Frutillas

POESÍA

4/30/20242 min read

Por: Deborah Hadges

Es licenciada y profesora en Letras (UBA). Cursó la Maestría en Escritura Creativa (UNTREF) y actualmente es doctoranda en la misma institución. Dicta talleres de escritura (@tallercito.19.13) y da clases en universidades nacionales (UNAHUR-UBA). Publicó “La desplazada” (Siempre de Viaje, 2014) y “8 minutos 17” (Modesto Rimba, 2016) y sus textos fueron seleccionados para la antología “Apología 3” (Letras del Sur) y para la Bienal de Arte Joven 2019 (“El tiempo de la luz”).

Lo podrido de la fruta se adivina

antes del contacto con mi mano: el marrón

avisa que la piel cede y el contorno se deshace

como si no hubiera existido.

No todas las partes de un cuerpo saben

de ofrecer resistencia.

Un cuchillo separa lo uno de lo otro

un paredón separa la calle del río

y sobre el paredón camina un nene de cuatro años.

Ignoro la misión de sus pasos

pero presiento el fondo

oscuro del otro lado. Es un juego que se renueva cada vez

y cada vez es inventar con el pie

el equilibrio de las cosas.

Se aprende a caminar en cada posible caída.

No es lo mismo con un gato: el gato camina

sobre el paredón sin el problema de fondo.

La madre le pide al nene que se baje

primero con ternura, después con desesperación.

Son necesarios sus gritos aunque no tengan respuesta.

No la va a escuchar porque el peligro es evidente

para los demás y nunca

para uno mismo.

Malabareamos entre cosas filosas

antes de que una nos corte el dedo o nos haga tropezar.

Caer no es más que aterrizar de emergencia

en un lugar que no estaba destinado para ese fin.

Un hombro, por ejemplo, donde caí cada vez

que el día se hizo muy pesado

o el piso como pista de aterrizaje

para la mitad de una frutilla

que debía ser postre.

Armo una montaña de lo que no sirve

y a eso lo llamo resto, o mejor

a eso lo llamo adelanto:

con más tiempo todos

nos convertimos en resto.

Corto las sanas. Algunas en dos,

otras en cuatro pedazos.

La decisión es arbitraria porque ya no sé

para qué cortar las frutillas. Armo

esta segunda línea divisoria y ya no puedo detenerme.

Todo tiene que separarse en unidades

cada vez más puntuales

tareas específicas en el orden del mundo.

Pero cómo saber de destinos u obligaciones

cuando todo se tambalea.

Es el paredón, parece, el que acierta al pie del nene.

En cambio los gatos manejan la voluntad de las cosas

de no moverse de lugar. La madre tiene más miedo

por su hijo que el que tuvo a su edad.

No me imagino en el lugar del nene

ni en el de la madre

quizás, en el del paredón

un límite entre lo deseable y un precipicio

a todas luces encantador.

Todos fuimos el precipicio de alguien.

Alguien fue

nuestro primer precipicio.

El nene no deja de caminar ni yo

de pasear el cuchillo caprichosamente

entre las fibras rojas.

Ninguno de los dos conoce los secretos de moverse

dejando el mundo quieto.