El cuerpo de medallas rotas
ENSAYO
Diego Tomás Acosta
11/5/20258 min read
Por: Diego Tomás Acosta
Diego Tomás Acosta nació en 1992 en Jujuy, Argentina. El agua lo acompañó gran parte de su vida: a veces como juego, otras como campo de batalla; con el tiempo, descubrió en ella una forma de liberación. Su escritura dialoga con la exigencia, la memoria corporal, el absurdo y la disolución del yo en la naturaleza que lo rodea.


El abrazo del agua
¿Cuándo dejé de ser un niño que solo quería jugar en el agua?
Tenía cuatro o cinco años y todos los veranos me mandaban a una colonia de vacaciones. Aún hoy, cada vez que huelo cloro, protector solar y césped recién cortado, sé que volvió el calor.
Mientras mis pies apenas se salpicaban, miraba las libélulas que cruzaban la superficie de la pileta. Las atraían los azulejos verdes que brillaban bajo el sol de enero. Solo deseaba jugar como ellas: revolotear y perderme en otro rincón lejano de la ciudad.
Un día rompí las reglas: quería divertirme. Me quité los flotadores y me entregué al fondo de los mosaicos. Movía los brazos, convencido de que eran alas, pero no volé.
Me hundí.
Cerré los ojos y un abrazo líquido me envolvió. Nadie me pedía nada. Comprendí que no necesitaba desplegar alas: bastaba con dejarme hundir para sentirme libre.
Pasaron casi treinta años y el agua ya no me abraza como antes; se volvió un campo de batalla.
Mi hombro izquierdo se retuerce cada día, cicatriz de los entrenamientos sin tregua. No me perdona.
Mi cabeza pide auxilio: pastillas para dormir.
¿Cómo llegué a transformar mi cuerpo en una máquina de logros?
¿Cómo pasé de saltar entre piletas a acumular trofeos con voracidad?
Recorro mi cuerpo herido y descubro que se volvió un archivo: hojas manchadas de cloro y vómito. Intento encontrar respuestas, pero solo se abren más preguntas.
¿Estas hojas son solo mías o forman parte de una colección más amplia?
Quiero saber si rendirse puede dejar de ser un fracaso.
Vómito del orgullo
Vomito en un balde al costado de la pileta. No es asco: es vómito del orgullo. Aún no amanece. Tengo quince años y todavía creo que aguanto todo.
Sin dolor no hay victoria, escupo entre arcadas.
Era uno de los días en que entrenaba doble turno. El primero: a las cinco de la mañana. Me buscaban y recorríamos —aún medio dormidos— la ciudad fría, apagada.
Caliento mis músculos y veo cómo la pileta bosteza; ¿o es mi propio reflejo? Me zambullo mientras escucho las risas del entrenador. Cierro los ojos: hoy será una sesión fuerte. “No se preocupen, después a la tarde les regalo un regenerativo”, dice.
Sadismo colgado de un cronómetro.
El set principal son quince pasadas de cien metros. Un minuto y medio para cumplir. Zona cinco anaeróbica —al borde del máximo esfuerzo, con casi nulo tiempo de recuperación— nos empuja a quebrar límites.
Es invierno, pero avanzado el bloque, nado en un caldo infernal.
Las llegadas cuestan cada vez más, apenas rozo la pared sin fuerzas. Agarro la botella que descansa al borde y la vacío en mi cabeza para enfriar. Llego a la penúltima repetición, mis músculos se hunden, pero sigo. El lactato me revuelve el estómago. Intento fijar los ojos en la línea negra —la guía de todo nadador—, pero se torna borrosa, a punto de esfumarse. Toco rápido al llegar y salgo. Necesito vaciar el ácido ya. La ley del minuto y medio no perdona. Debo estar listo para la última pasada.
Lloro mientras vomito: ¿honor o desesperación?
“¡10 segundos para largar!” ruge la gárgola, reloj en mano. Me tiro de clavado y el cronómetro arranca.
Logro el mejor tiempo. Me siento invencible. Festejo sin saber por qué.
Devoción a la excelencia. Alergia a la mediocridad. Así se forjaba una máquina del éxito: fría y brillante desde lejos, pero con grietas que, poco a poco, se abrían por dentro.
La fosa del nadador
Tenía diecisiete años. Quería nadar como un anfibio mitológico, pero mis brazos no partían el mar y mi altura no era legendaria. En la vida real no era más que uno en la multitud, perdido en las calles; para mi entrenador, eso era sinónimo de “mediocre”.
Pasé toda mi adolescencia entrenando. Mi mirada fija en el Olimpo: rechazaba fiestas, mis descansos solo eran para untar mis hombros con cremas; pasaba semanas enteras sumergido. Y un día el mundo acuático se secó.
Fue en el verano de 2009, en la pileta del CENARD (Centro Nacional de Alto Rendimiento, en Buenos Aires, Argentina). Mi físico y mi mente dijeron basta.
Era una pileta de cincuenta metros, olímpica. Me paraba frente a ella y el vértigo me hacía tambalear: no era como las de mi ciudad —que eran de veinticinco metros, modestas, menos terroríficas—. Nadaba la prueba de los 100 metros mariposa, mi prueba. Después de meses de preparación, solo soñaba con esa carrera. Las antiparras me habían dejado un rastro blanco alrededor de los ojos, contrastaba con la piel tostada por tantas horas al sol.
La memoria me trae escalofríos, como antes de largar.
Aún hay veces que me volteo porque creo escuchar el altavoz anunciando mi nombre.
Estoy en la zona de pre-competencia. El estómago se ahoga. Los brazos no dejan de temblar por el frío… ¿o por el terror? Hay gigantes a mi lado, sus miradas me traspasan como dagas. Intento estirar, pero cada movimiento resquebraja los nervios que apenas me sostienen.
Finalmente llaman. Recorro el tramo y veo el agua desafiante, impasible. Me paro frente al cubículo de partida. Todo resplandece con una perfección abominable.
Parado frente a la fosa. El tiempo se tuerce, se olvida que es tiempo y me engaña.
Primer silbato: acercarse a la partida. Verifico las antiparras y la gorra negra de látex que me sofoca.
Segundo silbato: subirse a la plataforma de salida. El mundo se detiene. Silencio abismal.
“A sus marcas.”
Agarro con firmeza el borde. No pienso.
Suena la señal de partida.
Salto al vacío, furioso.
Vuelo los primeros cincuenta metros y dejo una estela a mi paso. Toco la pared, la rechazo y me escapo como un submarino; me hundo y me deslizo. Caderas, columna y brazos se transforman en ondas potentes. Soy un pez en el reino sin sonido. Se acerca la superficie, o yo me acerco a ella. Rompo la tensión con brutalidad.
Pero algo pasa: las piernas se apagan. Siento el ácido, a punto de hacerlas estallar. Las patadas no responden, arden. Solo quedan las brazadas, y también se incendian. Me arrastro en una tumba. Al fin toco la pared.
Estoy vencido.
No quiero mirar mi resultado de la vergüenza. Me saco la gorra, las antiparras, las reviento contra el agua. Hace segundos volaba, ahora me hundo con ellas. Nado como puedo hacia la escalerilla lateral. Salgo a la tierra y me dejo caer; no puedo caminar.
Cierro los ojos. Quiero desaparecer.
Fue mi muerte en la natación competitiva.
Caminábamos al comedor y mi entrenador me dijo una de las cosas que más me dolió en la vida: “eso pasa porque no entrenaste nada estos meses”.
Me detuve. Pasé de ser un zombi errante a un demonio desatado.
Ese día lo supe.
No quería seguir.
No quería rendir.
El canto del mar
Tengo más de treinta años. Camino por Ipanema como si hubiera bailado samba hasta el amanecer. No: solo es insomnio.
El sol recién se asoma sobre la Piedra del Arpoador. La arena blanca suspira. Mis pasos circulares no van a ningún lado. El dolor de hombro me tortura, un ala herida que sangra.
En los últimos años sufrí tormentos al hacer deporte. Me desarmaba, pieza por pieza, en un ir y venir de lesiones. Probaba nuevas disciplinas, pero nada rendía como quería: no podía bracear, levantar peso, ni correr en paz. Siempre me perseguía una sombra demandante, que me cuestionaba: ¿quién sos si no podés ganar?
Me detengo ante el mar. Las olas rozan mis pies con dulzura. Más allá se levantan imponentes y luego estallan en espuma. Escucho su idioma eterno. Cierro los ojos y veo una libélula batiendo sus alas.
Nunca había nadado a mar abierto: allí no hay carriles ni cronómetros. Estoy acostumbrado a ser medido, a medirme. Temo perderme sin reglas. Pero el canto oceánico me atrapa. Entro de a poco, como si todavía pudiera controlar algo, y una ola me traga. Nada me pertenece.
Estoy hundido y de repente, lo siento: unos brazos de sal me rodean, me cuidan. No quiero salir a la superficie. Prefiero la calma del frío atlántico.
Despierto y pateo como delfín. Respiro el aire de la superficie. Siento en mi boca una mezcla de agua salada y libertad. Empiezo a nadar sin rumbo; me disuelvo entre corrientes.
No encuentro la línea negra que siempre me guía, pero no me importa. Cuando intento acelerar el ritmo, una ola me recuerda: ese día no se trata de eso.
Y así me vuelvo inmensidad. De pronto soy el océano que se bebe, entre algas y peces. La costa regresa a mí y me deshago en la orilla. Voy y vengo, como los granos de arena entre mis brazos. Respiro con la marea.
Entonces, en la playa, sostengo un jugo de coco: mi cuerpo me sonríe… ¿o yo a él?
La biblioteca de almas quebradas
El mar no me curó ni me dio respuestas. Solo me recordó que el agua abraza, y que rendirse no es necesariamente un fracaso. Pero mi herida aún me susurra:
¿De dónde viene esa voz que me empuja más allá de cualquier límite?
Los nombres se amontonan en esas estanterías pidiendo auxilio:
Simone Biles buscó salvarse en las Olimpíadas de Tokyo 2020. Fue un llamado de atención al cuidado de la salud mental en el alto rendimiento deportivo.
Delfina Pignatiello fue una de las mayores promesas de la natación argentina, se retiró a los 21 años acosada por la opinión pública. Mencionó que lloraba cada vez que armaba el bolso de entrenamiento.
Y no son solo atletas.
Paris Geller —personaje ficticio de la serie Gilmore Girls— estudiaba hasta desmayarse. Colapsó al no entrar en Harvard.
Pienso en un trabajador que tiembla al entrar a su trabajo. Puede ser un operario, un oficinista o una directiva de alto rango. Quizá se encierra en el baño a llorar.
Es un síntoma de algo más profundo.
Hay una famosa publicidad de Michael Phelps: brazadas perfectas en la penumbra, vómito en el borde, ventosas que dejan marcas violetas en la piel desgarrada. El slogan decía: Es lo que hacés en la oscuridad lo que te lleva a la luz.
¿Qué luz? ¿La que lo termina iluminando en vítores de admiración?
Una sociedad que aplaude la épica del sufrimiento… y se olvida de los que se cansan.
Y yo me pregunto: ¿Quién nos lo pidió?
Recuerdo que los griegos buscaban el alma en el reflejo de la fuerza.
Clarice Lispector, en La pasión según G.H., incendia ese reflejo y exclama que rendirse es la única gloria humana:
“Desistir es la elección más sagrada de una vida.
Desistir es el verdadero instante humano.
Y solo esta es la gloria propia de mi condición.”
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
Giros busca ser un espacio para todo aquel que tenga algo para decir o mostrar.
El anacronismo nos convoca; el último tuit del influencer nos repele.
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