Habitué
NARRATIVA
Sebastián Grendas
10/7/20257 min read


Él tomaba su cortado encorvado, jugando con un pequeño bizcocho que acompañaba el pocillo. No tenía hambre, y con su dedo lo llevaba de una punta a la otra de la mesa. Perdía la vista en las cientos de manchas que adornaban la fórmica. Llegó a ver algunos parecidos: vio un perro durmiendo y, más allá en la punta, intuyó una paloma.
Era un juego silencioso. Su manera de hacer pasar el tiempo más rápido.
Le permitían un café en el trabajo, siempre después de recorrer los bancos. Hasta el mediodía no saldría de ese lugar, terminaría a eso de la cinco el reparto. Y luego al departamento. A fumar un poco y cenar algo.
En la oficina estaba ella lo esperaba después de hora. Casi desnuda, sobre la mesa del archivo del último piso. Lo demás, silencio; hacer como si no se conocieran, en todo caso intercambiaban algunas palabras en la cocina cuando tenía que volver a buscar algún documento; de lo contrario, él ya sabía: en el archivo tenía un cuerpo entregado. Cada tarde se paraba frente a ella, bajaba sus pantalones hasta las rodillas, se movía despacio. Todo terminaba en un grito ahogado.
“Te imaginás si alguien nos descubre”, decía ella acomodándose el saquito. Y a él le daba lo mismo. ¿En qué cambiaba? ¿Qué cambiaría si los descubrieran juntos? Pero ella quería silencio y él aceptaba.
En el bar, a esa hora solo había algunos viejos dormitando u hojeando algún diario. Él se había cansado de buscar formas. Miraba por la ventana. La gente caminaba una tras otra sin cesar.
Pidió otro cortado.
A esa hora llegaba el viejo con el diario deportivo bajo el brazo. Pedía un café de la casa y el dueño se lo servía con un poco de whisky. Levantaba la vista solo cuando tomaba el café; el resto del tiempo mantenía una lectura concentrada.
Todavía no había llegado.
Él había terminado su segundo cortado. Miró la mesa en donde se sentaba el viejo; un rincón debajo de la lámpara.
¿Qué figuras adivinará el viejo en las manchas de su mesa?
Miró el reloj. Tenía que salir a la calle nuevamente. Se había pasado de su horario de descanso más de una hora. Salió. El sol apuntaba desde la línea que trazaban los grandes edificios del centro en el cielo.
Cruzó la plaza. La gente esparcida en el pasto comía sándwiches o sacaba de los túper las sobras de la noche anterior. Al llegar al edificio, decidió no entrar.
Volvió al bar.
Una mujer tomaba cerveza en la mesa en la que él se había sentado durante gran parte de la mañana. Fue al baño. Desde el teléfono avisó a su jefe que estaba descompuesto.
–Está bien. Mejórese–escuchó–. Vuelva mañana.
Se sacudió, se lavó y se sentó en una mesa cercana a la que utilizaba el viejo para leer.
–¿Qué le acerco?
–Una cerveza.
El mozo se alejó. Escuchó un ruido de botellas que chocaban debajo del mostrador donde funcionaban las heladeras. Se acomodó en la silla lo necesario para quedar mirando hacía la puerta de entrada.
El mozo había dejado hacía más de una hora la botella de cerveza. El viejo no había aparecido.
Se había acercado hasta la barra: “Debe estar enfermo, o capaz está en la plaza ¿Quién sabe?”, le había dicho el dueño. Volvió a sentarse.
Esperó. Pidió otra botella.
La cerveza le había resultado demasiado pesada para su estómago enfermo. Salió. La tarde comenzaba a poblar las calles. Caminó hacia el río. De los puestos salía humo y los olores de la carne y los chorizos en las planchas calientes, los obreros de las construcciones comenzaban a acercarse para comer y enfrentar luego el largo viaje de vuelta a sus casas. Se acomodó en un banco mirando al río. Una mujer se acercó y se sentó junto a él.
–Hace un rato esperás. Me parece que no va a venir ya.
–No espero a nadie. Estoy haciendo tiempo. Tengo que volver a un lugar.
–Cuánto misterio.
Recién entonces la miró. El pelo corto y negro tirado hacia atrás parecía un casco militar. Tenía ojos pequeños, demasiado negros. Su piel amarilla, enferma: “Por la humedad de la pieza y la falta de sol”, pensó.
–Yo no dije eso.
–¿Y? ¿Entonces…?
–Tengo que volver al bar en un rato.
–¿Y no tenés un tiempito para mí?
–Tiempo sí, lo que no tengo es plata para vos.
–No te preocupes; a veces me doy un gusto.
–¿Me siento alagado o tenés un gusto muy raro?
–Vení–le dijo mientras se paraba.
La siguió y bordearon la plaza. No se había equivocado. Subieron la escalera de la pensión y la humedad escupía la pintura de las paredes, llenaba de polvillo el piso gastado. Entraron a una pequeña habitación cerca de los baños. Ella cerró la puerta con llave.
–¿Y ahora? –dijo él.
Ella se acercó. Comenzó a besarlo despacio. Por un momento pensó que ella se había enamorado de él. Él también comenzó a desnudarla, le arrancaba la ropa con violencia, quedó desnuda, la habitación helada. La empujó, cayó de espaldas en la cama. Se tiró sobre ella. Comenzó a separarle las piernas.
–¡Esperá! –grito ella–. ¡Hoy mando yo, pendejo!
Aceptó.
“Soy un estúpido” pensó. Confundió la destreza con el amor. Esa capacidad que da el oficio, para eso estaban ellas, para crear el olvido, para dar otra vida por uno minutos.
Estaban acostados. No había sido un gran encuentro. Se puso de pie. La cama rechinaba. Se rio, la prueba de que no había sido el único.
Salió. Corrió al bar. Llegó agitado. Desde la puerta buscó al viejo. Se sentó junto a la ventana. Pidió otra cerveza y empanadas de jamón y queso.
Quedo solo. Los mozos comían fideos en una mesa alejada de la entrada.
Miraba por la ventana, buscaba al viejo entre la gente que esperaba el colectivo, la que se metía en los subtes.
Comió despacio.
Una vieja abrió la puerta. Llevaba un abrigo largo. Tenía el pelo corto y negro, algo enrulado. Se sentó frente a él.
–¿No molesto?
–No, señora, para nada.
–No me gusta comer sola.
Un mozo que justo había terminado de comer se acercó limpiándose la boca con una servilleta.
–Tráigame una empanada de carne y una gaseosa.
Después de eso, la vieja comenzó a llorar. Sus ojos pegoteados parecían una mancha acuosa y negruzca en su cara.
–Cincuenta años estuvimos juntos y se murió en dos meses. Fue terrible… Encima yo no estaba con él. Había ido a casa a descansar un rato, los habían operado esa misma tarde. Pero no pudieron hacer nada. Ya tenía todo tomado. Parecía desnutrido, enfermedad asquerosa. Esa noche murió, y yo comiendo un pedazo de pollo frío. Me senté en la mesa y ¿sabe qué pensé?
–No, señora.
–¿Y ahora qué hago?
–Tantos años…
–No era eso –interrumpió–, a mi edad tener que aprender a vivir otra vez. A levantarme sola, a no asustarme con los ruidos de la casa porque no tengo a nadie al lado. A comer con los ruidos de cubiertos que chocan con los platos. Dormir sola, ir a visitarlo al cementerio. No tengo ganas de todo eso. Quiero tener miedo, comer con alguien. Por eso vengo acá, me siento acompañada.
–¿Y no se acuerda de un hombre que lee el diario en esa mesa todas las mañanas?
–La verdad que no. Yo de noche no duermo, así que me paso el día en la cama. ¿Es algo tuyo?
–No –dijo.
–¿Y entonces?
–Lo espero.
La vieja habló llorando. Pidió que le envolvieran las empanadas sobrantes. Se paró, pidió disculpas, dejó plata sobre la mesa y salió.
Se acercó donde los mozos terminaban de comer.
–¿Alguien sabe algo del señor que viene todos los días a leer el diario deportivo y se sienta en esa mesa?
–Estuvo todo el día preguntando por él. ¿Para qué lo quiere? –dijo uno de ellos.
–Necesito hablar con él.
–Creo que vive en la pensión frente a la plaza–ayudó otro–. No sé, pregunte. Capaz alguien sabe algo.
Pagó en la barra y salió.
Llegó a la puerta de la pensión. Atravesó un largo pasillo, luego un patio lleno de masetas. Se abrió una puerta. Un hombre obeso salió de la habitación.
–¿Busca una pieza?
–No, a un inquilino. Es un viejo que lee el deportivo en el bar que está acá cruzando la plaza, el de la esquina.
–Toda una descripción.
–¿Lo conoce o no?
–El único viejo es el de la habitación de la terraza, pruebe ahí.
–¿Puedo subir?
–Subí, total de acá qué te vas a robar.
Subió las escaleras. Eran empinadas. Una pequeña puerta de hierro daba al descanso. Más arriba, la terraza. Golpeó fuerte.
Alguien tosió.
–¿QUIÉN…QUIÉN ES? –gritó una voz (con esfuerzo) desde adentro–. ¿QUÉ… QUÉ QUIERE A ESTA HORA?
Bajó las escaleras corriendo. Un auto andaba despacio.
Vio a la mujer con la que se había acostado hacía unas horas del lado del acompañante. Ella lo vio y pegó sus dedos en la ventanilla a modo de saludo. Él bajo la vista. Los ojos se le llenaron de lágrimas al recordar la voz del viejo detrás de la puerta de la habitación.
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
Giros busca ser un espacio para todo aquel que tenga algo para decir o mostrar.
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