Improvisación de una muerte
NARRATIVA
Martina Franco
6/18/202411 min read


Improvisación
Del lat. improvisus.
(f.) El arte de crear y ejecutar una
cosa: poema, discurso, o pieza musical
sin preparación previa. Algo que surge
del espontáneo, del puro sentimiento.
Hoy moriré otra vez.
Empecemos por decir que es jueves. Aunque en realidad no sé qué tan cierto es eso, pero considerando que soy una persona capaz de volver de la muerte, resulta un tanto estúpido que intente definir qué es absurdo y qué no lo es. ¿Quién soy yo para categorizar lo absurdo de lo no absurdo? Nadie, nadie en absoluto.
Bueno, recapitulemos, volvamos a centrarnos en el relato: Hoy es jueves. Hoy voy a morir.
Comencé la mañana por regar las plantas, después lloré durante quince minutos frente al espejo porque no había podido encontrar mi camisa violeta. ¿Dónde estaba mi camisa violeta? Aquella que había comprado en la feria de usados de Lavalle un domingo de otoño mientras paseaba con mi amigo Juan. Juan, que se fue a vivir a Madrid hace ya cincuenta y siete días. Juan, que lo vi por última vez esa tarde. Juan, que eligió la camisa para mí. Extraño mucho a Juan y por eso me destroza la idea de pensar que podría haber perdido la única cosa tangible que me quedaba de nuestra unión.
Mi día fue un engranaje: mecánico, insulso, rutinario, monótono. Ir a la oficina para mover papeles de un archivero hacia otro. Todo tan lineal y robótico que no recuerdo haber estado consciente de mis actos, solo simples movimientos involuntarios y un cerebro apagado durante horas. A veces mi cerebro se desconecta por un tiempo y yo dejo de ser Marcela. Todavía no defino si eso es un hecho festejable o no, dado que aún no he llegado a la conclusión de si ser Marcela es algo bueno o algo malo.
En fin, luego de volver a mi casa fui hacia el cuarto para dejar la cartera y el saco, recordándome a mí misma que debía limpiar el baño. Hoy era repasar el baño, ayer fue aspirar la pieza, mañana sería hacer las compras de la semana. Es difícil ser una adulta funcional. La casa siempre está sucia. No importa cuántas veces barra la tierra de la esquina, la suciedad se regenera a mis espaldas al segundo de haber abandonado la habitación. Las telarañas son inmunes al plumero, siempre están ahí, en lo más recóndito del departamento negándose a desaparecer. Dentro de mi cabeza también se entretejen pensamientos imposibles de limpiar.
Treinta minutos, cincuenta y cuatro, una hora y diez. Los segundos resbalaban lentos y pegajosos por mi espalda mientras yo observaba el blanco techo. No podía encontrar las fuerzas necesarias para comandar mi cuerpo y convertirlo en la máquina eficaz que se supone debe ser. Inútil fue el esfuerzo, inútil la actuación, inútil yo. Resulta imposible montar una obra de teatro cuando se es tan pésima actriz. Resulta doloroso obligarse a una misma a no pensar, pero entre el abismo y la ingenuidad una vida durmiendo sobre mentiras resulta más gratificante que una inexistente ¿o no?
Finalmente, me decidí a salir. Pensé que tal vez podía ser divertido jugar a la película durante un rato. Una vez en la avenida, lo primero en la lista de tareas sería decidir el escenario de filmación. Fácil, mi célebre y amada calle Corrientes y un café de leves tintes lúgubres. Tomé el subte hasta la anteúltima estación, caminé durante tres cuadras, corrí dos y terminé por volar hacia la puerta de un pequeño negocio de aires bohemios y perfume a nostalgia.
Cuando crucé la puerta no recorrí el interior del lugar con una mirada soñadora porque este no iba a ser el inicio de una comedia romántica. Mi vida no puede ser comparable más que con un film amateur, esos que solamente son proyectados en el cine del barrio, hechos con escaso presupuesto y que apuntan a narrar una historia cotidiana con un giro de tuerca artístico, pero que al contar con un pésimo guion terminan siendo una pieza totalmente pretenciosa. De seguro alguien del otro lado de la pantalla al verme entrar al café debió haber pensado que esta protagonista es simplemente una triste cuarentona con frustrados sueños de ser alguien.
Elegí una pequeña mesa para dos, al fondo del pasillo para estar un poco aislada, más cómoda. Rápidamente, se acercó a mí un muchacho joven a ofrecerme el menú, avisándome que justo ese jueves la promoción era un jarrito de café acompañado de un pedazo de torta de ricota al bajo precio de cuatrocientos pesos. Pero aunque mi lado de tierra se vio tentado por la posibilidad de pedir una merienda barata, decidí no escatimar en gastos y dejarme guiar por mi paladar.
Al cabo de unos diez minutos el mozo trajo una bandeja redonda cargada con una tetera blanca, una taza, un difusor repleto de té en hebras de la Patagonia, una azucarera, un recipiente con un poco de leche, una pequeña cuchara de alpaca y un plato de bordes dorados con una porción de tarta de manzana. Agradecí con mucha cordialidad y procedí a disfrutar de mi momento dulce. Miré el reloj: eran las cinco de la tarde. Mientras servía el agua en la taza y dejaba estacionar la infusión pensé que, esta historia podía llegar a tener tintes anglosajones dado que a pesar de estar en calle Corrientes, Capital Federal, Buenos Aires, Argentina, estaba tomando té a las cinco de la tarde como una dama inglesa y no mates a las seis y media como un gaucho.
La comida resultó magnífica. Las manzanas estaban dulces, en su punto justo de azúcar y dejaban una pizca de canela en el paladar. Desde niña me considero una amante de las meriendas reconfortantes, los pequeños postres, los inmortales temas de los Beatles y la belleza contenida en las páginas de una novela comprada en cualquier librería de esta zona.
¿Cómo describir el té? Acogedor, familiar, estimulante y radiante. Me daban ganas de dedicarle un soneto de amor de Pablo Neruda. En cada sorbo podía sentir un dejo de aroma a Villa La Angostura y ver una pequeña versión de mí misma recolectando en una canasta de mimbre las moras y los arándanos con el aire fresco de la plantación rural. Estaba ahí, en el sur. El café porteño donde me encontraba hacía tan solo unos instantes se había desarmado para volver a acomodar sus piezas, esta vez, formando el verde pasto neuquino que sostenía mis botas. Sentía el sol en mis mejillas, el aroma del campo en mi piel, el lejano cantar de los tordos en mis oídos. Pero frente a toda esa bella atmósfera de ensueño me encontré con el sentir de la muerte.
Lo curioso de la situación es que en lugar de chocarme con el final del camino me topé con una bifurcación. No se produjo un paso repentino de la luz a la oscuridad sino que me vi envuelta en el gris puente entre ambos mundos. Ambos mundos totalmente ajenos a mí dado que yo no soy una residente de ninguno de ellos. Yo, Marcela, soy una viajera que visitaen contadas ocasiones dichas tierras sin llegar nunca a construir un hogar en ellas.
Inhalar en un tiempo y exhalar en el doble sin nunca dejar que la respiración se corte.
Inhalar: contar un segundo, exhalar: contar uno; dos segundos. Dejar que el aire corra como un río. Inhalar: contar uno; dos segundos, exhalar: contar uno; dos; tres; cuatro segundos. Poner la mente en blanco. Inhalar: contar uno; dos; tres; cuatro segundos, exhalar: contar uno; dos; tres; cuatro; cinco; seis; siete; ocho segundos. Abrir los ojos lentamente y volver a la claridad.
Desperté en la tierra. Pero todavía no había vuelto a Buenos Aires, me hallaba en una pequeña comunidad chaqueña. La humedad del calor de enero me golpeó fuerte la cara y me obligó a volver del cielo de mis pensamientos. Estaba completamente bañada en sudor y polvo. Vestía unos pantalones viejos y una remera amarilla desteñida por el tiempo, escuchaba una ruidosa cumbia paraguaya ser disparada por los parlantes de una radio y me encontraba rodeada de quienes supuse serían mis vecinos. Al parecer, todos se habían decidido a ayudar al dueño del terreno en la zapa. Aunque me sentía todavía confundida por la escena que estaba viviendo, decidí unirme a aquella labor comunitaria de remover la tierra, preparándola así para el cultivo de la próxima temporada. Agarré una pala y me puse a cavar.
Trabajamos hasta que la noche se adueñó de nosotros, ocultando nuestras caras en su infinita sombra y cubriéndonos de estrellas. Por decisión unánime se dio por terminada la jornada y todos los obreros empezamos a dispersarnos. Cada grupo familiar entornó el regreso a su casa. Las charlas sobre los posibles platillos a preparar para la cena de ese día comenzaron a aflorar, así como también las invitaciones entre amigos para compartir el asado del domingo. A pesar del extremo cansancio con el que todos cargábamos, revoloteaba en el aire una mezcla de entusiasmo y alegría que bastaba para empujar los pies hasta la cama con la promesa de retomar la vida de peón a la mañana siguiente.
Pero yo no sabía como llegar a mi casa, ni siquiera sabía si es que yo tenía un techo propio donde dormir. Yo, a diferencia de todas las personas con las que había compartido la tarde, no era parte del barrio.
Decidí que lo mejor que podía hacer era volver al terreno donde había estado zapando hasta hacía unos momentos con la esperanza de ser acogida en aquella casa. Por lo menos hasta que descubriera dónde tomar el tren que me llevara de regreso a la capital.
Caminé lento hasta el parque de la vivienda y me sorprendí al encontrarme con el dueño parado frente a un gran pozo situado en el medio de su parcela. No recordaba que esa tarde hubiésemos hecho un agujero de tal magnitud.
Mientras me acercaba hacia él pude verlo allí, encapuchado, llorando en silencio con la mirada fija en la tierra. Sus ojos vidriosos y cristalinos parecían el vitral de la capilla del pueblo. Me paré a su lado y en ese momento distinguí una lápida, una lápida que tenía mi nombre y un cajón funerario. Cerré los ojos y los volví a abrir estando dentro de aquel cofre, siendo tapada por las lágrimas de aquel hermano de barro.
Inhalar en un tiempo y exhalar en el doble sin nunca dejar que la respiración se corte.
Inhalar: contar un segundo, exhalar: contar uno; dos segundos. Dejar que el aire corra como un río. Inhalar: contar uno; dos segundos, exhalar: contar uno; dos; tres; cuatro segundos. Poner la mente en blanco. Inhalar: contar uno; dos; tres; cuatro segundos, exhalar: contar uno; dos; tres; cuatro; cinco; seis; siete; ocho segundos. Abrir los ojos lentamente y volver a la claridad.
Sentí el aroma a calle Corrientes y el dulzor de la tarta de manzana en mi boca. Tenía el cuerpo rígido y un punzante dolor en la cabeza. Parecía como si esta se estuviera a punto de partir en dos como un cascarón y fueran a salir de ellas miles de pájaros ancestrales. Miré el reloj del café y quedé por completo anonadada al descubrir que la manecilla de los minutos estaba posada sobre el número cinco. No podía ser, no existía posibilidad alguna de que esa experiencia tan peculiar hubiera sucedido en tan solo una diminuta fracción de hora. No sabía qué hacer, ¿quedarme o abandonar el lugar? Apenas si había llegado y ya me estaba yendo. Desde lejos emergió una melodía sincopada.
Resulta que junto a mí había llegado al bar un músico. Terminado de acomodarse hacía tan solo unos segundos sobre el taburete de madera ya su bandoneón rugía con las primeras notas de un Tango. No podía irme, su música ya me había cautivado.
Prisionera de su arte, me quedé escuchándolo hasta el final de su íntimo concierto.
Sus dedos volaban por las teclas del instrumento, su respiración se sincronizaba con el abrir y cerrar de su bandoneón, su cuerpo latía moviéndose como un escualo en los rápidos pasajes. Sus ojos, siempre cerrados. Él vibraba, agitaba el aire con sus semicorcheas cargadas de virtuosismo, sus adornos cromáticos y sus crescendos infernales. En un momento dijo que se había quedado sin repertorio, pero que no quería irse, así que iba a quedarse un rato más zapando. Lo siguiente que escuché esa tarde se desvaneció al segundo que la última nota se fundió con el silencio. Fue una vida corta, pero que quedará para siempre en mi memoria, tal vez no en la de él, pero sí en la mía. Todo aquello que él creó no fue un relato continuo y lineal: Por algunos momentos se quedaba en un ostinato, empeñándose en repetir el mismo motivo musical una y otra vez para pintarnos un cuadro. Luego, retomaba el camino, pero este no era definido, cambiaba bruscamente, saltaba de un aire vivaracho a un lamento nostálgico y volvía a la secuencia de compases repetidos antes de encarar en otra dirección. Al final se decidió por terminar con la misma cadencia con la que había comenzado. Fueron momentos mágicos construidos desde la nada misma que caminaron, retoalimentándose y evolucionando, en función de la comunicación entre sus manos y su alma. Él nunca se calló y yo, aún muerta, nunca dejé de escucharlo.
Al momento de morir siempre es la misma historia: tengo que recordarme a mí misma que todo es una improvisación, que en realidad estoy viva. Son cosas simples las que me ayudan a volver: Controlar la respiración, inhalar en un tiempo y exhalar en el doble. En el mareo, la distorsión en la visión y el incesante zumbido siempre busco el agua. Mojarme la frente, la nuca, las muñecas. Dejar que la lluvia en mis manos recorra los lugares en donde a veces quieren reposar las balas o los cuchillos. Unirme al piso también me protege. Surge de mí una impostergable necesidad de quitarme los zapatos y besar con la planta de mis pies el suelo. Sentir el contacto frío con la gravedad de este mundo para salir de mi mundo. Cuando se produce el choque, puede ser un desmayo de tan solo algunos segundos o una desconexión más compleja que alcance a durar largas horas, es como si experimentara una pizca de muerte. Una fracción del final, un pequeño adelanto de lo inevitable. Tal vez, pienso yo, sea ella que quiere seducirme mostrándome el otro lado de la luz, esperando que yo elija abrazarla en la oscuridad. Pero al contrario de lo esperado, en el momento en que estoy a punto de partir, en el momento en que el mar negro está llegando, ahí es cuando me doy cuenta de que estoy viva. Siento como todo mi cuerpo palpita, giro los ojos y vuelvo. Es un sentimiento renovador, extasiante. Definitivamente, creo que existe una macabra hermosura en la rotura de la psiquis producto del colapso entre el alma y el cuerpo del ser.
La música de aquel bandoneonista anónimo, al igual que nosotros, fue transformándose en cada segundo. Pero siempre preservando un constante. Debajo de cada una de las notas expulsadas por su instrumento permanecía la esencia de nosotros. Ambos entes solitarios, ambos viajeros. Al final de la improvisación ya nada era igual. Nuestras identidades, si es que alguna vez habían sido reales, cambiaron. Yo, con mis múltiples saltos entre líneas infinitas. Él, con un tango nacido desde sus profundos latidos del corazón.
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
Giros busca ser un espacio para todo aquel que tenga algo para decir o mostrar.
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