de al lado, o alguno de sus amigos, dice algo y Octavio entiende: Juana sigue durmiendo. Abajo el movimiento sigue siendo lento. La ciudad se despereza de a poco. Desde la última vez que miró, el marroquí no volvió a salir. Cada vez que pasa un auto —no fueron muchos; ¿tres, cuatro?— tarda una barbaridad desde que entra en la parte de la avenida que Octavio puede ver desde el balcón hasta perderse en la curva que baja hacia el centro.

Abre los ojos. Se estaba quedando dormido. Mira el celular: en unos minutos van a ser las siete de la mañana. El ruido ya es el de una ciudad. Una ciudad lenta, adormecida, descafeinada. Se le ocurre que es una buena idea ir a tirarse en la playa, quedarse dormido al sol. Tal vez los vecinos hagan eso en un rato. Podría tocar la puerta de al lado, escuchar, mientras espera a que alguien se acerque, la confusión, las dudas, andá vos, no, andá vos.

Lo mejor, en realidad, es ir a acostarse en la cama. Esperar que Juana no se despierte, dormir cuatro o cinco horas, y después. Después ver qué pasa. Ninguno de los dos sabe, pero lo más probable es que de alguna manera todo termine hoy. Aunque sigan juntos semanas o meses, la aventura de ellos termina con la de él. Y él acaba de decretar el final hace un rato, fumando porro mezclado con tabaco y pensando en su papá.

La madre no quiso darle detalles.

No esquivó la cuestión con frases del tipo “papá no va a volver” o “papá ahora está mejor, ya no sufre”.

Quién sabe si está mejor. Quién sabe si sufría o si en realidad era la única forma que tenía de estar en el mundo. Si no hay una mejor, si no hay un estado aunque sea remotamente posible de transformar la situación en otra cosa, entonces lo único se convierte en lo mejor, porque no hay comparación. Es así de simple.

Tu papá está muerto. Eso fue lo que le dijo. Cómo que muerto. Sí. Qué pasó. Se cayó.

Él pensaba que se había tropezado. Que se había golpeado la nuca en la calle o en la bañadera y se había roto el cuello, como en las películas.

El segundo mail era corto. No se acuerda qué tanto, solo se acuerda de que su mamá y él lo leyeron en voz baja. Estuvieron un rato callados, confundidos. Los dos habían entendido algo. Seguro que cada uno entendió algo diferente, pero algo de ese mail anunciaba que era el último y eso les había llegado a los dos.

Ya estaba bastante lúcido y con sueño, a punto de darse vuelta para irse sin saludar al húngaro, cuando lo vio salir de entre la ronda de faloperos fracasados y acercarse a él con tres pasos largos, aunque estaban a un par de metros de distancia. Tenía los ojos muy abiertos. Parecía sorprendido por todo, y la baba mezclada con cerveza y restos de merca y sudor le mojaba la barba. Era un vikingo sacado de su hábitat y puesto en un ambiente hiperestimulante. Octavio pensó en un experimento psicosocial, antropológico, pensó en monos arrancados de la selva a los gritos y puestos en una joda con luces estroboscópicas e inyecciones de adrenalina. Remember the labyrinth? Do you feel it, do you see it? Octavio se acordaba algo, sabía que habían hablado de laberintos pero no podía ubicar el contexto ni las palabras exactas. Solo podía pensar en que ese tipo tal vez le había metido la mano en el orto. This is it, brother, this is the labyrinth. Tuvo ganas de pegarle. Golpearlo en el suelo y decirle de qué mierda me hablás, hijo de puta, qué laberinto, qué hermano. El húngaro nunca llegaría al piso, la mano de Octavio nunca llegaría a rozarle la barba. O lo haría pero se partiría como vidrio, desaparecería con un efecto sci-fi barato. Sonrió como se les sonríe a los nenes y a los borrachos, le dijo que se tenía que ir, se dio vuelta y caminó —de vuelta al día, a otra madrugada en la que la ciudad despertaba de a poco—, sin entender lo que el húngaro le gritaba, tapado por la violencia del deep techno.

Ahora quiere acordarse, como otras veces, de las palabras exactas de su papá. Piensa que algo tan importante como eso tendría que tenerlo tatuado en el cerebro. Pero tal vez lo soñó, tal vez no hubo último mail, no hubo despedida ni aviso. Por eso se le borronea: ve las letras, ve la dirección de correo electrónico de su mamá y de su papá, como si fueran sus nombres grabados en su partida de nacimiento, ve el escritorio de madera con la ventana atrás y la santa rita de los vecinos que en primavera explotaba y manchaba de rosa el cuarto. Y si eso era lo importante, si eran las palabras exactas las que tenían la llave, no hay escapatoria. Ese mail no existe más, y su mamá, si se acuerda, no le va a decir. La última conversación que tuvieron —abre WhatsApp y se fija: tres semanas atrás, un intercambio de cuatro mensajes— no dejó la puerta abierta para volver a eso. Ella le avisó antes de que se fuera: no vas a encontrar nada así. Este viaje no te va a responder nada. Él pensó que hablaba del cliché de buscarse a uno mismo viajando, de perderse para encontrar una pista de algo verdadero. Recién ahora entiende. Su mamá sabía. Sabe. Eso tampoco es lo importante.

No es una sola cosa. No son las palabras exactas, no es la fecha y la hora, no es el lugar, no es la altura desde la que se tiró —siete pisos, la distancia que ahora lo separa de la calle y los autos—. No es la droga, no son los años de ausencia.

Apaga otro cigarrillo por la mitad, con la boca demasiado seca y mordisqueada. Siente las marcas del lado interior del labio. Sabe que va a tardar algunas horas más en curar. Cruza la ventana y la cierra. Se anula, de nuevo, la ciudad. No hay ruido. Baja las cortinas blackout, agarra una botella de agua fría de la heladera. El contacto de la lengua con el frío le quema la cabeza y lo paraliza, pero sigue. Llega mareado a la habitación, como si cruzara un laberinto por un atajo —ahora entiende también esto; el húngaro no decía boludeces—. Juana cambió de posición, ahora las sábanas y la frazada le tapan el pie. Cierra la puerta del cuarto y todo está callado y en penumbras. En puntas de pie, como un nene jugando a las escondidas, llega hasta el otro lado de la cama.

Se acuesta. Juana siente su cuerpo cerca y se despierta un poco. Él la saluda, ella le dice hola y se dan un beso. Él sonríe.

Octavio se da vuelta, se tapa, cierra los ojos y se duerme enseguida.