Los marines
NARRATIVA
Emmanuel Montes Álvarez
7/24/20247 min read
Por: Emmanuel Montes Álvarez
1996, La Habana. Licenciado en Español-Literatura por la UCPEJV. Autor de la novela Los días que pienso en ti (Avant, 2023). Ha publicado textos en plataformas nacionales e internacionales, como Hypermedia Magazine, la revista Casapaís, Letralia. Ganador de la beca de escritura creativa auspiciada por el programa Transcultura de la Unesco y Aurelia Ediciones Un libro es un show. Todavía vive en La Habana a pesar del éxodo masivo de cubanos, desde donde lleva su blog los hijos bastardos de la melancolía. Escribe mucho para contrarrestar la depresión, la ansiedad y la onicofagia; publica poco. Su primera novela solo ha vendido seis ejemplares.
Al regresar del trabajo ve a su amigo sentado en el contén. Como lo conoce desde hace años, sabe que oculta algo en su pantaloneta. Se le acerca, mochila al hombro, lo saluda. El amigo, José Joaquín, no se mueve. Tiene las piernas recogidas, como que guarda algo. Aldo, que sabe de qué se trata, se quita la mochila y se le sienta al lado. No les importa que a pocos metros de ellos, una charca de aguas albañales les impida desarrollar la conversación.
—Dame, que sé que la tienes clavada —le dice Aldo. José Joaquín, con los años arrastrándole las arrugas hacia abajo, no se inmuta. Como tampoco se digna en arreglarse los pelos de las cejas que casi parecen lianas para que se columpien los piojos.
—No tengo nada.
—Que sí, te conozco. A ver —intenta usar un poco la fuerza, un par de movimientos astutos y por fin obtiene el resultado: una caneca de ron que su amigo no quería compartir con él—. No me querías dar, cabrón.
—Sí te iba a dar, no chives.
José Joaquín es su único amigo, los demás han muerto de cirrosis, de hambre, o se han ido del país. Aldo lo sabe, lo mira, sonríe y se da un buche. Su nombre, por trazos caprichosos del destino que quisieron que su padre reincidiera en los encuentros con su madre, sorda por más señas, a pesar del rechazo de ella hacia el hombre y por su tozudez también al querer mantener viva la memoria del abuelito, pobrecito, en el segundo nombre del niño, terminó siendo un aborto a los oídos, una oda a la cacofonía como nunca antes se había escuchado, un trabalenguas. La gente se quedaba atónita al oírlo decir, con cara de no tener culpa alguna por ello, por supuesto, que su nombre era Aldo Leonardo Nardo Pardo. Para colmo de burlas tuvo que soportar en su adolescencia los chistes de sus compañeros que le decían Leo Nardo, o Leo Pardo o simplemente «Tiene el leopardo un abrigo en su monte seco y pardo». Jugaban con la facilidad de rimas que le habían endilgado sus padres y no siempre de la manera más feliz.
Sin siquiera llegar antes a casa, se empiezan a bajar la caneca de ron. Total, piensa, no hay nada más que hacer. Llegará, escuchará los gritos de Marisela, su mujer, porque no hay agua, tendrá que subir al techo, discutir con el hijo mongólico del vecino porque otra vez le están robando el agua del tanque, toda una tragedia que ya conoce, que ya ha vivido en repetidas veces, y por ello lo mejor es recordar los buenos momentos, desconectar, enajenarse, o hablar mierda, como también dicen.
—Estaba viendo ayer en el teléfono un video sobre los marines americanos y esos tipos están escapados, tú. Superman era un marine de esos, segurito. Se pasan la vida abajo del agua, comen poco, no se bañan casi, resisten todo tipo de palazos, así como nosotros, viste. Quiero pensar que yo soy un marine también, total... aguanto palos cantidad —José Joaquín se empina de la botella—. Tú también eres un marine, Nardito, coño.
—Dale suave, que te embalas muy rápido.
—No chives, coño. Tú eres mi hermano, tú lo sabes. Te quiero con la vida, tú. Hemos pasado las de Caín juntos y aquí estamos, en el mismo contén resistiendo como los marines. ¿Te acuerdas cuando nos quisimos ir del país y nos cogieron en la costa? Pffff... Ni para eso soy bueno. Desde entonces no se me quitan las ganas de irme echando de aquí.
—Pero tienes un hijo en Canadá que te salva de vez en cuando.
—Por lo menos... —dice y bebe otro buche.
—Tienes que enfocarte en eso.
— ¿En la caneca?
—No, en tu hijo.
—Pensé que me decías en la fuma y la beba, que con eso no se juega.
—También, pero más en tu hijo, compadre.
—Dame un abrazo, coño. Tú eres mi hermano. Te quiero con la vida, tú lo sabes. Por eso, hay que irse de este país para vivir bien, coño.
José Joaquín hasta los veintisiete años había sido abstemio. Jamás había bebido alcohol, jamás se había emborrachado y mucho menos meado encima. Para desgracia suya, coincidió que su mujer le pegara los tarros con otra mujer, que su hijo se fuera para Canadá y que tuvieran que hacerle un trasplante de riñón para que su única solución fuera el alcohol. Muchos le achacaban sus borracheras al despecho y a la lejanía del hijo, pero, en el fondo, Aldo sabía que José Joaquín se había hecho un borracho porque el riñón que le habían puesto y que funcionaba a medio palo había sido de un mulato alcohólico. Por eso había caído en las redes de la bebida: por un riñón heredado con malas costumbres.
José Joaquín se le abalanza para abrazarlo. Solloza un poco, siempre que bebe se pone así. Y poco a poco, comienza a agradecerle a Leo Nardo la cantidad de vicisitudes que han pasado juntos. Aldo, a su vez, le es recíproco a las palabras del amigo.
—Uña y carne, coño, uña y carne —se sopla los mocos y le quita la botella a Aldo—. Pero no te aproveches de la amistad para darte tus cañangazos, cabrón. ¿Tú no tienes alguito ahí para hacer una ponina y comprar otra canequita?
—Nananina. La última la compré yo, ¿o ya se te olvidó?
—No, no, incapaz yo...
De repente, quitan la luz en todo el vecindario. Desde sus puestos en el contén, con los culos aburridos, no solo escuchan los resoplidos y las protestas de los demás vecinos sino también, para susto de ambos, ven flotar por el cielo un platillo que se detiene delante de ellos y de su interior emana una luz blanquísima, cegadora. Todo está misteriosamente solitario: nada más que están ellos y el platillo con un sonidito de sintetizador electrónico. Se apea un ser de brazos larguísimos, cabeza de melón parado y se detiene delante de ellos. Parece que levita, no que camina.
—Coño, un marciano —dice José Joaquín—. Estos vienen a succionarnos, que yo lo he visto en Facebook. Buenas noches, ¿amigo o enemigo?
—Que no, que seguro quiere conocernos, no seas güanajo —y se gira hacia el extraterrestre cuya luz a sus espaldas los hace entrecerrar los ojos y casi no poder verlo bien—. Buenas noches, oficial, bienvenido. Esperamos que venga en son de paz. Disculpe que haya venido un día de apagón, para la próxima intentaremos solucionarlo.
— ¿Y por qué tú le dices oficial?
—Yo qué sé, por costumbre.
—Voy a mí a que este nos quiere llevar para su país. ¿Usted no será marine por alguna casualidad? Mira, es más —y habla con el recién llegado—, lléveme a mí que siempre he querido irme de este país. Aquí no se puede vivir, porque cuando no es Juana, es la hermana. ¡Lléveme, por favor!
—No, José Joaquín, no seas bobo.
—No seas bobo tú, que yo me quiero ir como sea.
—¡Lléveme a mí, oficial, que este por lo menos tiene un hijo en Canadá que le manda algo de vez en cuando, yo ni eso! ¡Ni teléfono tengo! Ahora cuando llegue a la casa mi mujer me va a formar tremendo lío por llegar borracho, por lo que más usted quiera, deje al borracho apestoso este aquí y lléveme a mí.
—Oye —José Joaquín lo empuja por el hombro—. No digas eso.
—Succióneme, succióneme.
—No le haga caso, marciano. Este tiene mujer y come caliente, yo no.
—A este le ha dado ahora por ser un marine. Está loco, no le haga caso.
—Mire, para que vea, yo ni he comido. Aquí no se puede vivir, allá en su país seguro se vive mejor, lléveme a mí.
Se intenta poner de pie y Aldo lo agarra por la pantaloneta. Tropiezan y los dos caen enroscados en una suerte de bronca patética donde se entremezclan insultos de tacaño, maleducado y borracho meado. De repente, de un momento a otro, la luz rutilante desaparece de sus vistas, el platillo volador también, y con la molestia inyectada en sus ojos no solo por haber derramado el fondo de la caneca al intentar pararse sino también por haber perdido un viaje a saber a qué país más próspero, Aldo se encamina hacia su casa con la ropa sucia de aguas albañales. Lo espera su mujer, en la puerta, en bata de casa, lo ve llegar tambaléandose y antes de formarle la consabida bronca de siempre, lo oye decir:
—Ni me digas nada, que tú no eres capaz de imaginarte lo que me acaba de pasar. Pregúntale a José Joaquín mañana para que veas. Marisela, ¿tú no te fijaste en la luz esa que se vio en la esquina hasta ahora mismo? ¿O la vi yo solo, eh? Bueno, pues te cuento una cosa, vaya, fíjate, ¿qué tú me dirías si te cuento que saludé a un marciano?
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
Giros busca ser un espacio para todo aquel que tenga algo para decir o mostrar.
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