Laguna

NARRATIVA

11/7/202510 min read

Por: Agustín Teglia

Agustín Teglia actualmente trabaja como tallerista con adolescentes judicializados en CABA y en un Centro de Salud Mental en Barracas llamado Sumay Simi. Estudió la Licenciatura y el Profesorado en Sociología (UBA).

Publicaciones: Caballito de Troya (Editorial Marat, 2020). Libro en donde se teoriza sobre la enseñanza del ajedrez en contextos de vulnerabilidad social. La hoja en blanco (Editorial Santa Maria, 2022). Recopilación de escritos del taller literario que organiza en un Centro de acompañamiento psiquiátrico. Además que se teoriza a cerca de la temática en Salud Mental. Margen (Editorial Filosofía desde el arte, 2024). Cuentos, ficción.

Alex vio un cartel arriba del árbol y en la oscuridad leyó “Posada Puerto Bemberg”. Frenó la camioneta. La pareja suspiró después de mil quinientos kilómetros de viaje. A Elisa se le había endurecido el abdomen. Era una sensación rara, como tironcitos en el ombligo. El cansancio se mezclaba con el dolor. Además que el calor sumaba al marco de sofocación: quería salir del auto porque hacía quince horas que se encontraban en la ruta, pero también no quería salir del auto para no sufrir la falta de aire acondicionado, esperaba agotada el golpe de calor que acechaba en el exterior del coche.

Llegamos, gritó Alex, luego abrió bien grande los ojos y sacó la lengua. Elisa lo miró, necesito descansar, y tocó su panza que se encontraba con ocho meses de embarazo. Dale, le dijo, y él puso primera. Avanzó despacio por el camino de tierra roja, el último tramo era de piedras.

Estacionó la camioneta. Nadie salió a recibirlos. Se escuchaba de fondo el cantar de los grillos mezclado con la armonía selvática de las chicharras nocturnas. Alex bajó mientras ella permaneció en el vehículo. Entró al recibidor y estaba fresco. Tocó el timbre de recepción y esperó. Miró las cabezas de monos, de un zorro gris y de un jabalí que se encontraban colgadas en la sala. A los diez minutos salió Diego, caminaba mirando hacia el costado y reía, parecía que terminaba una conversación. Con modales suaves le preguntó cómo habían llegado y estiró la mano para alcanzarle la llave de la habitación 6. Alex notó que le faltaba el dedo índice. Recordó una conversación que había tenido en la ruta con un vendedor de carnadas. Este le aconsejó que si sentía ganas de nadar en la laguna, que no se quedara quieto, y que moviera continuamente todo el cuerpo, sin descanso, porque las palometas atacaban de improviso, este tipo de pirañas arrancaba el primer miembro que se encontrara quieto y suelto. Alex sintió curiosidad pero no le pareció atinado preguntar por la suerte del desaparecido dedo. Luego miró a Diego que agachaba la cabeza hacia el suelo y con tono amable terminó diciendo que disfrutara de la estadía en la posada “Puerto Bemberg”. De la ventana del fondo de la recepción se vio una luz de flash hacia la camioneta.

Alex se despertó. Miró a Elisa que todavía dormía y el sueño se le mezclaba con la realidad. Ella abrió los ojos por la presión que ejercía la mirada de Alex. Este balbuceó: “tuve un sueño en el que el latido me llamaba, lo perseguí hasta un mundo cálido y suave, yo pude cantar y era feliz”. Ella lo abrazó y se rozaron los dos abdómenes. Un pequeño y electrizante latido ahora golpeaba la panza de Alex, luego un sacudón seco se sintió en el estómago de su mujer. Había mucho movimiento interno en la piel tirante. Ella sonrió y cuando parpadeó una lágrima se asomó por su mejilla.

Cuando él se fue a duchar, ella fue directo al restaurante donde servían el desayuno. Ni bien abrió la puerta el jardinero la saludó con un cordial “buenos días en Puerto Bemberg” y la observó alejarse por la galería de entrada a las habitaciones.

Todo a la vista para servirse: tostadas, jamón y queso, pan integral, café, jugo de naranja, leche, frutas y todo tipo de dulces. Hola soy Roque y estoy para servirle en lo que necesite en su estadía en Puerto Bemberg, ¿usted se encuentra en la habitación 6?, y bajó la vista cuando ella le sonrió mientras cargaba el plato con alimentos. Cuando Alex entró a la sala se dirigió hacia Elisa y le dijo algo seco en el oído. Mientras el barman se retiraba, Alex tuvo la impresión que era el mismo que los había recibido la noche anterior.

Alex cargó su plato con doble ración de fiambres y eligió una mesa en el corredor con vista al río para disfrutar del viento y el cantar de los pájaros. Ella manoteaba al aire, una y otra vez, pero las moscas y una abeja carnívora seguían asechando su plato. En un rincón de la mesa prepararon un pequeño señuelo con restos de fruta, pan y jamón para que los insectos no invadieran la mesa. Finalmente les gusta la miel, dijo Alex y ella rió rozándole sus pies descalzos sobre la entrepierna. Él se estiró aferrándose la cabeza con las dos manos y bostezó. Ella vio que por la ventana trasera de la cocina dos cabezas se asomaban por la ventana.

Por la tarde, la pareja salió de excursión y por la noche se abrazaron en silencio besándose en los jardines de la posada. Ya en la habitación 6, fumaron un cigarrillo de marihuana de los que Elisa había armado a la tarde. Se acariciaron durante largo rato y encendieron el ventilador y el aire acondicionado. Se taparon con las sabanas un buen rato. Dame la mano que se mueve, dijo ella dentro del improvisado iglú del camastro. Desde afuera de la habitación, el reflejo de la luz permitía ver hacia el interior del cuarto, a la carpita que se movía. Al rato cayeron exhaustos hacia los costados: Alex en el sillón y ella en la cama de acompañamiento.

Al día siguiente, el primero en salir de la habitación fue Alex y al lado de la ventana de la habitación 6, un empleado de mantenimiento cambiaba el foco del pasillo. Buenos días en Puerto Bemberg, se le anticipó cordialmente el joven de mameluco. Alex tuvo la impresión que era Diego, pero no, aunque tenía rasgos faciales similares, este tenía los cinco dedos de la mano. Fue directo hacia el desayunador tomándose la frente, sonriendo y meneando la cabeza, la risa desapareció cuando vio al costado una libélula atrapada en una gigantesca tela de araña, se le erizó la piel cuando vio al animal del tamaño de su mano acercarse a la presa.

Cuando ella salió de la habitación 6, se topó con el empleado que ahora charlaba con uno de los jardineros. Hubo un saludo al unísono. El jardinero observó la panza tirante y tragó saliva. Al alejarse por el pasillo el empleado observó las piernas suaves y doradas de la señorita, su vista la fijó hacia la pollera corta a la altura de las nalgas que se insinuaban carnosas y firmes.

Alex miraba fijo la enredadera y escuchaba un latido acercarse, pero luego el sonido de una chicharra mañanera captó la atención de su lapsus mental. Quiso recordar lo que le había parecido un momento importante pero no insistió. Miró hacia el costado y era ella. Se abrazaron y besaron frotándose las lenguas que lubricaban los dientes. Luego ingirieron alimentos: cuatro veces más que lo que digerían en su casa. Alex comió ocho sándwiches superponiendo salamín, jamón crudo y cantimpalo, ella tomó tres vasos de jugo de naranja para luego comer ensalada de fruta seguido de cuatro raciones de yogur con cereales.

A la tarde, Alex se encontraba en la reposera de la piscina. Con la vista al frente, una laguna refrescaba su mente. Fumó dos pitadas del cigarrillo armado. Lo suficiente para sumar tranquilidad y desenchufar de la rutina de la oficina, pensaba. Sintió paz. Se contentó que estuvieran solos. Se despertó exaltado: ¡se le mueren los perritos!, dijo y Elisa enmudeció. Al mediodía había recibido un mensaje en su celular donde se enteraba que a su hermana se le había fallecido otra de las crías de la adorada chihuahua. Le quedaban dos de cinco. ¿Qué te pasa?, dijo Alex mientras Elisa lloraba y su panza comenzó a latir como un motor de triple corazón. Él la abrazo y le beso el ombligo. Estuvieron largo rato en silencio mientras él le acariciaba el largo y sedoso pelo.

Cuando levantó la vista a cien metros parecía que el cuidador de coches los estaba observando. Alex se mordió la lengua y fijó la vista en el empleado. A lo lejos parecía que era Diego, en esa posada eran todos eran tan parecidos que no los podía distinguir, inclusive la gente del pueblo a la cual habían fotografiado desde el auto eran parecidos a Diego. Sintió ganas de arrancarle cada uno de los dedos de la mano.

Alex se apartó y se tiró intempestivamente a la pileta. Ella se secó las lágrimas y descendió con cuidado por las escaleras de la piscina. Ahora, Alex jugaba chapoteando y lanzándose desde el borde. Perdió noción del tiempo y se divertía solo, aguantando la respiración debajo del agua. Cuando subió a la superficie una babosa se le había apoyado en el brazo. Fue corriendo hacia el bolso que yacía al costado de la limonada. Estaba lleno de mariposas. Fotografió al animalejo en su piel y luego de un golpe se desprendió de la sanguijuela. Al caer al suelo pisó fuerte con el talón descalzo a la amenazante babosa. Luego fotografió a cada una de las mariposas y de lejos vio a dos empleados charlando, pasándose un mate. Les sacó una foto. Era interesante registrar a los lugareños, les mostraría la imagen a sus compañeros de universidad. Ella permanecía sola en la esquina de la pileta, meditabunda.

Al rato Alex fue al baño. Cuando volvió se enfureció al ver a Diego charlando con su novia. Le gritó al empleado que volviera a la recepción de donde nunca debía de haber salido. Tomó a Elisa del brazo y la llevó a la habitación y la empujó hacia adentro. El corazón le latía rápido e incluso escuchaba otro latido a lo lejos. La laguna comenzaba a correr por su mandíbula para descender como una catarata por su tráquea. Miró la puerta y faltaba el número 6, luego vio en la madera una marca roja. Sangre de lagarto, gritó en voz alta, nos vamos, pero falta una noche, no importa me cansaron, pero no quiero que manejes nervioso y tan rápido como vinimos. Alex se alejó por el sendero de piedras.

Acercó la camioneta y cargó los bolsos negando la ayuda de los maleteros. Los empleados miraban al suelo de tierra con la cara ausente. Diego salió de la recepción y dijo que consideraran quedarse esa noche en Puerto Bemberg en la suite que utilizaba la mismísima familia Bemberg cuando venían de visitas desde Alemania, que tuvieran cuidado porque no era conveniente salir de noche, había animales salvajes y si se le sumaba que había habido tormenta y con el río crecido el camino era peligroso e intransitable.

Alex tenía la mente en blanco mientras veía la selva negra. La laguna ahora estaba calma. Pensaba en el viaje de vuelta, en los caminos rojos, en la tierra violeta, ahora añoraba la oficina, el after houer y la tranquilidad del barrio de Belgrano.

De pronto la camioneta se trabó en la huella arenosa y un cronómetro psíquico comenzó su marcha. Vio el agua a los costados de la ruta y la laguna se apoderó de su mente. Comenzaban las olas producto de la fuerza que ejercía la luna llena sobre el agua. El latido de nuevo, ahora era una máquina de tres corazones, un tempo exacto, un ritmo sin melodía, vibraciones apresuradas. La camioneta zafó del barro y hubo una persecución de kilómetros. Alex sentía una segunda camioneta detrás y Elisa suplicó que bajara la velocidad. La camioneta se volvió a estancar en el fango. Los Yacarés merodeaban en la zanja. Las luces iluminaban los ojos rojos. Se apagó el motor. Lo volvió a encender y aceleró en primera, luego reversa, pero no hubo respuesta.

Alex respiraba fuerte y apagó las luces para no gastar la batería. Dijo que debían descansar hasta que amaneciera. Que a la mañana lo intentarían otra vez trabando, entre el fango y las ruedas, una tabla que guardaba en el baúl. Saldrían sin problemas, o llamarían al seguro o en el peor de los casos algún vecino amable los remolcarían con una cuerda. No hay señal, gritó ella, y él la abrazó presionando su busto. Acomodaron los asientos hacia atrás y ella le gritó que no quería dormir. Al rato, mirando cada uno hacia su ventanilla cerraron los ojos escuchando pisadas de animales que rodeaban el coche.

A las cinco horas golpearon la ventanilla del acompañante. Elisa abrió los ojos y era de día. ¡Diego!, gritó Ella y sonrió. Alex entrecerró los ojos y apretó los dientes. En el fondo un tumulto empleados observaba a lo lejos. Uno filmaba y otro señalaba haciendo comentarios por lo bajo. Los otros miraban al suelo aferrando sus sombreros con las dos manos, ¿qué esperan?, Alex ahora escuchó un latido que emergía de la laguna, se sentía más fuerte. Comenzó a tocar la bocina una y otra vez. ¿Por qué no nos empujan?, bajó la ventanilla y gritó al grupo que tenía las miradas hacia Elisa que ahora gemía de dolor. Alex abrió la puerta y la cerró rápido cuando tuvo la impresión que un yacaré se escondía debajo del auto. El grupo rodeó la camioneta a paso lento. Todos tenían los rasgos de Diegos, bajitos y de piel oscura, afeitados y con raya al costado. Para empujar el auto, de a uno se fueron sacando los dedos índices postizos, a todos les faltaba una falange. Alex cerró los ojos y apretó el acelerador. El auto salió disparado y por el espejo retrovisor vio como tres del grupo seguían empujando el auto. Uno filmaba. Ahora algunos sacaban fotos desde el costado.

Amanecía y ya comenzaba a verse el camino de tierra roja en la claridad del alba. El paisaje era tupido y ya se sentía el calor del sol. La laguna se evaporaba al compás del latido que desaparecía mientras acortaban la distancia de la ciudad. Manejó en silencio durante horas con la vista al frente. La laguna de los costados del camino se trasladó hacia la ruta, una ilusión óptica producto del reflejo del sol condensando en el cemento. Al cruzar el puente de Zárate Brazo Largo vio toda el agua fluyendo hacia los costados y se volteó al costado para preguntarle a Elisa cómo se sentía, quiso decir algo pero no se acordó de la palabra.