GLITCH
Entropía, estéticas y singularidades algorítmicas
ENSAYO
Gabriela Figueroa Visaez, Martin Enrique Lobos Bernales, Rubén Meléndez Montes de Oca
12/5/202518 min read
Por: Gabriela Figueroa Visaez
Es estudiante de Diseño en Animación Digital de la Escuela de Diseño y Artes Digitales de la Universidad Gabriela Mistral, con un especial interés en el horror digital y psicológico, las webseries y los juegos de realidad alternativa (ARG). Su trabajo busca explorar la complejidad de las relaciones humanas, los mitos contemporáneos de internet y los miedos que surgen en una sociedad cada vez más modernizada.
Por: Martín Enrique Lobos Bernales
Es estudiante de animación digital de la DIAD, apasionado por el desarrollo audiovisual, los cómics e historias inmersivas, busca expresar sus ideas enfocado en desarrollar narrativas creativas, sobre todo aquellas con una identidad definida por la ciencia ficción, fantasía, superhéroes, retrofuturismo u otros, sobretodo enfocado en el diseño de personajes o la conceptualización de escenarios fantásticos y su estética.
Por: Rubén Meléndez Montes de Oca
Es Diseñador Industrial y Magíster en Ciencias del Diseño. Académico de la Universidad Gabriela Mistral, donde imparte asignaturas vinculadas al diseño, la innovación, la investigación y las tecnologías tridimensionales. Su trabajo cruza arte, ciencia y tecnología, abordando la creación experimental como una vía para explorar futuros posibles. Interesado en la relación entre estética, filosofía y materialidad, investiga cómo el diseño puede articular nuevos imaginarios y modos de pensamiento frente a los desafíos contemporáneos.


Introducción
El presente trabajo aborda el glitch como fenómeno estético, epistemológico y político en el marco de los debates contemporáneos sobre copia y reproductibilidad. Tradicionalmente definido como error digital —en la imagen, el sonido o el funcionamiento de sistemas—, el glitch ha transitado desde el accidente técnico hacia una estrategia cultural reconocida. Este desplazamiento lo sitúa en el cruce entre lo técnico y lo artístico, problematizando los límites de la copia y abriendo un campo en el que el error deja de ser un elemento o entidad residual transformándose en una singularidad crítica.
Walter Benjamin (1936) advirtió que la reproducción técnica disolvía el aura de la obra, desplazando su unicidad hacia la serie. El glitch introduce aquí una paradoja: en medio de la repetición técnica irrumpe un acontecimiento irrepetible. Cada distorsión es singular; cada corrupción de datos inaugura una huella no replicable de modo idéntico. Lo que Benjamin leía como pérdida se transforma en el glitch en reaparición: una “nueva aura” que reside en la contingencia de la falla.
Derrida (1967), mediante la différance, recuerda que toda copia difiere; nunca es fiel al original. El glitch hace visible esa diferencia constitutiva, revelando la materialidad opaca del medio bajo la ilusión de transparencia digital. Incluso los errores “aleatorios” están determinados por la arquitectura técnica (Morgan, 2013): el glitch es una huella de infraestructura.
Desde Deleuze (1968), la repetición no es reiteración sino diferencia productiva: el glitch es repetición con diferencia. La post-digital music (Cascone, 2000) consagra cortes, ruidos y silencios como recursos expresivos. Autores contemporáneos amplían este marco: Menkman (2011) identifica el glitch moment(um) —instante revelador donde la falla abre posibilidades perceptuales—; Betancourt (2017) lo piensa como falla crítica frente a la transparencia ideológica de lo digital; Sotiraki (2014) describe su tránsito del ruido a la narrativa; Mao (2023) lo vincula a la condición cyborg y su politicidad. El Halaby y El Tantawy (2022) y Kemper (2023) subrayan su historicidad y su expansión a la vida cotidiana.
Hipótesis: el glitch desestabiliza la noción de copia al convertir la falla en espacio de creación, conocimiento y resistencia. No es un accidente marginal, sino una reproductibilidad crítica que reabre la discusión sobre aura, autoría y apropiación en la era digital.
El glitch como categoría crítica
En una relectura de Benjamin, puede afirmarse que la reproducción digital —algorítmica, potencialmente “infinita”— no clausura la singularidad, sino que la reconfigura cuando irrumpe el glitch. La falla interrumpe la serie, desplaza la identidad de la copia y reinstala un punto de no-repetibilidad que quiebra la transparencia edénica de lo digital al hacer visibles las costuras del medio. Ese instante de suspensión y revelación, que Rosa Menkman denomina moment(um), opera como una fisura perceptual donde el dispositivo se confiesa; Michael Betancourt lo entiende como una crítica inmanente al régimen técnico de visibilidad, en la medida en que el error se convierte en el propio comentario material de la imagen o del sonido sobre su proceso de producción (Menkman, 2011; Betancourt, 2017).
Desde la perspectiva derridiana, el glitch no es un accidente exterior, sino la manifestación material de la différance: no hay presencia plena del sentido, sino diferimiento, atraso, desplazamiento. La falla digital materializa ese diferimiento porque es efecto de la infraestructura —compresión, buffering, protocolos, arquitecturas de hardware y de red— y, por lo mismo, funciona como huella: muestra y oculta a la vez, vuelve legible el medio mientras recuerda que la pretendida inmediatez de la copia es siempre mediación. En ese pliegue, el error deja ver tanto la lógica de la inscripción técnica como su opacidad constitutiva, señalando que toda transparencia es una retórica sostenida por operaciones concretas de codificación (Derrida, 1967; Morgan, 2013).
A la luz de Deleuze, el glitch puede pensarse como repetición con diferencia: no suprime la referencia, sino que la modula y multiplica sus posibilidades perceptuales. Una imagen corrompida conserva sus contornos reconocibles al tiempo que abre otra forma de mirar; una pista interrumpida por artefactos sonoros rehace la escucha y desplaza el marco atencional. En la constelación post-digital descrita por Kim Cascone, el error deja de ser defecto para tornarse grama compositivo: cortes, clics, silencios y saturaciones operan como unidades significantes que reorganizan el tiempo y el espacio de la experiencia auditiva (Deleuze, 1968; Cascone, 2000).
En el horizonte posdigital, lo técnico deja de ser novedad para convertirse en condición de vida; por eso el glitch ya no es mero tropiezo, sino un modo de conocimiento. Menkman subraya su potencia perceptual —esa capacidad de abrir “nuevas ventanas” sobre el medio—; Betancourt insiste en su valor crítico —la falla como desmontaje de la ideología de la transparencia—; y Sotiraki muestra cómo el glitch pasa del “ruido” a la narrativa, instituyendo patrones de sentido que no niegan la ruptura, sino que la convierten en principio organizador del relato. Conocer lo digital por sus rupturas, y no pese a ellas, define así una auténtica epistemología del error (Menkman, 2011; Betancourt, 2017; Sotiraki, 2014).
Finalmente, su historicidad y proyección cultural revelan el tránsito desde el accidente técnico de los años ochenta y noventa hacia una estética consolidada. El Halaby y El Tantawy reconstruyen ese pasaje y muestran cómo la falla deviene procedimiento; Mao propone leer el glitch como práctica cyborg, una forma de reapropiación política frente a sistemas normalizadores; y Kemper describe su cotidianidad ubicua —de la videollamada al streaming— hasta convertirlo en metáfora operativa de una modernidad saturada en la que la interrupción y el desfase ya no son anomalías excepcionales, sino ritmos constitutivos de la experiencia (El Halaby & El Tantawy, 2022; Mao, 2023; Kemper, 2023).
En su dimensión (como forma de reapropiación) política, el glitch se configura como un gesto de resistencia frente a la ideología de la transparencia digital. Betancourt (2017) advierte que dicha transparencia, presentada como neutralidad tecnológica, opera en realidad como un dispositivo ideológico que encubre las estructuras de control y poder inscritas en los medios. El glitch introduce ruido en ese flujo aparente de continuidad y eficacia, fracturando el simulacro de perfección algorítmica que sustenta el régimen técnico-económico contemporáneo. Yiru Mao (2023) retoma esta idea desde la figura del gesto cyborg, al interpretar el glitch como una reapropiación desde la falla; un modo de afirmación en el que el sujeto —humano o híbrido— reocupa el espacio de la máquina y se afirma precisamente en su imperfección.
Esta potencia crítica se extiende también al ámbito temporal. El error, al irrumpir en el flujo lineal del tiempo digital, altera su régimen de continuidad. Lags, congelamientos, bucles o ralentizaciones interrumpen la lógica de la inmediatez, desplazando la experiencia hacia lo discontinuo. Sotiraki (2014) muestra cómo el glitch fragmenta las narrativas, generando estructuras no lineales que recuerdan la deriva situacionista: un abandono del trayecto programado del sistema para explorar temporalidades alternativas. Desde una lectura deleuziana, el glitch no detiene el tiempo para negarlo, sino que lo expande, multiplicando sus direcciones posibles y permitiendo que cada interrupción se vuelva un acontecimiento perceptivo.
Lejos de ser un accidente aislado, el glitch se replica, se comparte y se celebra colectivamente. Como observa Kemper (2023), los errores visuales o físicos en videojuegos y plataformas interactivas se viralizan y devienen memes, relatos que circulan entre comunidades digitales y reescriben la experiencia del medio. En lugar de corregir la falla, los usuarios la apropian: ocupan la grieta del sistema y la convierten en un espacio de juego, ironía y creación. En esa repetición social, el glitch adquiere un valor simbólico: transforma la pasividad del consumo tecnológico en una forma de agencia cultural, un acto participativo que reconfigura la relación entre usuario y dispositivo.
Por último, el glitch interviene en la política del tiempo y en la cultura de la velocidad. En un entorno dominado por la inmediatez, la eficiencia y el rendimiento, el error introduce lentitud, espera y desajuste, reinstaurando el intervalo como experiencia significativa. Su circulación comunitaria, lejos de reafirmar la perfección técnica, disputa la norma que asocia el valor cultural con la fluidez y el éxito operativo. En ese gesto se configura una auténtica resistencia cultural: habitar la falla para desactivar el mandato de continuidad, reivindicar la interrupción como posibilidad de pensamiento y proponer, desde la fragilidad del sistema, otras formas de estar en lo técnico y en el tiempo.
Estéticas y narrativas contemporáneas: música, liminalidad y relato
En el ámbito de la música electrónica contemporánea, el glitch se ha consolidado como una estética sonora que expande las posibilidades perceptuales del ruido y la distorsión. Surgido del diálogo entre corrientes como el Digital Hardcore, el Noise o el Breakcore, este lenguaje ha sido explorado por artistas como Machine Girl, Graham Kartna o cynth0ni, quienes transforman los errores de codificación y los cortes abruptos en materia expresiva. En sus obras, las texturas saturadas y los desfases rítmicos no se presentan como defectos, sino como una poética del exceso y de la disonancia que pone en crisis la pureza sonora. Esta constelación estética dialoga con un conjunto más amplio de visualidades liminales, como las del dreamcore o los backrooms, donde la atmósfera del “fallo” —ese ruido perceptual, esa sensación de desplazamiento entre lo reconocible y lo extraño— se convierte en una experiencia afectiva. El glitch, en este sentido, no solo produce un efecto auditivo, sino una sensación de umbral, un estado entre lo orgánico y lo sintético que invita a repensar la sensibilidad en la era digital.
En el terreno narrativo, el glitch ha trascendido lo puramente técnico para operar como motor de relato. Series, filmes y videojuegos contemporáneos lo emplean como metáfora de la inestabilidad ontológica propia de lo digital. Obras como Serial Experiments Lain o Paprika, así como videojuegos como Doki Doki Literature Club, exploran la ruptura del código como detonante de la historia: la falla se convierte en dispositivo narrativo, un evento que descompone la lógica diegética y permite el ingreso de lo imprevisto. En los Alternate Reality Games (ARGs) de horror —Petscop, Local 58, Mandela Catalogue—, el glitch funciona como signo de lo ominoso: el error del sistema se vuelve índice de una presencia inasible, de un desbordamiento que hace colapsar la frontera entre realidad y simulacro. En este sentido, la falla no solo subvierte el relato, sino que encarna la fragilidad de la percepción contemporánea. Incluso producciones de gran escala, como el universo cinematográfico del Spider-Verse, han convertido la fragmentación, la asincronía y la descomposición visual en una poética audiovisual que celebra la multiplicidad, la interferencia y la desincronización como modos de existencia estética.
Desde una dimensión más íntima, el glitch también se articula con la expresión del trauma y la subjetividad fracturada. En el vent art y el traumacore, la distorsión visual o sonora deja de ser un mero recurso estético para transformarse en lenguaje afectivo. Estas prácticas, frecuentes en comunidades digitales, utilizan el error, el parpadeo y la descomposición cromática como formas de representar estados de ansiedad, depresión o alienación. En proyectos narrativos como Lacey’s Game, el glitch aparece como un código emocional, una gramática de lo indecible que hace visible la herida psíquica. Este tipo de uso subvierte la higiene estética dominante en las plataformas digitales, donde prevalece la lógica de la nitidez, la corrección y la perfección visual. Frente a esa normatividad, el error se convierte en una afirmación de humanidad: una estética de la vulnerabilidad que encuentra en la distorsión una manera de nombrar lo que no puede ser dicho con palabras.
En conjunto, estas manifestaciones demuestran que el glitch ha dejado de ser un accidente técnico para convertirse en una poética transversal, capaz de articular música, visualidad y narrativa desde la experiencia de la fisura. El error, en todas estas expresiones, no destruye el sentido: lo desborda, lo multiplica, lo reinventa y lo planifica.
La noción de error como una poética articulada introduce una paradoja fascinante en la teoría del glitch y en la estética contemporánea de la falla. Si el error, por definición, supone lo imprevisto y lo no intencional —aquello que irrumpe para desviar el curso de una acción o un sistema—, ¿qué sucede cuando ese error es imitado deliberadamente? ¿Puede seguir considerándose un error, o se convierte en una simulación del accidente, una estrategia controlada que domestica su potencia disruptiva?
Esta tensión permite distinguir entre dos modos de la falla: el error contingente, que surge sin previsión, como producto emergente de la materialidad del medio; y el error estilizado, que reproduce de forma consciente los signos del accidente, transformándolos en recurso compositivo. En el primer caso, la falla tiene un carácter revelador: expone las costuras de la tecnología, muestra lo que el sistema intentaba ocultar. En el segundo, el artista o creador decide encarnar la falla como gesto estético, incorporando la apariencia de lo imprevisto dentro de una estructura formal que, paradójicamente, ya lo contiene.
No obstante, aunque el error estilizado pierda la espontaneidad de la contingencia, conserva un efecto de verdad. Al fingir la ruptura, genera igualmente ruido, desajuste y opacidad, recordando al espectador que todo medio es frágil y mediado. La intencionalidad no anula su potencia crítica, sino que la traslada al plano del signo: la obra que “falla” voluntariamente no busca engañar, sino señalar su propia falsedad. Es un artificio que se exhibe como tal, un simulacro de disfunción que denuncia la artificialidad del sistema y lo empuja hacia su límite. La imitación del error se vuelve entonces una forma de discurso: un modo de decir lo indecible desde el interior de la técnica.
Esta práctica, sin embargo, implica una tensión ética y política. Cuando el error se convierte en fórmula o en mero estilo, corre el riesgo de neutralizar su potencia subversiva y de ser absorbido por la lógica decorativa del mercado visual. En ese momento, el glitch deja de ser indisciplinado para transformarse en un signo domesticado, un ornamento más de la cultura digital. Su fuerza no radica, por tanto, en la apariencia de la falla, sino en su capacidad de incomodar: de forzar una lectura material del medio, de interrumpir la pasividad del espectador y de revelar las condiciones de producción que sostienen la ilusión de transparencia tecnológica.
Así, la pregunta inicial —¿puede un error planificado seguir siendo un error?— deja de ser una cuestión de definición y pasa a ser una cuestión de función. Más que decidir si el error simulado conserva su autenticidad, lo relevante es evaluar si sigue operando como máquina de diferencia, si mantiene viva la posibilidad de producir pensamiento crítico y desvío perceptual. En última instancia, lo que está en juego no es la pureza del accidente, sino su eficacia epistemológica: la capacidad de la falla, real o fingida, para fracturar el orden del código y abrir un espacio de reflexión sobre los límites del control, la autoría y la representación en la era digital.
De la poética digital al cuerpo glitcheado: interfaz, trans/posthumanismo y Feminismo Glitch
Si el ready-made descontextualiza el objeto al extraerlo de su función utilitaria y el glitch desvía el código al introducir el error en el flujo técnico de la información, el cuerpo trans o posthumano puede comprenderse como un artefacto igualmente desviado que se emancipa del azar evolutivo para situarse en el terreno del diseño deliberado. En este marco, el cuerpo deja de ser una unidad cerrada y se convierte en una interfaz: una zona de intercambio entre lo biológico, lo mecánico y lo informático. Los “errores” que emergen en este proceso —fallas de integración protésica, distorsiones en la percepción sensorial o fracturas en la identidad distribuida entre el yo físico y el avatar digital— no se perciben como anomalías, sino como lenguajes que amplían la definición de lo humano. Cada interrupción o desajuste del cuerpo aumentado expone una nueva gramática de lo sensible, un modo alternativo de experimentar la relación entre materia, percepción y tecnología.
En este punto, el Feminismo Glitch propuesto por Legacy Russell (2020) ofrece un giro fundamental. Para Russell, encarnar el error equivale a subvertir las estructuras binarias que ordenan tanto los cuerpos como las redes: masculino/femenino, humano/no humano, natural/artificial. El glitch se convierte en una práctica de resistencia encarnada, un cortocircuito que interrumpe los sistemas de clasificación y control inscritos en los algoritmos, las bases de datos biométricas o los programas de reconocimiento facial. “Queerizar el algoritmo” —en palabras de Russell— es sabotear el mandato de optimización que domina la cultura digital y transformar la desviación en una política del cuerpo. Frente al ideal tecnocientífico de perfección, productividad y rendimiento, el cuerpo glitcheado reivindica la heterogeneidad, la imperfección y el derecho a fallar. La falla deja de ser un obstáculo para la evolución y se transforma en una afirmación ética: una ontología de la fragilidad productiva que descoloniza lo digital, recupera la potencia de lo diverso y reescribe el reparto de lo sensible entre humanos, máquinas y otros entes no humanos.
En esta perspectiva, el glitch no solo interroga los límites del lenguaje técnico, sino también los del cuerpo y la identidad. Al igual que el error digital revela la estructura oculta del código, el cuerpo glitcheado expone las condiciones culturales y políticas que lo norman. Habitar la falla implica rehusar la transparencia, aceptar la mediación como parte constitutiva de la experiencia y abrir un espacio de indeterminación donde los cuerpos —orgánicos o artificiales— pueden redefinir su modo de ser y de aparecer. La corporeidad se vuelve así un campo de experimentación estética y política, un espacio donde lo inacabado y lo inestable se asumen como condiciones de posibilidad y no como defectos a corregir.
En términos más amplios, el glitch redefine la noción de reproductibilidad en la era digital. Frente a la serie transparente, reintroduce la singularidad; frente a la idea de fidelidad al original, plantea la différance derridiana; frente a la repetición como reiteración, propone la diferencia como creación. En su dimensión política, el error se vuelve una forma de resistencia, apropiación y deriva. En la música, el cine, los videojuegos y las artes visuales, el glitch actúa como poética y sintaxis; en la esfera psíquica, como figuración del trauma; y en el cuerpo posthumano, como apuesta ética por habitar la falla.
En definitiva, el glitch no representa la negación de la copia ni la disfunción del sistema, sino su reproductibilidad crítica: cada repetición, cada interferencia, cada desviación abre un margen de reinvención. Allí donde el sistema promete continuidad, perfección y homogeneidad, el error irrumpe como acto de creación. En ese desvío se inscribe una política de lo sensible que invita a pensar el futuro del cuerpo —y del arte— no como perfeccionamiento, sino como diferencia encarnada, como el gesto vital de abrir mundo desde la falla.
Conclusiones
En este recorrido podemos comprender el glitch no como un mero accidente técnico, sino como una categoría estética, epistemológica y política que redefine la relación entre error, copia y creación en la era digital. Desde la relectura de Benjamin, el glitch cuestiona la idea de pérdida del aura en la reproducción técnica, al reinstalar la singularidad en el corazón mismo de la repetición: cada falla se convierte en un acontecimiento irrepetible, en una huella de diferencia que interrumpe la homogeneidad del flujo algorítmico. En diálogo con Derrida y Deleuze, el error aparece como materialización de la différance y como repetición con diferencia, es decir, como una forma de producción que no anula, sino que genera nuevos sentidos a partir de la ruptura. La falla se revela, entonces, como un dispositivo cognitivo que nos enseña a leer la mediación técnica y a reconocer en el ruido una forma de conocimiento.
El glitch desestabiliza el paradigma de la transparencia digital, revelando las costuras del sistema y sus estructuras de poder. Su capacidad de exponer las condiciones materiales de la tecnología lo convierte en una práctica de resistencia frente al imperativo de perfección que domina el capitalismo informacional. En su dimensión política, el glitch funciona como interrupción, apropiación y deriva: interrumpe la lógica de la eficiencia, se reapropia de la herramienta tecnológica y deriva hacia territorios imprevisibles de creación colectiva. En los ámbitos del arte, la música y los videojuegos, la falla se convierte en una poética compartida, una estética comunitaria que celebra la vulnerabilidad del medio y la posibilidad de habitarlo críticamente.
El análisis de las estéticas contemporáneas demuestra que el glitch atraviesa múltiples lenguajes: desde la música electrónica postdigital hasta las visualidades liminales, las narrativas fragmentarias o las expresiones del trauma en el arte digital. En todos estos territorios, la falla adquiere un valor simbólico y afectivo, transformándose en una forma de narrar lo indecible, de representar lo que escapa a la claridad de los sistemas de control y de imagen. La replicación del glitch —su viralización y apropiación social— confirma su tránsito desde lo técnico hacia lo cultural: de ser un accidente aislado, deviene un fenómeno compartido, un signo de agencia colectiva en un entorno dominado por la automatización.
Asimismo, la reflexión sobre el error planificado abre un debate central en la estética contemporánea: si el error puede ser imitado, ¿dónde reside su potencia? Más allá de la autenticidad de la falla, lo importante es su capacidad de seguir operando como máquina de diferencia. Tanto el error contingente como el error estilizado pueden mantener su valor crítico si conservan la indisciplina y la incomodidad que les son propias. Lo decisivo no es su origen, sino su función: la de revelar las tensiones entre control y caos, entre artificio y materialidad, entre norma y desviación.
Finalmente, el análisis del cuerpo glitcheado proyecta estas reflexiones hacia el territorio del posthumanismo. El cuerpo aumentado, intervenido o virtualizado se entiende como un campo de desvío y experimentación, una superficie donde las fallas se convierten en lenguajes de resistencia. Siguiendo a Legacy Russell, el Feminismo Glitch propone encarnar el error como una práctica política de disidencia frente a los binarismos y los regímenes de control digital. En lugar de aspirar a la perfección tecnológica, el cuerpo glitch reivindica el derecho a fallar, la fragilidad como potencia y la diferencia como principio ontológico. En esa fisura se abre una posibilidad ética y estética para repensar lo humano y lo no humano desde la vulnerabilidad, la incompletud y el mestizaje entre materia y código.
En suma, el glitch actúa como una reproductibilidad crítica que subvierte la lógica de la copia perfecta y del progreso lineal. Allí donde el sistema busca continuidad, el error introduce interrupción; donde se impone la uniformidad, aparece la diferencia; donde se exige optimización, surge la deriva. El glitch no destruye el sentido: lo multiplica. En su ruido se encuentra una forma de conocimiento y, en su falla, una forma de emancipación. Así, pensar el glitch es pensar el mundo contemporáneo desde su fragilidad constitutiva, reconociendo que toda imagen, todo cuerpo y todo sistema —al igual que toda copia— lleva en sí la posibilidad del desvío, y que en ese desvío reside, quizá, la más radical forma de creación.
Referencias
Benjamin, W. (2008). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica (A. Brotons Muñoz, Trad.). Abada Editores. (Trabajo original publicado en 1936).
Betancourt, M. (2017). Glitch art in theory and practice: Critical failures and post-digital aesthetics. Routledge.
Cascone, K. (2000). The aesthetics of failure: “Post-digital” tendencies in contemporary computer music. Computer Music Journal, 24(4), 12–18. https://doi.org/10.1162/014892600559489
Deleuze, G. (2002). Diferencia y repetición (M. L. A. Rosas, Trad.). Amorrortu Editores. (Trabajo original publicado en 1968).
Derrida, J. (2005). De la gramatología (Ó. del Barco y C. Ceretti, Trads.). Siglo XXI Editores. (Trabajo original publicado en 1967).
El Halaby, A., & El Tantawy, N. (2022). Glitch art: From error to aesthetics. Journal of Visual Culture, 21(3), 315–330.
Kemper, A. (2023). Everyday glitches: Digital life and its interruptions. MIT Press.
Mao, Y. (2023). Cyborg glitch: Politics of failure in digital culture. University of Minnesota Press.
Menkman, R. (2011). The glitch moment(um). Institute of Network Cultures.
Morgan, C. (2013). The materiality of error: Compression, code and artefact. Digital Creativity, 24(3), 179–192. https://doi.org/10.1080/14626268.2013.808966
Russell, L. (2020). Glitch feminism: A manifesto. Verso Books.
Sotiraki, V. (2014). From noise to narrative: Glitch as story. Leonardo Electronic Almanac, 20(1), 45–57.
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
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Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
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