Martincito

NARRATIVA

4/26/20248 min read

Por: Pablo Tartaglia

Pablo Tartaglia nació en Buenos Aires en 1970. Desde su adolescencia se interesó por diversas expresiones artísticas: música, narrativa, dibujo. Estudió Bellas Artes en la Prilidiano Pueyrredón y música en la escuela del SAdeM, además de hacerlo de forma particular. La lectura fue desde siempre el motor para componer canciones para Pájaro Inflamable, trío de rock con el cual publicó 5 discos entre 1999 y 2018. Editó en 1999 de manera autogestiva “Fornicar”, un libro que contiene poesías y letras de canciones. En 2020 publicó su primera novela, “Días de silencio”, por Editorial Malisia. Inició su carrera solista editando dos EPs: “Ruido y existencia” (2022) y "Crono" (2023). Actualmente se encuentra trabajando en su primer libro de cuentos.

No eran las ocho todavía. El flete había hecho bastante rápido, yendo por General Paz. Llegué temprano. Estaba con todas las cosas en la vereda, muerto de frío, así que toqué timbre. De adentro contestó una señora. Zanola me había pedido que le hiciese yo el trabajo, unos techos a la miseria, me dijo, sólo eso.

Vi acercarse una silueta por el pasillo. El portón de la casa era de esos de hierro, con vidrios trabajados, translúcidos. La señora se agachó para poner la llave y me dijo algo. Al parecer, pretendía que empujase la puerta, o eso le entendí. Forcejeó y me abrió. Cargué mi bolso y al entrar pateé una maceta en el pasillo. La señora se agachó y la hizo a un lado. Fue hacia la vereda y se quedó a mirar cómo fui entrando el resto de las cosas; las latas de pintura, los cartones, la escalera.

Me saludó y me di cuenta de que la viejita nunca había soltado el mate que llevaba en la mano. Me convidó diciendo que hacía mucho frío. No quise, no sé por qué, pero no le acepté.

Los techos estaban mal, muy mal. Eran un desastre, y cuando noté todo el preparado que iban a necesitar antes de la mano de pintura me di cuenta de que me había quedado corto con el presupuesto. Me prometí nunca más confiar en lo que dijera Zanola. Pedí por el baño, y fui a cambiarme.

La viejita, Doña Aurelia, iba y venía con el mate y me volvió a convidar. Yo le agradecí por segunda vez subido a la escalera; removía con la espátula unos pedazos enormes de pintura descascarada. Le dije que no se preocupara, que yo más tarde podía tomar algo, cualquier cosa. Le pedí también que se quedara en algún otro ambiente de la casa, que se iba a llenar de polvo. A los diez minutos la tenía otra vez ofreciéndome un mate.

Tardé un buen rato en dejar el primer techo en condiciones. Lijé una enormidad y después enduí todo, bien parejo. Hice una pausa para salir al patio un momento. Me dolían un poco los brazos, quería fumarme un cigarrillo.

Me arrimé al lado de un piletón bajo la escalera. La viejita estaba sentada en un banquito alto en la cocina. No sé si ella me veía, pero le sonreí y le hice un gesto con la mano. No me respondió, o no me vio, quizás. Parecía ida, en otra cosa. Sostenía el mate con ambas manos, miraba hacia afuera, en dirección hacia donde yo estaba, pero no hizo contacto visual, miraba como más allá.

Volví a lo mío y, mientras dejaba que el enduído secara, fui hacia otra de las habitaciones. No sólo había una cantidad enorme de muebles, sino que había pilas interminables de diarios, estantes con adornitos, paquetes, boludeces. Puteé por lo bajo porque iba a tardar un montón en sacar todo eso y despejar la habitación. No sabía por dónde empezar; levanté una caja del suelo y cuando me incorporé, la tenía a la viejita pegada a mí, mate en mano.

-Eso no lo mueva, joven. Por favor.

Yo dudé un momento. Algo tenía que hacer con cada cosa, era imposible trabajar sin hacer un poco de espacio.

-Es que si no, no puedo poner la escalera, Doña Aurelia -le dije con toda la amabilidad que pude.

-Las cosas de Martincito me las deja ahí, m’hijito.

Bajé la caja al suelo y le pedí permiso para pasar. No cabíamos en el pequeño pasillo entre las sillas y la mesa. Le aclaré que devolvería todo a su lugar al terminar de pintar, pero que no iba a poder hacerlo con la habitación tan llena de cosas.

A la vieja se le transformó la cara y empezó a lagrimear. En ese instante puteé para mis adentros a Zanola, y me puteé a mí mismo por agarrar estos laburos de mierda por dos mangos y tener que lidiar con clientes así. La vieja lloraba con el mate extendido hacia mí, le dije que no, moviendo la cabeza, y me salió un “Bueno, cálmese Doña”, apenas audible.

La vieja seguía llorando. Miré la hora, dejé la lija sobre la mesa y le ofrecí un vaso de agua. Me lo aceptó. Fui hasta la cocina a buscarlo. En la mesada había un escurridor lleno de vasos limpios, ubicados en una hilera prolija. Abrí la canilla, me serví un poco y tomé un trago. Volví a llenar el vaso. La viejita se sonaba los mocos como con algo de vergüenza, dándome la espalda. Luego de tomar agua se calmó, se arrimó una silla y se sentó. Me hizo un gesto, palmeando el almohadón de la silla de al lado, para que la acompañase.

-Si quiere le cuento -me dijo.

No pude decirle que no, pero tampoco le había dicho que me contase. Me quedé callado y la vieja empezó con su historia.

Martín era su nieto. Su hija vivía “en el extranjero”, según dijo, y no la veía desde hacía mucho. Esto lo enfatizó alargando la letra “u” y soltando un par de sollozos. Martín era un buen chico, pero andaba con “malas compañías” y en cada visita le hacía faltar algo. A la viejita la entristecía que su nieto echase a perder así su futuro, sus proyectos. Ella esperaba aterrada a que Martincito llegara otra vez, apurado y de mal humor, pidiéndole una plata que jamás le devolvía o le robase sus anillos, las herramientas, lo que sea.

Intenté tranquilizarla para poder seguir laburando; me había pasado media mañana hablando con la viejita y sólo había preparado un techo. El Martín este, resultó ser un faloperito que le choreaba a la pobre vieja cualquier boludez para bancarse el vicio, qué cosa horrible.

Una vez que Doña Aurelia se calmó y me dejó que moviese las cosas del pelotudo de Martincito pude tapar la mesa y los sillones con sábanas y me puse a rasquetear el techo.

Pasó el resto de la mañana y Doña Aurelia ya no me ofreció mate. Avancé bastante. En un momento salí al patio a preparar los rodillos y a fumarme otro pucho.

Volví a ver a la vieja sentada en ese banquito en la cocina, el mate en las manos, la mirada fija en algún punto afuera, esperando. Quise darle charla y le pregunté por la casa, si era de ella, que desde cuándo vivía ahí, cosas por el estilo. La vieja miraba a la nada con una expresión agria, como si no me registrara. Ni me contestó. Le sostuve la mirada y gesticulé un “Chupame un huevo”, exagerando la mímica con los labios. Ni se inmutó. Abrí la lata de veinte y volqué con cuidado la pintura en la bandeja. La enderecé y, cuando me di vuelta, tenía a la viejita a centímetros, con un odio en la cara que me fusilaba.

-Martincito va a venir y quiere que esté todo listo.

Yo la miré, atiné a responder y la vieja me pellizcó un brazo con tanta fuerza que casi me hace tirar la bandeja llena de pintura al suelo.

-¡Mocoso! -me gritó la vieja y se fue a la cocina. Volvió a sentarse en el banquito alto, mate en mano, la vista fija afuera, como si nada.

Yo no sabía si vaciarle la lata de pintura en la cabeza o qué carajo hacer. Esta vez puteé a Zanola con ganas. ¿Por qué no agarraba él estos laburos y me dejaba en paz? Puteé haber aceptado venir hasta esta casa a fumarme a esta vieja desquiciada.

Fui a la habitación chiquita, acomodé los corrugados en el suelo, ubiqué la escalera, colgué la bandeja y volví por el rodillo. Doña Aurelia estaba parada en medio del patio; había dejado el mate sobre la lata de látex y tenía mi rodillo en la mano. Me le acerqué despacio. La vieja golpeaba el rodillo contra su palma. El odio que irradiaba esa mirada era descomunal. Me quedé ahí, quieto, no muy cerca.

-Dice Martincito que quiere un trabajo prolijo. ¿Me oyó? -La vieja mordía cada palabra con los dientes apretados y hacía pendular el rodillo como si fuera a revoleármelo.

-Si me permite, Doña Aurelia, lo necesito… - le dije. El tono de súplica con que le hablé me asombró. Estaba asustado, la puta madre. Y era sólo una viejita de 45 kilos. La Doña esbozó una sonrisa y me extendió el rodillo. Le tuve un miedo bárbaro. Se fue silbando un tango, una melodía que no pude reconocer, como si nada hubiese pasado.

Pinté ese techo con una velocidad mortal. La primera mano quedó impecable. Me fui a la otra habitación. No me sorprendió que la vieja me esperase, custodiando la caja con las cosas de Martincito, parada firme con el mate en la mano y una expresión severa que me intimidó. Entré pidiendo permiso con un cagazo tal que me odié. La vieja no dijo nada, me miraba furiosa y me señalaba con el mate.

-¡Y ojito con chorrear el suelo o ensuciar! -me gritó. Levantó la dichosa caja y se fue.

Respiré. Era un alivio no tener encima a la Doña cagándome a pedos. Pinté esta vez teniendo especial cuidado en los detalles, tratando de no salpicar. Me sentía un principiante. Terminé esa mano. Fui a dar la segunda a la otra habitación. Ni rastros de la vieja. Me apuré a lijar unos grumos rebeldes y me lancé a terminar; volví por la segunda mano al techo grande. Con uno de los últimos retoques en una de las esquinas vi desde la escalera una caja sin tapa sobre un armario. Parecía estar llena de papeles. La curiosidad pudo más y con el mango de un pincel traje la caja hacia mí. La sorpresa al ver la cantidad de guita que había en la caja me hizo pegar un chillido. Me transpiraban las manos. No pude discernir si Martincito era ese pendejo de carne y hueso que le choreaba a la Doña o si la vieja me había mandado fruta. La cuestión era que la caja rebosaba de guita y tomé la difícil decisión de no alimentar más el vicio del nieto falopero. Pegué un salto de la escalera y salí con la caja al patio. La Doña me esperaba sosteniendo un palo de amasar con una expresión de beatitud cristalina.

-Martincito, mi amor -me dijo. Se le dibujaban hoyuelos en cada mejilla. -Te guardé tus cositas, te estuve esperando. Esa no es tu caja, ¿Sabés, mi chiquito?

La vieja me miraba con una ternura inhumana. Balbuceé algo, no me salía la voz.

-Abuela, quiero un mate -fue lo primero que pude decir.

La vieja sacudió el mate haciendo volar la yerba por el aire, salpicándome la cara. Me quemó vivo. Grité como un nene, pero no solté la caja. Levantó el palo de amasar y la esquivé como pude. Alcancé a manotear mi campera y salí tropezando con unas begonias que entorpecían el paso hacia la calle. Volaron algunos billetes, abracé la caja contra mi pecho como si fuese un cachorrito. Corrí hacia un descampado.

-¡Martincito! ¡Volvé nene que te llama la abu!- me gritaba la vieja. Cuando llegué a las vías no la oí más.