Los cartógrafos
NARRATIVA
Hernán D'Ambrosio
11/14/20238 min read
Por: Hernán D'Ambrosio
Hernán D’Ambrosio nació en General Rodríguez en 1985 y actualmente reside en Mar del Plata. Es Profesor de Letras. Coordina grupos de lectura y escritura desde el 2012. Sus cuentos circulan por la web en distintas revistas. En 2023, obtuvo una mención especial en la XVII edición del Premio “Manuel Mujica Láinez” con el cuento "La obra póstuma de Ana Pradeiro".


we ride tonight ghost horses
Radiohead
1
Marcaba un compás frenético con los pies suspendidos en el travesaño de la banqueta y jugaba con la aureola que había dejado su último vaso sobre la barra, una cerveza roja.
Adamski lo observaba desde una mesa.
Eran ellos dos y el barman, no había nadie más en el lugar.
El bar alguna vez pretendió ser un cabaret o un teatro independiente, pero nunca logró ser más que un antro. Sobrevivía solo porque era el único lugar habitable en kilómetros a la redonda, estaba en el medio de un desierto de tierra roja.
Sonaba en loop “Flying”, de los Beatles, en una rocola que tenía las luces quemadas.
—¿Siempre son así las noches? —preguntó.
—Lo que pasa es que cada vez oscurece más temprano —respondió el barman mientras secaba un vaso con un trapo gris.
Una pequeña luna irradiaba un poco de luz a través de las ventanas.
Con el correr de los tragos, soltó un poco la lengua con el barman. Sus temas de conversación rondaban lo que quería decir, pero no decía nada; eso lo desganaba sobre la barra después de cada frase, hasta que quedó totalmente derramado sobre ella.
Adamski se acercó. Vio que el tipo estaba manchado con tinta negra. Tenía las manos y la ropa salpicadas con tinta seca. Algunos manchones corridos en la cara, como si hubiera estado llorando.
—Invito el próximo trago —dijo Adamski mientras se sentaba a su lado.
—¿A qué se debe el honor?
—Llamémosle mejor compasión.
—Vamos a tomar una botella de ajenjo —le dijo al barman sin recoger las palabras que le dejó Adamski sobre la barra, y se volvió hacia él para murmurarle confidencialmente—. Sale un poco más caro que el resto de las bebidas, pero golpea más duro.
El barman les trajo una botella sin etiqueta.
—Me llamo Lisus —dijo mientras extendía el brazo por la barra para darle un apretón de manos.
—Ya lo sé —dijo Adamski sin responder al saludo.
Lisus miró la luna como si recién se percatara de ella.
—Yo creé un mundo, ¿eso también lo sabe?
—Sí, pero me encantaría escuchar su versión de los hechos.
—Era un lugar hermoso: tenía ríos, cascadas, montañas, valles y bosques. Tenía una luna plateada inmensa, no como esa porquería que empalidece esta noche. Había pájaros que entonaban melodías gloriosas y vientos que agitaban las hojas de los árboles. Creé seres inteligentes, les di voluntad para que poblaran mi mundo y lo embellecieran. Sin embargo, con el correr del tiempo, me aburrí de que todo fuera tan perfecto. Me aburrí del rumor de las olas y de las buenas comidas. Entonces, inventé el mal: lo puse por acá y por allá, y fue germinando. Y creé a un ser capaz de detener al mal, un elegido que podía devolverle al mundo la paz y la armonía después de que me hubiera divertido con las traiciones y las guerras. Pero cometí el error de decirle que era el elegido. Él supuso que nada malo podía pasarle y arruinó su vida despilfarrando su suerte. En lugar de prepararse para combatir el mal, incurrió en todos los excesos que mi mundo corrupto le ofreció. Cuando le tocó cumplir con su misión, apenas se mantenía en pie cinco minutos y no podía decir más de diez palabras seguidas.
Lisus tomó un vaso entero de ajenjo. Lo aguantó antes de tragarlo, cerró los ojos mientras el alcohol quemaba el interior de su boca.
Adamski rellenó el vaso.
—Siempre medio lleno —dijo Lisus con una mueca torcida que representaba a una sonrisa.
—Siempre que se pueda —replicó Adamski—. Continúe con su historia.
—¡Mi historia se terminó cuando ese imbécil eligió ser una lacra en vez de un héroe! Llevaba vendidos millones de ejemplares de los primeros tomos y me arruinó el final. No podía escribirlo de esa manera. Fui a buscarlo personalmente. Eran las cuatro de la tarde y seguía tirado en la cama. Tenía una resaca que le desfiguraba la cara. Saqué del bolsillo de mi camisa la pluma con la que lo vi nacer y crecer para convertirse en esa porquería ―Lisus se enderezó para escupir un gargajo hacia un costado y volvió a acostarse sobre la barra mirando a Adamski—. Trató de cubrirse con un brazo… se lo apuñalé también. Perdí la cuenta de las veces que le clavé la pluma, lo seguí haciendo aun cuando dejó de respirar. Lo tiré en el tacho de basura y me fui de casa.
Lisus tomó un largo trago de ajenjo.
—¿Qué opina?
—Creo que tiene una forma extravagante de ver las cosas, Lisus.
—¿Qué hace usted aquí?
Adamski tomó lo que quedaba de su ajenjo y rellenó los dos vasos cansinamente. La botella quedó vacía.
—Yo también creé un mundo. No era un lugar feliz como el suyo, Lisus; mi mundo era atroz. No había animales ni plantas, la tierra estaba reseca y el calor era agobiante. Las personas eran ruines y miserables, destruían todo. Entonces, se me ocurrió crear a alguien que hiciera lo que yo no podía: una historia que le enseñara el amor a los seres de mi mundo.
Mientras Lisus tomaba el último trago, Adamski sacó un lápiz de su pantalón. Era amarillo y tenía una goma rosa. Encajaba en la mano de Adamski como un puñal.
—El problema fue que se aburrió del mundo que había creado e inventó el mal para entretenerse.
Lisus pareció entender porque hizo una mueca de decepción. Cerró los ojos como si estuviera cansado de todo: de tanto pensar, de tanto escribir. Adamski lo borró hasta que no fue nada más que migas de goma.
El barman le acercó una escoba y una pala. Adamski juntó los restos y los tiró en un tacho que estaba en la cocina. Se sentó otra vez y bebió lentamente lo que quedaba de su vaso de ajenjo.
2
Entré al bar unas horas después.
Adamski tomaba vino tinto en la barra. El barman acomodaba unas copas en los estantes. Calculé que lavaba por placer u obsesión porque había muchas más copas lavadas que concurrencia.
Todavía sonaba “Flying”.
Me acerqué a la barra y me quedé justo detrás de Adamski.
Supuse que me estaba esperando. No me interesaba que me explicara por qué había fracasado como personaje de mi obra. No tenía ganas de hablar con él. Después de tanto tiempo, finalmente dejaría de pensar en Adamski.
Saqué la lapicera de mi mochila y le taché la espalda.
Admanski se dio vuelta, sorprendido.
—Yo creía que… —empezó a decir, pero no pudo continuar hablando porque se desplomó.
Terminé de tacharlo en el piso, hasta que no se vio ni una letra de su cuerpo bajo los rayones de mi lapicera.
—Yo no voy a limpiar eso —dijo el barman.
Toqué a Adamski para comprobar que la tinta estaba seca, que ya no manchaba. Le pedí al barman que me cuidara la mochila y él la dejó sobre la barra. Levanté el cuerpo tachado y lo cargué sobre mi hombro derecho.
Caminé unos cien metros en el desierto de tierra roja; aún se podía ver la parte trasera del bar desde donde yo estaba.
Cavé con mis manos hasta que hice un pozo lo bastante profundo como para enterrar a Adamski. Dejé su lápiz afuera, en un costado, y tiré el cuerpo.
Estaba agachado, arrojando tierra sobre Adamski, cuando una sombra me cubrió. Parecía extenderse hasta el más allá.
Giré el rostro para ver. Desde mi posición, parecía un gigante. Escribía algo en su teléfono mientras sacaba distraídamente una lapicera del bolsillo interno de su campera de cuero. Era dorada, parecía cara. Pensé en mi lapicera de kiosco con el capuchón mordido y me sentí miserable.
Estaba listo para eliminarme, pero era de los habladores:
—Me has fallado… ―empezó a decir.
Yo aproveché que no esperaba nada más que escucharse a sí mismo para agarrar un puñado de polvo y tirárselo a los ojos. Se llevó las dos manos a la cara para tratar de sacárselo porque ese polvillo rojo ardía como si te hubieras frotado un jalapeño.
Me di vuelta y tomé impulsó para lanzarme contra él. Pretendía taclearlo. Mi movimiento fue tan predecible que me esquivó con facilidad. Caí de cara contra el suelo. Giré en el momento justo, antes de que me clavara la lapicera en la espalda.
Con un veloz movimiento, él se lanzó sobre mí para seguir atacándome. Contuve su golpe agarrándole el brazo con mis dos manos y tiré de él para que perdiera el equilibrio. Cuando logré acercarlo, le di un cabezazo en el medio de la frente. No calculé la fuerza y quedé mareado; pude levantarme, pero perdí la noción de tiempo y espacio durante unos segundos fatales.
Mi plan no funcionó, el golpe con el que pretendía derribarlo no le hizo nada; apenas logré que soltara la lapicera. Se reincorporó más rápido que yo y me empujó. Caí al lado del pozo, aún aturdido por mi propio cabezazo.
Sin desaprovechar su ventaja, levantó la lapicera del suelo y se abalanzó contra mí. Ya resignado, miré hacia el bar con la vana esperanza de que alguien apareciera para ayudarme, pero encontré algo mejor: sobre mi hombro estaba el lápiz de Adamski.
Solo tendría una chance, debía elegir el momento justo porque, de lo contrario, gracias a su posición ventajosa, me eliminaría con facilidad.
Él se tiró contra mí poniendo todas sus fuerzas en la lapicera que pretendía clavarme en el pecho. Flexioné las rodillas contra mi estómago para amortiguarlo y hacer que se alejara un poco de mí, justo lo suficiente para que no pudiera lastimarme. Aproveché su desconcierto por mi reacción y le atravesé la garganta con la goma del lápiz, ese que tantas veces escribí que Adamski se olvidaba en la mesa de un bar o que afilaba en el último momento, solo cuando el trazo se hacía ilegible de tan grueso y gris.
Cayó sin vida junto a mí. Lo borré hasta que los restos volvieron literalmente al polvo.
Tiré el lápiz al pozo, sobre el cuerpo semienterrado de Adamski.
Miré un momento a mi personaje. No dije nada, ya había gastado todas las palabras.
Tapé el pozo y regresé al bar. Me senté en la barra, justo donde había quedado mi mochila. Pedí una cerveza negra.
Agarré mi cuaderno y lo abrí. Estaba en blanco, mi novela había desaparecido.
El barman me sirvió la cerveza.
Me levanté para ir al baño y, de pasada, cambié la canción de la rocola por “When the music’s over”.
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
Giros busca ser un espacio para todo aquel que tenga algo para decir o mostrar.
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