El último duelo psicológico

NARRATIVA

12/23/202514 min read

Por: Julieth Karina

Julieth Karina es socióloga de formación con inclinación por los temas socioambientales de la Amazonía, los derechos humanos, la interseccionalidad del género femenino, y la relación de poder nivel nacional-niveles subnacionales.

Uno de los temas que siempre le pregunté a mi nueva psicóloga es si llegaría el momento de escribir sobre mis excompañeros de colegio y el entorno social en el que crecí. Mis ejercicios de escritura autobiográfica giran en torno a la consciencia que desarrollé en Bogotá sobre el hecho de ser una foránea de Caquetá, pero no puedo negar que esto también implicó desarrollar consciencia sobre el contexto en el que viví antes de mudarme.

En terapia solía hablar de la responsabilidad que siento por la forma en la que ciertas personas y sus familias pueden reaccionar si escribo sobre ellas, y que eso me detenía de hacerlo. Pero no “responsabilidad” en un sentido de repercusiones legales, sino en el sentido sentimental de la nostalgia (y de la culpa). Sabiamente, ella siempre me dijo que la forma en la que otras personas reaccionan es asunto suyo y que son ellas quienes deben asumirlo. Aun así, lo pospuse porque me ha costado mucho trabajo procesarlo y me genera dolor. Esto es muy fuerte: mientras algunas personas en Bogotá asumen que todo Caquetá es igual y lo relacionan con dificultades socioeconómicas y poblaciones campesinas y atrasadas, yo nací en la capital departamental y nunca me había dado cuenta de que crecí en medio de personas privilegiadas. A quienes hoy podría llamar “nepobabies”.

En algún punto no pude continuar con mi nueva psicóloga y entré en contacto con otra, quien me hizo la típica recomendación que se le hace a muchas mujeres que viven violencia de género: “retoma contacto con antiguas amistades, ahí encontrarás una red de apoyo”. Esto salió mal.

El primer momento de la adultez en el que me di cuenta de que había crecido en un entorno privilegiado fue cuando empecé a hablar en redes sociales de mi denuncia contra mi agresor y el camino de corrupción institucional que he encontrado en Caquetá. Al buscar apoyo emocional en mis excompañeros de colegio, encontré silencio y una reacción de incomodidad. No encontré un “no” explícito, pero tampoco encontré un “sí” y el tema de conversación cambió rápido. Hoy sé que no responder también es responder. Sin embargo, dentro de esto, hubo una experiencia que fue más diciente, y tiene que ver con quien recordaba como mi mejor amiga de adolescencia. Haber vivido los mismos hechos 15 años después, con la misma persona, me hizo descubrir que tenía recuerdos olvidados con ella.

Cuando decidí volver a buscarla, ya había iniciado mi camino de escritura terapéutica, así que algunas columnas ya estaban publicadas. Noté que Buscando un lugar le llamó mucho la atención… tanto que quiso hacer suya la historia de vida que se narra allí. Desde el principio, esto me generó extrañeza porque crecimos juntas y conozco a su familia. Sé que nunca tuvo dificultades estructurales en la vida, ni siquiera por ser mujer. Sin embargo, nunca sospeché de su premura porque sólo quería seguir el consejo de retomar antiguas amistades y buscar una red de apoyo emocional.

Durante varios meses, después de haber retomado el contacto como adultas y radicadas en Bogotá, ella insistía en afirmar que entiende cada cosa que escribo porque para ella la vida también ha sido difícil por ser de Caquetá. Pero insistía tanto que no parecía querer compartir experiencias comunes, sino convencerme. Yo seguía sin entender por qué lo hacía y, sin planearlo, terminé comparando nuestras vidas para encontrar una “explicación”. Encontré cosas como:

Aunque esta persona no es la única hija mujer en su familia, siempre fue la preferida en su entorno y siempre encontró una red de apoyo afectivo y validación constante. Mientras tanto, yo soy la única hija mujer en mi familia biológica y crecí en un ambiente en el que, pasara lo que pasara, toda la atención y cuidados debían priorizar a los varones.

Durante generaciones, las mujeres de su familia han pertenecido al mundo de la academia. Mientras tanto, yo tuve difícil el acceso a la educación porque mi familia biológica dio prevalencia a los varones, así que tuve que endeudarme para estudiar la universidad y, una década después, aún continúo endeudada.

Ella creció en un entorno dedicado al trabajo intelectual, lo que alimentó su pensamiento crítico desde temprana edad. Mientras tanto, yo crecí en un entorno en el que tenía que guardar silencio para no ser castigada con el despojo de mis “lujos”: tener comida o dinero para gastos menores, como elementos de aseo personal. De hecho, siempre creí que, de las dos, ella era quien tenía mayor probabilidad de desarrollar un pensamiento progresista en la adultez y yo, quien tenía mayor probabilidad de asumir un posición sumisa y conservadora en la vida.

Mientras yo siempre he tenido que acercarme a la institucionalidad pública como una extraña, sobre todo en el nivel regional, ella siempre ha tenido contactos internos que la ubican con facilidad. No tiene que hacer fila de espera ni tiene que viajar para hacer sus trámites presencialmente, como nos toca a muchos ciudadanos. Cuando ella viaja desde Bogotá, ya todo está listo para su regreso.

Ni siquiera el hecho de habernos mudado a Bogotá hizo un corte raso entre nosotras: desde que vivimos acá, ella ha tenido períodos muy cortos en el desempleo, pues por lo general transcurre poco tiempo antes de conseguir algo nuevo; preferiblemente contratos en el sector público. Mientras tanto, yo he pasado años sin poder ejercer mi carrera, incluso después de graduarme, y, en general, sin conseguir trabajo en otra cosa, así que he vivido la intensificación del hambre.

Llegué a tener flashbacks como cuando, 10 años antes de escribir Buscando un lugar, que fue la columna que le maravilló, aún hablaba con ella. Recordé que ella solía comentarme que le parecían extrañas mis experiencias de xenofobia en Bogotá por ser una foránea de Caquetá, pues nunca le había tocado lidiar con eso. Aunque tuve la duda de si la razón de esta diferencia es que estudiamos en universidades distintas y que el lugar en donde yo estudié no había tantas personas dedicadas a los debates intelectuales, dejé este tema a un lado y lo borré de mi memoria.

Sin duda, el flashback más fuerte fue uno en el que, estando en la secundaria, ella recalcaba con frecuencia el origen económico distinto de nuestras familias. Recordé que tenía una forma específica de referirse a las personas de los estratos socioeconómicos 1 y 2, que en Colombia son considerados estratos bajos, a quienes consideraba “gente sin cultura”, y una ocasión en la que llegó a decírmelo a mí directamente. Recordé que cuando le criticaba su clasismo, ella reaccionaba en automático mencionando las dificultades económicas de su padre en los primeros años de la vida, como si esto le proporcionara un escudo protector. Al cabo de un rato, lo olvidaba y continuaba haciendo los mismos comentarios de hace un momento.

Para mí todo continuaba siendo tan extraño: ¿por qué una persona privilegiada de repente quiere tener la vida que narro en mis columnas; la vida tan dura que le toca a otra gente?

Con los meses esta pregunta pareció tener una respuesta: en la actualidad ella está interesada en posicionarse en la esfera académica bogotana y, en general, en posicionarse en esta sociedad. Aquí siempre busca dar debates académicos hablando de Caquetá y continuamente busca publicar en revistas indexadas locales. Ella necesita material para posicionarse.

El tema de conversación que hizo que yo desbloqueara los recuerdos olvidados es la posición que su familia ocupa en el nivel subnacional, que es una posición institucional. Durante los meses del contacto en Bogotá, le fui contando algunas experiencias de revictimización que he vivido en Caquetá al denunciar a mi agresor y en algún momento terminé mencionando a la institución que su familia representa. Nunca le conté el detalle de cada hecho porque sabía que esto no depende de ella y yo tampoco la estaba buscando para pedirle explicaciones.

Un día, estando en su apartamento, le comenté lo cansada y atrasada que me sentía en la vida porque había tenido que lidiar sola con todo el proceso penal, sin apoyo real de abogadas, a lo largo de casi una década. Que no sólo nunca pude acceder a la justicia, sino que también tuve que dejar atrás muchas esferas de mí. Que había llegado a cierta edad y ni siquiera había podido encontrar un trabajo o procurar mi sostenimiento económico. Ni qué decir del desarrollo de mi carrera profesional. Me tomó por sorpresa que su reacción automática fuera irritarse y sacarme de su apartamento a la calle. Me sentí realmente mal y avergonzada porque creí que su reacción había sido culpa mía por tener el atrevimiento de “molestarla” en su propio hogar. Sin embargo, esto me trajo el recuerdo de que no era la primera vez que ella cortaba una conversación y me sacaba de su casa cuando yo quería hablar de cómo me siento. Esto es algo que ella hacía desde que estábamos en la secundaria, cuando yo aún no había denunciado a mi agresor y tampoco nos habíamos mudado a Bogotá.

Después de este episodio, repentinamente me volvió a invitar a su apartamento, para pasar el rato como amigas. Como no tengo a nadie en la ciudad, acepté la invitación. Este fue el día en el que viví la que, hasta ahora, ha sido la violencia más grave de su parte.

Desde que entré, me presentó a su novio, bogotano, a quien yo no conocía y nunca antes había visto. Me dijo que él tenía que estar presente porque ese día le había tocado trabajar desde casa, si bien ella llevaba meses diciéndome que vive sola. Durante 2 horas, hablamos de cualquier otro tema, nada relacionado, y me había dicho que a una hora específica del día ella tendría que despedirse porque tenía una reunión virtual de trabajo. Cuando llegó la hora de su reunión, de la nada cambió la conversación y me empezó a preguntar apresuradamente: por el proceso penal, por la experiencia institucional que he tenido en Caquetá, por detalles de mi agresor como que si él tiene hijos o qué ingresos económicos tiene, por detalles míos como mi orientación sexual, entre muchos otros temas. Temas muy específicos y personales que, o bien no hay razón para que yo conozca esa información, o bien es información que no es relevante mencionar, como cuál es mi orientación sexual.

Mientras este interrogatorio transcurría, su novio estaba en la habitación de al lado con la puerta abierta y yo podía escuchar los ruidos de incomodidad de él y cómo iba reaccionando ante cada una de mis respuestas. Lo que más llamó mi atención es que ella tenía todo tan ensayado que, en ocasiones, me preguntaba algo y ni siquiera esperaba a que yo terminara de responder, pues ella completaba la frase por mí.

Me sentí entre la espada y la pared y me paralicé. Jamás vi venir algo así. Lo único que se me ocurrió fue recordarle su reunión virtual, como esperando que todo terminara y ya me dejara ir, pero ella insistía en que no me preocupara y decía que no pasaba nada si se conectaba tarde a su reunión. Cuando por fin se cansó, me dejó ir. Justo cuando yo estaba en la puerta, aproveché para simular que había “olvidado” despedirme de su novio y regresé.

Fue evidente la reacción nerviosa de ambos. Aunque la mentira había sido que él tenía que estar allí por trabajo remoto, no esperaban que yo me diera cuenta de la emboscada. Lo que encontré fue lo siguiente: en todo el rato él no estuvo haciendo nada. Por lo menos, no de trabajo. Sólo estaba sentado frente a un computador quieto, que no tenía ninguna ventana, archivo o programa abierto. Él no tenía audífonos puestos, ningún elemento de trabajo en las manos y ni siquiera estaba usando su celular para disimular. Durante todo el interrogatorio, él estuvo sentado en una silla escuchando atentamente cada una de mis respuestas, aunque nunca di mi autorización para que esto sucediera. De repente, la persona que recordaba como mi mejor amiga de secundaria, y que creí conocer desde hacía 15 años, pareció una completa extraña.

Días después de este hecho, hubo más. Hablé con ella por whatsapp sobre una oportunidad laboral a la que me había postulado a nivel nacional. De la nada empezó a mencionar a la institución que su familia representa, aunque no era el tema de conversación, y se desbordó afirmando que mi experiencia de revictimización institucional había sido algo aislado. Para reafirmar esta idea, mencionaba información que yo le había comentado previamente en confianza y afirmaba que yo no estaba reconociendo el enorme esfuerzo que personas, como su familia, han hecho durante años desde aquel lugar. Me tenía shockeada que sus reacciones y mensajes fueran tan distintos, al mismo tiempo que insistía en apropiarse de la vida narrada en las columnas autobiográficas. Jamás esperé encontrar oportunismo y corrupción en esta persona y en esta familia.

No me extendí en mis respuestas porque ya había notado que con ella ninguna conversación privada es privada y, además, la revictimización institucional en nuestro lugar de origen es una verdad conocida en el nivel subnacional. De hecho, yo misma lo discutí varias veces con abogadas feministas de cooperación internacional que llegaron a conocer mi caso. Sólo me limité a responder que, en general, Caquetá es un capítulo bastante doloroso en mi vida. Ahí cerré mi respuesta. En este punto la única cosa buena es que puedo sentirme orgullosa de mí misma por una razón: me costó demasiado trabajo de terapia psicológica aprender que tengo que dejar de verme a través de los ojos que no me ven.

¿Extenderme en palabras y explicaciones ante ella habría cambiado la realidad de la emboscada que me tendieron en su apartamento de Bogotá? No. Esto ya había ocurrido. Entonces, no era necesario que yo me extendiera. Noté que ella esperaba un desbordamiento de mi parte, pero, al ver mi calma, frenó de repente. Cerró con un broche de oro: “sí, a veces nuestra percepción de las cosas pasa por nuestra emocionalidad”. Ella quería insistir. Ella quería tener la razón.

He de admitir que esta táctica no es nueva para mí porque en Caquetá vi muchas cosas cuestionables que están normalizadas allí; las vi repetirse una y otra vez durante casi una década. Filtrar información reservada de asuntos institucionales e investigaciones disciplinarias a terceros; filtrar información sensible de una persona como su número de cédula, correo electrónico, dirección de residencia o número de celular; interceptar llamadas telefónicas; difundir información a terceras personas aprovechando la posición desfavorable de alguien específico; tender trampas para que una persona específica quede como mentirosa o desconsiderada; entre otras. Son tácticas que conozco como la palma de mi mano porque las viví en carne propia. Todas tienen en común la premeditación y que hay que tomar por sorpresa a la persona en cuestión.

Haber retomado contacto con esta extraña me sirvió para conocer cuál es el papel que esta familia jugaría en una situación de violación de derechos humanos: valerse de la confianza de la persona específica para esconder a terceros sin rostro detrás de la puerta. De por sí, hay mucha violencia en este hecho: una mujer que lleva tiempo denunciando violencia de género está a punto de irse de un lugar en el que está y la gente en la que ella previamente ha depositado su confianza la retiene para evitar que la mujer se vaya. Hace lo posible para que ella se quede más tiempo en ese lugar y continúe siendo violentada.

Haber retomado este contacto me hizo darme cuenta de que hay personas que, aunque tengan acceso a la educación y a diferentes facilidades y herramientas de vida, siguen viviendo en una burbuja. Lo volví a confirmar al conversar con ella y comentarle mis aspiraciones de presentarme a concursos de mérito para trabajar en el sector público; como posible solución al desempleo y aprovechando que brinda estabilidad. Cuando le comentaba mi preocupación por la falta de dinero para pagar la inscripción, ella me miraba sorprendida y manifestaba que no sabía que había que pagar o hacer un trámite. Si bien es cierto que en Colombia no todos los concursos de mérito para trabajar en el sector público definen este pago, noté que ella creía que sólo había que asistir al lugar de trabajo al que aspiras y ya todo estaba resuelto. Me di cuenta de que a ella le falta demasiada realidad en la vida, tanto de Caquetá como de Colombia.

Haber retomado este contacto me recordó de golpe una reflexión que solía tener en terapia con mi nueva psicóloga: existe la posición intermedia. Ese punto en el que nos ubicamos las mujeres foráneas que criticamos las violencias de género y exclusiones allá y acá. Quienes criticamos las violencias de género en nuestro lugar de origen y las exclusiones que vivimos en los espacios feministas bogotanos por ser foráneas. La corrupción de esta familia me recordó que hay mujeres y personas foráneas a las que no les interesa si somos excluidas de los espacios bogotanos o no. Que, en general, no les interesa cuestionar lo que está mal en el nivel regional. Sólo se preocupan por tener una silla en la mesa. Confirmé que nunca tuve una red de apoyo y que tampoco tengo un lugar o grupo de personas a dónde regresar en Caquetá. Que tengo que hacer un cierre.

Cuando empecé mi proceso de escritura terapéutica me enfoqué varios meses en explorar la relación foráneas-bogotanas, porque en casi 10 años las psicólogas bogotanas, a quienes siempre acudí, nunca me permitieron abordar este tema en nuestras sesiones. Por eso, cuando cambié de psicóloga por una que no lo fuera, sentí que por fin pude abrirme y de verdad empecé mi proceso terapéutico. El problema es que, sin darme cuenta, pospuse el dolor de ahondar en la relación foráneas-nivel regional. Hoy sé que existe una diferencia entre “zona de confort” y “lugar seguro” y que hay personas a las que quieres volver, pero eso no significa que vas a encontrar un lugar seguro en ellas.

Hoy me quito de encima el peso de la culpa y el imaginario de la mala mujer que está sola porque, en primer lugar, descuidó a sus amistades. Hoy sé que no fue una negligencia de mi parte, sino que estaba ocupada intentando mantenerme viva a mí misma mientras las otras personas tenían la vida un poco menos difícil. Hoy sé que sí hubo una razón por la que la Julieth más joven se alejó de varios círculos sociales, sólo que no lo recordaba.

La experiencia de ser tratada como un yo-yo, de ser echada y luego recogida para seguir viviendo los mismos hechos de violencia, me trajo a la mente una canción que me gusta mucho, pero que me ha dado vueltas durante todo el tiempo que me ha tomado escribir este texto. La letra dice:

“Espero no llevar

la cruz de perdonar

a quien no me hace bien

y juega a marear”.

Aún me preocupa que ciertas personas manejen proyectos regionales y tengan acceso a gente vulnerable y violentada de Caquetá, que suele vivir muchas revictimizaciones institucionales, pero también es cierto que necesito hacer un cierre por mi salud emocional. Necesito darme el descanso que nunca me fue permitido y aceptar que no puedo cambiar el mundo yo sola. La única forma en que las cosas pueden cambiar para bien, en términos de asuntos sociales y de derechos humanos, es si hay muchas personas caminando en el mismo sentido; no una sola. Hoy sé que no todo está en mis manos y que no por eso mi existencia en este plano es menos valiosa.

Dejando por fuera a la psicóloga que me lo recomendó, quien tampoco podía adivinar lo que ocurriría, cierro con una reflexión que ojalá sirva para los tiempos venideros: si en primer lugar no se conoce el contexto y la realidad de la mujer que vive violencia de género, no siempre es buena idea recomendarle que retome contacto con antiguas amistades y antiguos conocidos. A veces esto puede ser peligroso y salir mal.