Idealización del pasado: pasado, memoria, poder y resistencia

ENSAYO

10/27/202512 min read

Por: Raulimar Abreu

Raulimar Alejandra Abreu Bermúdez nació el 11 de febrero de 2004 en Maracaibo, Venezuela. Es estudiante de Comunicación y se destaca por su pasión por la escritura y la reflexión social. A través de sus textos y análisis, busca generar conciencia y fomentar el pensamiento crítico sobre temas relevantes de la sociedad. Su interés por explorar ideas y comunicar mensajes profundos refleja su compromiso con el cambio positivo y la transformación cultural.

Idealización del pasado: pasado, memoria, poder y resistencia

En la memoria colectiva de América Latina, el pasado suele aparecer envuelto en un halo dorado. Se le recuerda como un tiempo de certezas, donde los valores parecían claros, las dificultades más llevaderas y la sociedad, más cohesionada. Desde relatos familiares hasta discursos públicos, resuena con insistencia la frase “antes todo era mejor”, como un eco que traza líneas entre generaciones y, muchas veces, justifica la crítica al presente. Sin embargo, esta idealización no es inocente ni neutra: es un velo que oculta desigualdades, opresiones y limitaciones de aquellos tiempos, mientras coloca al presente bajo la sombra de la culpa y la insuficiencia.

Esa nostalgia, a menudo vinculada a discursos conservadores, pretende ignorar los errores históricos y las consecuencias de decisiones pasadas, simplificando la complejidad del tiempo y la historia. Se olvida que los derechos y libertades que hoy disfrutamos —desde la participación política hasta el reconocimiento de la diversidad— son frutos de luchas prolongadas y resistencias frente a estructuras opresivas. La idealización del pasado, entonces, funciona como un mecanismo de defensa y de control: nos hace creer que la vida era más simple y que los problemas actuales son fruto de la frivolidad o debilidad de nuestra generación.

El presente, por el contrario, no puede entenderse únicamente a través del prisma de la nostalgia. Vivimos en una era marcada por profundas transformaciones sociales, económicas y ambientales, muchas de ellas provocadas por el legado del pasado. La historia, más que un relato lineal de progreso o decadencia, se revela como un tejido de momentos críticos, decisiones humanas y resistencias que moldean lo que somos y lo que podemos ser. Este ensayo busca explorar críticamente la idealización del pasado: cómo la nostalgia influye en la percepción del presente, cómo ciertos discursos conservadores buscan perpetuar estructuras de poder y, finalmente, cómo los avances sociales, políticos y culturales de nuestra época constituyen un desafío y una oportunidad frente al legado heredado.

El mito del ayer dorado

La nostalgia por tiempos pasados no es un capricho de la memoria; es un fenómeno cultural que atraviesa generaciones y sociedades. Svetlana Boym (2001) distingue dos formas de nostalgia: la restaurativa, que busca reconstruir un pasado idealizado como modelo para el presente, y la

reflexiva, que reconoce la imposibilidad de revivirlo y permite una contemplación crítica. La restaurativa, la que suele dominar discursos cotidianos y conservadores, proclama que “antes la sociedad era más respetuosa” o que “los jóvenes de hoy no soportan la adversidad”. Es una memoria selectiva, donde los logros individuales y sociales se magnifican mientras las desigualdades estructurales se desvanecen del relato.

En América Latina, este fenómeno adquiere matices particulares. La historia de la región está marcada por profundas desigualdades raciales, económicas y de género. Idealizar un pasado dorado suele implicar ignorar que esos tiempos se sostenían sobre jerarquías rígidas: afrodescendientes, pueblos originarios y mujeres enfrentaban exclusión sistemática, violencia simbólica y opresión estructural. Como señala Bauman (2007), la modernidad líquida genera individuos que buscan refugio en recuerdos idealizados, donde todo parece estable y seguro frente a un presente incierto y mutable. Este anhelo de seguridad a través del pasado construye una narrativa que protege privilegios y minimiza las luchas históricas de los grupos marginados.

La idealización no se limita a lo privado; se articula también en discursos políticos y mediáticos. En varias sociedades latinoamericanas, se promueve la idea de un orden moral y social que habría existido en décadas pasadas, usando como argumento la decadencia actual de valores o comportamientos sociales. Este tipo de narrativa selecciona recuerdos e invisibiliza conflictos, censuras y represión que marcaron esos tiempos. Walter Benjamin (1986) advierte que la historia no debe entenderse como una línea de progreso o decadencia, sino como un tejido de momentos críticos que revelan opresión y resistencia. Idealizar el pasado, entonces, es correr el riesgo de ignorar estas resistencias y las luchas que permitieron avances hoy dados por sentados.

El mito del ayer dorado también se refleja en la percepción de oportunidades: se considera que nuestra generación disfruta de ventajas que los jóvenes del pasado no tuvieron, ya sea en educación, empleo o tecnología. Si bien algunos cambios son reales, esta narrativa olvida que muchas dificultades contemporáneas —desigualdad, precarización laboral, crisis ambiental— son herencias directas de decisiones históricas, no simples fallas individuales o generacionales. Así, poetizar el pasado funciona como un espejo distorsionado que refleja deseos, miedos y arrepentimientos colectivos más que realidades objetivas.

Finalmente, la nostalgia refuerza el conservadurismo social. Al glorificar un pasado selectivo, se buscan justificar normas rígidas de comportamiento y resistir cambios que limitan derechos, inclusión social y diversidad cultural. La nostalgia, en este sentido, no es solo refugio emocional: es un mecanismo de control social y político, capaz de legitimar desigualdades históricas y desacreditar los avances del presente. Comprender el mito del ayer dorado implica desmontar la ilusión de perfección que lo acompaña y reconocer la complejidad de las relaciones de poder, opresión y resistencia que definieron aquellos tiempos.

Herencias del pasado

Al presentar una época supuestamente más justa y ordenada, la memoria idealizada suele pasar por alto las profundas desigualdades que estructuraron las sociedades latinoamericanas. El pasado no fue uniforme ni benigno: estaba marcado por jerarquías rígidas que todavía resuenan en nuestro presente. El capitalismo extractivo, que definió el desarrollo de la región, consolidó privilegios para unos pocos mientras marginaba a millones, y la discriminación racial, de género y de clase se normalizaba como parte de la vida cotidiana.

Capitalismo y desigualdad estructural: antes y ahora

Históricamente, los modelos de desarrollo latinoamericanos priorizaron la acumulación de capital sobre el bienestar social, generando una concentración de riqueza en manos de élites económicas y dejando al margen a amplios sectores de la población. En el siglo XX, los pueblos indígenas y afrodescendientes tenían acceso casi nulo a educación formal, salud y participación política. Esta exclusión sentó las bases de desigualdades estructurales que persisten hasta hoy.

Aunque la pobreza ha disminuido, en 2023 todavía un 25% de la población vivía con ingresos por debajo de la línea de pobreza, y las carencias multidimensionales —educación, salud y servicios básicos— afectaban al 25,4% de la población (Banco Mundial, 2023; CEPAL, 2023). Los logros económicos contemporáneos son insuficientes para borrar por completo las huellas de la injusticia histórica.

Racismo y clasismo: invisibilidad estructural

En el pasado, la discriminación racial y de clase era explícita y, en muchos casos, legalmente sancionada. Hoy, aunque las leyes promueven la igualdad formal, la población indígena y afrodescendiente sigue enfrentando tasas de pobreza mucho más altas: en 2023, la pobreza multidimensional afectaba al 50,6% de la población indígena, frente al 18,5% de la población no indígena. La estructura de exclusión persiste, resultado directo de decisiones históricas que consolidaron privilegios y marginación.

Migración: desplazamientos forzados y búsqueda de dignidad

La migración no es un fenómeno nuevo en América Latina. Desde tiempos pasados, millones se desplazaron por violencia, despojo de tierras o explotación laboral. Hoy, estas condiciones persisten y se combinan con nuevas crisis, como el cambio climático. En 2023, América Latina acogió a 23 millones de personas desplazadas por la fuerza, con situaciones críticas en Colombia, Venezuela, Haití y Centroamérica.

La migración evidencia tanto una continuidad histórica de desigualdades estructurales como nuevas dinámicas: los desplazamientos contemporáneos muestran que la negligencia histórica y la falta de políticas inclusivas generan sufrimiento, limitan derechos y perpetúan exclusión.

Conservadurismo y resistencia al cambio

El pasado idealizado como un tiempo de “estabilidad” ignoraba que esta se construía sobre la exclusión de mujeres, minorías raciales y sectores populares. Hoy, los discursos conservadores que glorifican ese pasado buscan legitimar estructuras jerárquicas y frenar avances en derechos humanos, igualdad de género y diversidad cultural. La nostalgia por un orden supuestamente “justo” funciona, entonces, como herramienta política para sostener desigualdades heredadas.

Libertad de expresión, acceso cultural y democratización de la información

El pasado latinoamericano, idealizado en discursos conservadores, se presenta como un tiempo de orden y estabilidad, pero ese orden descansaba sobre censura, control de la información y privilegio de voces dominantes. Hoy, aunque las desigualdades históricas siguen generando presión sobre nuestra generación —económica, social y cultural— existen fortalezas inéditas: plataformas digitales y medios alternativos han democratizado la expresión y la circulación de ideas.

La población puede criticar, crear y difundir contenidos con un alcance impensable hace pocas décadas. El acceso a culturas diversas ha dejado de ser un privilegio limitado a las élites; la globalización y la digitalización permiten intercambios culturales, fomentando perspectivas plurales. Incluso fenómenos como la piratería digital, aunque éticamente controvertidos, han contribuido a que sectores históricamente marginados accedan a conocimiento y cultura antes vetados.

Así, a pesar de las carencias heredadas, nuestra generación cuenta con herramientas para cuestionar el statu quo, construir identidades diversas y participar con autonomía en procesos culturales y políticos. Estas fortalezas demuestran que el “ayer dorado” no fue necesariamente mejor, y que el presente, aunque complejo, ofrece posibilidades inéditas de acción y transformación.

Relaciones interpersonales, hogar tradicional y roles de género

La idealización del pasado no se limita a la política o la economía; se filtra también en nuestras casas, en la manera en que imaginamos los vínculos y la estructura del hogar. El “hogar tradicional” —una madre, un padre y sus hijos— ha sido exaltado como el centro de la estabilidad social. Pero detrás de esa imagen se esconden jerarquías y desigualdades que la nostalgia se empeña en invisibilizar.

El hogar tradicional y la división sexual del trabajo

En muchas sociedades latinoamericanas, la familia tradicional se convirtió en un escenario donde los roles de género se reproducen sin cuestionamiento. La mujer quedó asociada al cuidado del hogar y de los hijos, mientras el hombre asumía el trabajo remunerado y la autoridad familiar. Esta división no solo limitó las oportunidades de las mujeres, sino que consolidó su posición subordinada en la sociedad.

Según datos de la CEPAL, las mujeres dedican, en promedio, 22 horas semanales más que los hombres a tareas domésticas y cuidado de hijos. Esa sobrecarga de trabajo no remunerado se traduce en barreras significativas para su participación plena en la vida laboral, política y social. La igualdad, entonces, no es solo un desafío legal, sino un esfuerzo diario contra siglos de normalización de la desigualdad.

Roles de género y violencia estructural

Los roles impuestos no solo afectan oportunidades: también sostienen la violencia estructural. La masculinidad hegemónica, que promueve dominancia, agresividad y control, ha sido un factor determinante en la violencia de género. En Colombia, 175 personas LGBTIQ+ fueron asesinadas en 2024, representando casi la mitad de los casos registrados en diez países de Hispanoamérica.

La violencia doméstica y los feminicidios siguen siendo una realidad grave. En Ecuador, la violencia intrafamiliar ha generado desplazamientos forzados de mujeres y niños, quienes buscan refugio lejos de la amenaza constante. Estas cifras no son estadísticas abstractas: son ecos de un pasado que persiste y de estructuras de poder que se reproducen en el presente.

Desafíos contemporáneos y luchas por la equidad

A pesar de los avances, la brecha de género persiste. Según la OIT, la diferencia salarial mensual entre hombres y mujeres en América Latina alcanza un 19,8%. Las mujeres ocupan apenas el 15% de los cargos directivos y son dueñas del 14% de las empresas en la región. Sin embargo, no todo es desolador: el Foro Económico Mundial destaca que América Latina tiene la tercera tasa de paridad de género más alta del mundo, con un 74,3%. Este dato refleja logros concretos, sobre todo en el empoderamiento político femenino, y evidencia que la lucha por la igualdad no es en vano.

El futuro de la memoria: resistencias y reconfiguraciones culturales

La memoria colectiva de América Latina es un río de luchas, de voces que no se rinden ante la opresión, de historias que se niegan a desaparecer. Sin embargo, los relatos dominantes han tratado de silenciar esas voces disidentes, borrando huellas de resistencia y construyendo narrativas hegemónicas que perpetúan desigualdades. Frente a ello, la memoria se convierte en un territorio de batalla, donde cada testimonio, cada práctica cultural, cada gesto de resistencia es una afirmación de dignidad y de justicia.

La memoria como campo de batalla

La memoria no es un registro neutro del pasado; es un escenario donde se enfrentan versiones distintas de la historia. Dictaduras militares, regímenes autoritarios y élites políticas han buscado imponer relatos oficiales que minimizan violaciones a los derechos humanos y borran las luchas populares. Pero las comunidades afectadas resisten, tejiendo memorias alternativas a través de la cultura, el arte y la educación.

En Argentina, el Nunca Más es un ejemplo emblemático: testimonios, archivos, murales y espacios de memoria revelan la magnitud de la represión y exigen responsabilidades al Estado. Esta práctica de resistencia se replica en Chile, Uruguay y Guatemala, donde organizaciones de derechos humanos construyen puentes entre pasado y presente, entre dolor y aprendizaje colectivo.

Resistencias culturales y reconfiguraciones identitarias

La cultura se convierte en arma y refugio. Comunidades indígenas, afrodescendientes y campesinas han usado el arte, la música, la danza y la literatura para reafirmar su existencia, su historia y sus derechos. Cada acto creativo es un grito que desafía la invisibilización, un intento de reconfigurar identidades y relaciones de poder.

En México, las comunidades zapatistas desarrollan una pedagogía propia que reivindica el conocimiento ancestral y cuestiona los modelos impuestos por el Estado. En Brasil, el movimiento negro utiliza la literatura, el teatro y la música para denunciar el racismo estructural y promover una visión afrocentrada de la historia. En Colombia, las comunidades afrodescendientes crean espacios de memoria que visibilizan la resistencia frente al despojo territorial y la violencia paramilitar. Cada ejemplo confirma que recordar es también construir, que la memoria no es estática sino un acto de creación y de transformación social.

Desafíos contemporáneos y perspectivas futuras

Pese a estos esfuerzos, los desafíos son enormes. La impunidad, la criminalización de la protesta social, la concentración mediática y la globalización cultural dificultan la consolidación de memorias inclusivas y transformadoras. Las nuevas generaciones, inmersas en un mundo digitalizado, deben apropiarse de estos relatos históricos y reinventar sus formas de resistencia simbólica.

Aun así, hay razones para la esperanza. Redes sociales y plataformas digitales permiten la circulación de relatos alternativos y la creación de comunidades virtuales de memoria. Movimientos feministas, indígenas, LGBTIQ+ y de derechos humanos han utilizado estas herramientas para visibilizar sus luchas, tejer solidaridad transnacional y generar procesos de memoria que trascienden fronteras.

Hacia una memoria emancipadora

La idealización del pasado, lejos de ser un ejercicio inocente, moldea percepciones y legitima desigualdades. En América Latina, esta narrativa ha glorificado estructuras de poder y minimizado las luchas de mujeres, indígenas, afrodescendientes y migrantes. Pero mirar críticamente la historia revela algo esencial: ningún pasado fue completamente justo, y ningún presente es mera decadencia.

Los problemas que enfrentamos hoy —desigualdad estructural, racismo, clasismo, crisis climática y migraciones masivas— son herencias de decisiones históricas, no fruto de la frivolidad de nuestra generación. Según la CEPAL, el 25,4% de la población latinoamericana sigue viviendo en pobreza multidimensional, lo que evidencia que los desafíos no se resuelven con nostalgia, sino con políticas inclusivas y justicia social.

Aun así, el presente es también terreno de oportunidades. Derechos humanos, participación política de mujeres y minorías, educación universal y conciencia ambiental representan avances que serían impensables en tiempos que algunos idealizan. En México, la matrícula universitaria femenina supera a la masculina en varias regiones, y más de diez países latinoamericanos han avanzado en el reconocimiento legal de derechos de personas LGBTIQ+.

Resistencias culturales, movilización social y luchas por la memoria histórica muestran que el presente no es víctima del pasado, sino un espacio activo donde se pueden reconstruir relaciones de poder más equitativas. Una memoria emancipadora no es un regreso a tiempos pasados ni una celebración acrítica de logros históricos: es mirar la historia con ojos críticos, reconocer errores y desigualdades, valorar avances y asumir responsabilidades.

Solo desde esta perspectiva podemos construir un presente consciente, capaz de transformar estructuras de opresión, garantizar derechos y fomentar la equidad. La idealización del pasado deja de ser una carga y se convierte en un estímulo: aprender de lo que fue, cuestionar lo que es y trabajar por lo que aún puede ser.

En conclusión, el mito del ayer dorado revela más sobre nuestras ansiedades que sobre la realidad histórica. Reconocerlo nos permite desmontar discursos conservadores, valorar avances sociales y enfrentar los desafíos contemporáneos con conciencia, creatividad y justicia.

El pasado no es refugio ni condena: es espejo y advertencia. Solo al mirarlo sin nostalgia podremos construir un futuro que no repita sus sombras.

Bibliografía

Bauman, Z. (2007). Modernidad líquida. Fondo de Cultura Económica.

Benjamin, W. (1986). Tesis sobre la filosofía de la historia. En Discursos interrumpidos I. Taurus.

Boym, S. (2001). The Future of Nostalgia. Basic Books.

Banco Mundial. (2023). Pobreza y equidad en América Latina y el Caribe.

Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL). (2023). Panorama Social de América Latina. Naciones Unidas.

Foro Económico Mundial. (2024). Global Gender Gap Report 2024.

Organización Internacional del Trabajo (OIT). (2023). Informe sobre brechas de género en América Latina y el Caribe.