Isabel y la lluvia
NARRATIVA
Lucrecia Grosso
10/4/20258 min read
Por: Lucrecia Grosso
Lucrecia Grosso (Merlo, Buenos Aires, Argentina, 1999). Es Profesora y Licenciada en Letras por la Universidad de Buenos Aires, así como maestranda en Estudios Feministas en dicha casa de estudios. Actualmente se desempeña como docente del nivel secundario. Sus reseñas y poemas han sido publicados por las revistas Casapaís, Por el camino de Puan y Chizito.


Eran las cuatro de la mañana cuando Isabel dejó su cama. La lluvia azotaba el barrio pero su calle era de las pocas que no estaban inundadas. Sacó el auto y se fijó que esta vez el portón quedara bien cerrado. Durante las diez cuadras que separaban su habitación de su destino fue imposible ver algo del camino. Avanzaba por inercia, de memoria, rogando que nada nuevo se le cruzara. El ruido de la lluvia la ponía nerviosa pero no podía darse el lujo de prender la radio porque en esa noche necesitaba tener todos sus sentidos activados. Los nervios la ayudaron a entrar en calor pero también empañaron el vidrio que, de por sí, no la ayudaba a ver por dónde iba. Isabel no sólo odiaba la lluvia sino que también odiaba manejar, si juntamos ambas obtenemos una experiencia extraordinaria.
Cuando era pequeña su papá se alteraba los días de tormentas, no dejaba que nadie saliera de la casa y se enojaba mucho incluso si se asomaban por la ventana. Ella lo prefería así, dado que le servía de excusa para no ir a la escuela, pero su hermanita no. Clarita siempre decía que cuando fuera grande y viviera sola saldría a caminar bajo la lluvia sin paraguas, ella vivía soñando con sentir la lluvia en su cuerpo. Lo anheló tanto que cuando tenía once años rompió la norma paterna y salió a la calle durante la gran tormenta del 2012. Isabel siempre culpó a su padre y a la fortaleza de su ley porque ese día Clarita perdió la vida cuando un árbol le reventó los pulmones. Desde aquella tarde, quizá desde antes, Isabel detestaba salir con lluvia.
Doblando en la esquina de siempre se encontró con que la calle que ella conocía de memoria se había convertido en un río furioso que le impedía el paso. Retrocedió varias cuadras e intentó entrar por otro lado. Necesitaba llegar lo antes posible. Tras múltiples intentos, logró hacerlo. Antes de bajar miró la hora y descubrió que ya eran las cinco, su madre probablemente se habría vuelto a dormir. Bajó corriendo del auto con el paraguas en la mano pero era inútil, ningún objeto podría protegerla de la lluvia torrencial que se había desatado. Buscó en su bolsillo y descubrió que se había olvidado la llave apoyada en el mueble marrón de la cocina. No quería volver a buscarla así que simplemente se rindió a la tarea de tocar el timbre hasta que le abriera la puerta.
–Isabel, nena, ¿no tenés llave vos?– exclamó su madre mientras abría la puerta de su casa. Isabel le explicó que se la había olvidado y las circunstancias no le permitían volver a buscarla.
–Los días así no puedo evitar acordarme de tu hermana. Tan chiquita que era.
Isabel no pudo responder, el dolor del recuerdo le bloqueaba la respiración. Caminó hasta la cocina y prendió la hornalla. Preparó dos tazas con sus respectivos saquitos de té; digestivo para su madre, de tilo para ella. Se concentró en la pava, en el fuego, hasta que su madre, de un grito, la devolvió a la realidad.
–¿La trajiste? ¿Sí o no?-dijo levantando la voz, en un gesto de hartazgo.
–Sí, la dejé en el auto –dijo y su madre la observó sin decir nada, pero con esa mirada, aquella que conocía de memoria: decepción y furia, mezcladas en equilibrio perfecto. Sin decir nada, agarró el paraguas y fue a buscarla.
Al entregarle la urna a su madre, sintió un vacío. Odiaba tener que compartirla, más aún con la hipócrita de su madre, que se acordaba de su hija sólo porque estaba muerta. El ruido del agua hirviendo interrumpió sus pensamientos. Preparó las tazas de té y cronometró con el reloj de pared los tres minutos que el saquito quedaba en el agua. Mientras los arrojaba al tacho, su madre agarró una bandeja y colocó las tazas en ella junto al cofrecito. Antes de que pudiera decir nada, se llevó las tazas a su habitación. Se detuvo en la puerta y le dijo:
–Preparate una para vos, si querés.
Isabel no supo qué decir. ¿Su madre había enloquecido y le llevaba un té a su hija muerta o había otra persona en la habitación? En ese momento escuchó una risa que reconoció al instante. Corrió hacia el dormitorio y, sin golpear la puerta, entró. Allí estaba. El hombre que no debía estar ahí, que estaba muerto para ella.
– ¿Qué hace este tipo acá?– preguntó Isabel con un hilo de voz casi inaudible.
Su madre lo miraba embelesada, como si fuera un héroe, como si fuera algo más que el hombre que las abandonó.
Isabel quiso salir corriendo, quiso golpearlo, insultarlo, quiso decirle lo horrible que la hizo sentir, que el abandono era imperdonable, que no descansaría hasta verlo hundirse en la más absoluta miseria, pero sobre todo quiso decirle que nunca le perdonaría que la hubiera dejado sola con su madre. Isabel quiso todo eso, pero no pudo. Se quedó en silencio, esperando que ese hombre que la había traicionado en el peor momento de su vida dijera algo, cualquier cosa parecida a una disculpa. Él la miraba, como si fuera cualquier persona, como si no fuera la hija que abandonó hace años, y en ese momento hizo lo peor que podría haber hecho: le sonrió. Una sonrisa poco más que emblanquecida se extendía en la cara de quien supo ser su padre en algún momento. Una sonrisa descarada, que contenía toda la felicidad del mundo, una que estaba vedada para ella.
–Estás flaquita, eh. ¿No hay un abrazo para tu viejo?
Cada palabra cayó en Isabel como un puñal. Se retorció del dolor, pero se quedó allí, tiesa, esperando el próximo golpe.
Desde que su padre se fue y su hermana murió, Isabel sintió la responsabilidad de cuidar a su madre. Ella no tendría más de 45 años pero envejeció terriblemente, se volvió débil y abandonó todo vínculo con el exterior. Se encerró en esa casa, la casita de la infancia de Isabel, y dejó a su hija sin amparo. Isabel se volvió madre, enfermera y sostén de su propia madre, la cuidó, y soportó una y otra vez el maltrato hacia ella. Entendía el dolor de su madre porque se parecía al suyo: un vacío imposible de llenar. A duras penas terminó la escuela secundaria y se sumergió en un laburo que detestaba, pero le servía para mantenerlas. Con el tiempo había logrado sustentar la vida de su madre en esa casita vieja y habían alquilado su casa anterior, que era lo suficientemente grande como para ayudarla a pagar también el alquiler de ese cuartito al que escapaba semanas enteras para aliviar un poco el peso de vivir con su madre. Allí estaba cuando recibió la llamada que la llevó un día de tormenta al encuentro de aquel hombre.
El dolor de Isabel se extendía, desde su estómago hacia todo su cuerpo, avanzaba como pequeñas hormiguitas en su torrente sanguíneo. Siguió allí, mirando a ese que, sin siquiera haber esperado una respuesta de ella, se levantó a abrazarla. Isabel se dejó abrazar pero no movió sus brazos. Le repugnaba su contacto pero no hizo nada para sacárselo de encima. Sus sentidos se anularon y por el movimiento de sus labios supo que su padre estaba diciéndole algo, pero no supo qué, ni se demoró en preguntar. En cuanto descubrió que ellos se encontraban sumergidos en una conversación que no la incluía, dio media vuelta y salió de la casa. Permaneció allí, parada bajo la lluvia, lo que pareció una eternidad. Solo ella y el agua corriendo por su cuerpo. Miró su auto y pensó en irse, ella no necesitaba a su madre, se quedaba por compasión. Pero no lo hizo. Volvió a entrar a la casa, tomó una toalla y se quedó parada frente a la estufa, escuchando la conversación que mantenían sus padres. Nunca dejaba de sorprenderla la facilidad con la que olvidaban, ella nunca fue así, sus recuerdos la perseguían todo el tiempo, a todas horas. No importaba qué estuviera haciendo o con quién estuviera hablando, de la nada las imágenes, los sonidos y los olores de su pasado la invadían. Esa era su tortura personal, la cruz que ella creía que debía cargar por no haber impedido la muerte de su hermana. Quizá por eso se quedaba, quizá por eso soportaba. Estaba pagando su condena en vida.
Su madre salió de la habitación, y el olor a humo con ella. El estómago de Isabel dio un vuelco. Ese olor. Detestaba ese olor. Otra vez los recuerdos. Otra vez el dolor. Ese olor, el humo, la ceniza, la lluvia. Su madre, sin más, se dignó a dirigirle la palabra.
–Tomá la plata y andá a comprarle unos cigarrillos a Gustavo, ya sabés cuáles le gustan, no vayas a traer ninguna otra porquería.
–Son las 6 de la mañana, es domingo y hay una tormenta afuera, si quiere fumar que vaya él a conseguir un kiosco abierto.
–A mí no me hablás así. ¿Vos sabés lo que yo estuve esperando este momento? Vos no vas a ser la culpable de que se vaya otra vez. ¿Entendés lo que tenés que hacer? Vas al kiosco, compras los cigarrillos, los traes y después te vas a la mierda si querés, no me importa. Dejá de llorar y agarrá la plata.
Isabel se subió a su auto con la cara ardiendo, se miró al espejo y notó la marca en su mejilla. Esperó un rato con el rostro apoyado en la ventanilla fría del auto.
No quería, pero lo hizo. Fue y los compró. Hasta con el paquete cerrado, podía sentir el olor. Y sus recuerdos se materializaron: el cigarrillo encendido en la boca de su padre, el ruido de la lluvia, su madre llorando, su hermana en el cajón. Se aferró a ese paquete de cigarrillos con su vida, la que ella sí tenía. Lo hubiera preferido, realmente, lo hubiera preferido mil veces.
Ella no quería, pero lo hizo. Volvió y, sin pensar, entró. Las voces se escuchaban cada vez más fuerte, la lluvia golpeaba el techo y las ventanas, el televisor ahora estaba encendido, el fuego crepitaba dentro de la estufa, la pava silbaba, pero su mente gritaba más fuerte. Clara gritaba. Su madre gritaba. Ella gritaba. Y entre todo ese ruido, lo escuchó. Sin más. Lo escuchó. Ese golpe, ese estallido, esa urna cayendo al piso.
Cerró los ojos y al abrirlos vio el cuchillo en su mano. La sangre en el suelo. Las cenizas esparcidas. Y mientras escuchaba la voz de su madre, ahora a lo lejos, cerró los ojos. Con fuerza. Ya no había nada más que ver. Nada más que oír. Silencio, al fin.
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
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