El Maldito

NARRATIVA

9/3/20244 min read

Por: Agustina Mestorino

Agustina Mestorino nació el 29 de Enero de 1996, es de La Plata, ciudad en la que vive actualmente. Estudió la carrera de Dirección Cinematográfica en la Universidad del cine y hoy en día continúa sus estudios en la Facultad de Humanidades de La Plata, en la Licenciatura en Filosofía. Trabaja en el medio audiovisual; se ha desempeñado como realizadora, guionista y productora y en distintos proyectos, tanto cortometrajes como largometrajes, en ficción y documental. Es profesora de tenis y TCP (tripulante de cabina de pasajeros). En el 2021 ganó una Beca Creación del Fondo Nacional de las Artes con su primera novela Yo sé cómo me miran tus ojos.

Tu papá tiene una maldición, escuché sin entender por qué lo decían. Ese hombre había sido un niño con extraños sueños que terminaron persistiendo a lo largo de su vida, y aún no le permiten dormir.

Cuando vivimos en Berisso, muchas veces sus pasos me despertaron en la madrugada haciendo crujir los tablones de madera del comedor. Creía que soñaba, pero no. A la mañana siguiente, al levantarme, la encontraba a Sara llevándole un té con paracetamol hasta la pieza. Papá tuvo otra pesadilla, decía sin siquiera darme los buenos días y se alejaba caminando con el tazón de sopa lleno de té entre sus manos. Ella le servía, siempre lo había hecho. Y yo no entendía por qué me hablaba como si supiera qué significaba todo eso.

De a poco me fui enterando. Cada información significaba una pieza inserta dentro de un rompecabezas que debí construir para lograr entender algo de todo eso que nadie terminaba de explicarme. Me volví una especie de detective de trozos de pesadillas.

Las consecuencias no siempre fueron las mismas. A veces, hacían que la criatura transpirara toda la noche o se despertara abruptamente para encontrarse sentado, con los pies apoyados en el piso a un costado de la cama. Otras, también podía despertarnos con un grito, o pasaba la noche sin dormir.

En los fines de semana, al salir de la habitación, los encontraba sentados en el comedor charlando en clave enajenada, fuertemente costernados, como si se tratara de una verdadera preocupación. Ella parecía casi plegada hacia él y yo no podía entenderlo. La criatura apoyaba en paralelo sus brazos pesados en esa tabla circular de roble como si estuviese enmarcando o conteniendo algo entre ellos, y fijaba su vista allí hasta terminar. Le enumeraba cada una de las diferencias que encontraba entre ese sueño respecto a los demás, y la atención con la que mi madre lo oía, la hacía encimarse hacia la mesa como si los detalles pudieran succionarla.

La casa enmudecía para dar lugar a esas narraciones. Era hipnótico.

En ellas, un mismo principio se repetía. Un lugar común en el que, una y otra vez, sucedían las mismas cosas esperando que la criatura tomara consciencia de que se encontraba en otro sueño y entonces, como si despertara, sus acciones quedaban libradas a sus decisiones y comenzaba la verdadera pesadilla.

La mañana en la que me enteré qué era lo que ocurría en ellas era otoño y más temprano habíamos probado la salamandra. Ya era casi invierno y aún teníamos pendiente destaparla. La humedad y el frío se habían vuelto notoriamente más agresivos desde que el granizo agujereó el ventanal, y muchos de los huecos en los vidrios fueron tapados con cinta o cartón. Nuestras extremidades debieron aprender a saborear distintos gustos de frío. La criatura caminó al baño para lavarse las manos negras por el hollín, y al regresar se desplomó sobre una silla resoplando. Alrededor, el humo batido por su recorrido pareció trazar su contorno. El humo era lo que Sara odiaba de la salamandra pero era lo único que teníamos para calentarnos. A mí me divertía la humareda, me gustaba cuando perdía de vista sus siluetas. Así, era más fácil de olvidar que convivían conmigo.

—Casi me alcanza —dijo.

—¿Otra vez?

Yo estaba sentada en la mesa con un libro. Simulé leer determinada a no mostrar interés y él continuó.

—A medida que pasan los años, se acerca cada vez más. Al principio principio –porque todo principio tiene un principio– parecía a cuadras de distancia, pero ahora está tan solo a metros —dijo.

Hizo una pausa para mirar el piso y luego su mano, tenía un pequeño raspón que le cubría parte del tercer y cuarto nudillo.

—Avanza lento, tan lento, que quizás por ello me haya costado notarlo. Pero avanza, estoy seguro que lo hace. Sé que falta menos para que me alcance. No sé qué pasará cuando lo haga.

Lo nombró como “el espectro”. Y cuando lo escuché llamarlo de esa manera, bajé el libro y levanté la mirada para verlo. Me correspondió. Sus ojos eran del mismo color que los míos, Sara tenía razón. Eso era, quizás y lamentablemente, lo que compartíamos.

Le preguntó si nunca le había visto la cara, pero él le respondió que no. Nunca lo había podido ver tan de cerca como para identificar qué era, o quién podía ser. Apenas comenzaba cada sueño, huía desesperadamente. “El espectro” era como una sombra que se ocultaba en sitios oscuros y parecía desprenderse de ellos como si formasen algo en conjunto. Una vez que se encontraban, avanzaba hacia él hasta que este despertaba. A sorpresa mía y a diferencia de Sara, la descripción no me sorprendía.

A mí también me persigue una figura en los sueños.

*Imagen de portada: "La pesadilla", de Johann Heinrich Füssli, 1781. Actualmente se encuentra en el Instituto de Arte de Detroit