Menos trescientos gramos

NARRATIVA

8/2/202417 min read

Por: Nicolás García Trujillo

Medellín, Colombia. Es comunicador social con énfasis en escrituras creativas. Su interés principal es la literatura, los proyectos editoriales, la cultura, la escritura de textos narrativos y argumentativos y los animales. Sus textos han sido publicados en medios como El Colombiano, la revista cultural Literariedad, la revista Comfenalco y el portal Al Poniente.

Nos caemos por las escaleras para comer la tierra húmeda

o subimos al filo de la nieve con el coro de las dalias muertas.

Pero no hay olvido, ni sueño:

carne viva. Los besos atan las bocas

en una maraña de venas recientes

y al que le duele su dolor le dolerá sin descanso

y al que teme la muerte la llevará sobre sus hombros

Federico García Lorca.

¿Quién fue el primero en decir que los corazones se rompen?

Sentados en un café, en toda la esquina del local, Esteban me dijo que termináramos. Por primera vez en dos años había dejado de sentir amor por mí —quedaban retazos de cariño y amistad— y creía que no valía la pena estar con alguien a quien no amaba. Después de limpiarme una lágrima con el pulgar y poner una mano en mi rodilla, se paró y me dejó solo en la mesa. Sentí que mi pecho se corroía, como el ácido que se come a pequeños mordiscos la superficie de un metal. Lo único que quedó fue un vacío en mi tórax. Con delicadeza, y casi que ternura, Esteban había penetrado mi cuerpo y arrancado mi corazón. Y se había ido con él. Me quedé sentado en ese café, una o dos horas, pensando que la primera persona que dijo que le habían roto el corazón no pudo haber estado enamorado al decirlo porque los corazones no se rompen, sino que se arrancan.

Esteban había sido mi primera relación y yo la de él. Dos años de amor, confianza, entrega, sacrificios y tristezas que se habían quedado tirados en la mesa de un café del centro, sin que nadie los recogiera o rescatara. Por dos semanas gravité entre el llanto, la rabia y la quietud absoluta, nunca sintiéndome cómodo en ninguna e intentando escapar de ahí, muy consciente de lo inútil que era porque estaba encerrado en mi cabeza, con la única opción de movimiento entre esos tres estados, cada uno peor que el otro.

Una noche o una tarde o una madrugada, no sé, el tiempo se vuelve mentira al moverse a una sola velocidad, estaba acostado y no era capaz de dormir. Dándole vueltas a los canales de televisión encontré un documental sobre la muerte en las diferentes mitologías del mundo. Estaban hablando de la egipcia, y contaban que, al morir una persona, el dios Anubis —el que parece un perro, pero no es un perro sino un chacal— la lleva a un tribunal en el que se decide la condición de su inmortalidad. Allí Anubis extrae el corazón del muerto y lo pone en uno de los platillos de una balanza. El contrapeso es la pluma de la diosa Maat, que representa la Justicia y la Verdad. Un jurado de 42 dioses le hace preguntas al muerto acerca de su comportamiento en vida, y según sus respuestas el corazón aumenta o disminuye de peso. Toda la escena es observada con atención por el dios Thot, quien después le entrega los resultados a Osiris, el juez.

Un corazón humano pesa aproximadamente trescientos gramos. Yo no sé cuánto pesaba el mío, pero sí puedo decir que todos esos días sentí la ligereza en el pecho, un desequilibrio en mi cuerpo que no me permitía poner los pies en la tierra. No había muerto, estaba acostado en una cama con la cobija hasta los ojos para que nadie me viera y yo no ver a nadie. Todos los días se repetía la escena en mi cabeza: Esteban arrancándome el corazón, sosteniéndolo en su mano, bombeando, gotas de sangre cayendo al piso como las filtraciones en los techos de casas viejas en invierno.

¿Y hasta cuándo será así? Cuántas noches más tirado en una cama viendo documentales de colegio o de museo porque no soy capaz de dormir. ¿Cómo se vive el tiempo cuando se está petrificado? ¿Cómo vivía el tiempo antes de conocer a Esteban? Asustado, tal vez, de que nunca nadie se había fijado en mí, que nunca nadie me querría y tendría que atravesar la vida solo. Y ahora estoy aquí, igual, otra vez solo. Tal vez el tiempo en el amor es cíclico y ya.

Pero el duelo, el dolor, la pena, la tusa, lo que sea, se vive en los tres tiempos verbales. Los recuerdos, en vez de ser imágenes paliativas, que hacen pensar que todo valió la pena, en realidad solo agudizan el dolor y, cada uno de ellos, desde los más pequeños—los besos cortos, las cogidas de mano, quedarse dormido en su hombro—, hasta los más importantes —el primero de los besos, la alegría en sus ojos y la sorpresa en su voz cuando le regalé Un poeta en Nueva York de Federico García Lorca con un separador que decía «¿Quieres ser mi novio?», el abrazo que nos hizo sentir seguros después de semanas sin vernos—, son desgarre tras desgarre en el marcapasos que ha venido a reemplazar al corazón después de ser arrancado. En el presente, los días están llenos de las pequeñas cotidianidades que antes nos unían: caminar por la misma calle todas las mañanas, contarle los sucesos extraños o curiosos o raros o divertidos del día, y en la noche esperar un mensaje de «buenas noches» e irse a dormir con la certeza de que al otro día me levantaría con uno de «buenos días». Pero esto no sucede, no hay certeza de nada, y como el que lleva la piedra a la cima y cae una y otra vez, vivir cada día es repetir la ausencia de lo que lo formaba a él, a mí y a nosotros. Y en el futuro, la única palabra que se escucha es «Nunca». Nunca volveremos a hacer lo que solíamos hacer, nunca llevaremos a cabo los planes que habíamos organizado, nunca viajaremos a los lugares a los que ninguno de los dos había ido, nunca cumpliremos las metas que nos habíamos propuesto juntos. En fin, la vida se convierte en una inmovilidad perpetua en la que lo único que se piensa es a donde nunca se va a llegar.

¿A dónde se habría llevado Esteban mi corazón? ¿Acaso lo pondría en una balanza para medir cuánto amor sentía por él? Cuál sería el contrapeso, ¿su corazón? Si el amor fuera medible, no creo que pesar un corazón sea suficiente. El corazón arrancado desconoce el dolor posterior a su mutilación. Una vez se le separa del cuerpo, solo abraza los recuerdos hasta ese momento y no siente el apego, la rabia, el fracaso, la soledad, el vacío, la angustia, el abandono, la desesperación, la derrota, el miedo, la tristeza, la impotencia, la orfandad. Tal vez haya una manera, absurda —pero nada más absurdo que obligarse a olvidar a quien uno ama—, y es recoger todas las lágrimas que se han llorado y pesarlas. ¿Pesarán más de trescientos gramos?

El decimosexto día me despertó el timbre de mi celular. Tenía cuatro llamadas perdidas de mi amigo Julián. Le devolví la llamada y, cuando me contestó, me soltó una perorata de por qué no le había contestado llamadas ni mensajes. Solo habíamos hablado el día que Esteban me terminó. Sentado en el piso de mi habitación había llamado a Julián con lágrimas y mocos resbalándose por mi cara. Me dijo que nos viéramos, que era hora de levantarme de mi cama, salir, distraerme. Habló de un restaurante que, según él, tenía una comida y un ambiente que de seguro me subiría el ánimo. Yo, que me sentía en piloto automático, ni lo pensé y le dije que sí. Acordamos vernos a las siete y media y colgamos. A los segundos me mandó un mensaje con la dirección.

Al llegar al restaurante, me di cuenta de que en realidad era un hotel. Pasé por la puerta y vi una habitación abierta, de pisos en mármol y techos altos. «Dios, a Julián por qué le gustan los lugares tan caros». Le pregunté a un botones si me podía decir dónde estaba el restaurante. Me hizo una señal con el dedo y dijo «ahí» sin mirarme a la cara. Entré al restaurante y me quedé mirando a todos lados a ver si lo encontraba. Al final lo vi con el brazo levantado haciéndome señas.

—¿A vos te arrancaron el corazón o los ojos? Te llevo haciendo señas desde que entraste —dijo Julián después de haberme sentado. —Comé mierda. —Ya, ya. Perdón —se río y puso su mano en mi brazo— ¿cómo vas?

Solté un largo suspiro.

—¿No sé? No sé. Voy, supongo. —Necesito más que eso. —Pensé que esta salida sería para distraerme —dije mientras cogía un salero de vidrio y le daba vueltas con mis dedos. —Nada —me arrebató el salero—. Vos lo que necesitas es sacarte todo eso. ¿Con quién has hablado?

Me quedé callado un rato. Después dije:

—Conmigo. —Ajá, ¿y además? —Con nadie —bajé los ojos.

Julián arqueó las cejas. Yo solté otro suspiro.

—¿Cómo estás durmiendo? —preguntó —Apenas estoy durmiendo. —¿Y estás haciendo ejercicio? O al menos caminando por la calle o algo así. —Creo que el movimiento más extremo que he hecho estos días ha sido bajar al parqueadero por un CD que estaba en el carro. —¿Cuál? —Dónde están los ladrones —¿“Inevitable”? —Obvio.

Los dos reímos un poquito.

—Necesitás hacer algo —chasqueó los dedos— pararte, moverte. O si no nada te va a sacar de esa tristeza. —¿No fuiste tú el que me dijo ese primer día que tenía que aceptar la tristeza y vivirla? —Pues sí, pero no que estés todo el día pegado de ella. Eso enterrarte demasiado el puñal. —Tal vez la solución es enterrar tanto el puñal que salga por el otro lado.

Julián se quedó mirándome.

—¿Y cuál es tu idea? ¿Quedarte así por siempre? —¿No pues que el tiempo lo cura todo? —Si, pero si uno se quiere curar. —¿Entonces qué hago? ¿Cómo desaparezco la tristeza? —No te estoy diciendo que la desparezcas, solo que no te quedes dando vueltas en la miseria. —Ajá y entonces, ¿cómo lo hago? —Marica, no sé, salí, hablá con gente, haz ejercicio, hacé cosas que antes te gustaban, conocé a alguien nuevo. —¿Conocer a alguien nuevo? —No digo que consigás novio ya. Pero al menos conocer gente nueva, la que sea, te puede distraer. —No sé si me interesa conocer gente nueva. Ya tengo amigos, ¿qué más necesito? —¿No te interesa volver a salir con nadie nunca más? —No creo, no sé. —¿O sea que te pensás morir solo?

Levanté los hombros.

—Estás respirando por la herida —dijo Julián. —No, no. Hablo en serio. Todos nos vamos a morir solos, ¿no? Pues, nadie va a estar ahí esperándonos para morir. —De ahora en adelante nos vamos a ver todos los días. Te estás enloqueciendo.

Nos volvimos a reír. Me miré las manos. Las sentía pegotudas. Tal vez por todo lo que había sudado durante la conversación.

—¿Sabes dónde está el baño? Necesito lavarme las manos. —Sales del restaurante y por el pasillo de la derecha. —¿El restaurante no tiene? —No, es en el hotel.

Salí del restaurante y seguí las direcciones que me había dado Julián. Empujé la puerta del baño y me encontré con un techo alto del que colgaban dos lámparas de araña. Al lado derecho estaba un espejo que ocupaba a lo ancho toda una pared y bajo de él estaban los lavamanos. Me volví a preguntar por qué a Julián le encantaban los lugares caros. Fui hasta los lavamanos. Busqué jabón, me estregué las manos y empecé a lavarlas. Desde el día en que Esteban me terminó nadie me había cogido de la mano. Y tampoco sabía si alguien lo volvería a hacer. Me acordé de lo que dijo Julián, si no pensaba volver a salir con nadie más. No sé, realmente no sé. No sé si sea capaz de enamorarme de nuevo, no sé si aparezca esa persona. Julián me diría algo así como que por supuesto no la voy a encontrar si no la busco. Tampoco sé si alguien más se enamoraría de mí.

Sacudí mis manos y cogí una toalla de papel para secarme. Me miré al espejo. Mi pelo apuntaba hacia arriba. Esteban siempre me dice, me decía, que sin importar qué tanto me peinara mi pelo era lo más rebelde del mundo. Y qué pasa si en un tiempo conozco a alguien, empezamos a salir, nos volvemos pareja. ¿Qué me garantiza a mí que no volverá a pasar lo mismo? Relaciones se acaban todos los días, relaciones importantes, de años, décadas. Por qué creerme tan especial, tan único, como para pensar que no me volverá a pasar. Tal vez el amor es una rueda de la fortuna y ya, unos están arriba, otros abajo, pero siempre intercambiando de lugar, una y otra vez.

Me estaba peinando con la mano cuando un hombre de piernas largas y espalda ancha entró al baño. Me llamó la atención porque usaba un sombrero negro de hongo, como los de Joaquín Sabina en sus conciertos. No fue a los sanitarios, sino que se hizo a un lavamanos de distancia de mí. Era muy pálido y el único color de su cara eran las ojeras, porque ni vello facial tenía; pero no como si no le naciera, sino como si se afeitara religiosamente todos los días. Sin barba y bigote, se veían líneas de expresión cerca de la boca. Miró hacia el espejo y yo aparté la mirada, continuando con mi pelo. Por el movimiento de mis manos, la luz de una de las arañas rebotaba en mi reloj y generaba un reflejo. Uno de esos reflejos le dio al hombre en la cara y, al ver el reloj, me preguntó qué hora era. Volteé a mirarlo, él me miraba, y le dije que eran las siete y cuarto. Me dio las gracias y los dos giramos la cabeza de nuevo hacia al espejo.

El hombre con el sombrero salió del baño y caminó al restaurante del hotel. Le dijo a la mujer en la entrada que su nombre era Héctor Aguirre y tenía una reserva. Ella le respondió que su mesa estaba lista y podía pasar. Héctor se sentó, metió su mano al bolsillo derecho para comprobar que ahí seguía el paquetico, puso el sombrero en su regazo y empezó a mirar a los comensales mientras esperaba a Alicia.

Había llegado antes, como siempre lo había hecho. Fiestas, reuniones, eventos o citas, a Héctor le desesperaba la idea de llegar tarde y que fueran a pensar mal de él. Siempre se aseguraba de estar mínimo diez minutos antes de la hora acordada. Llegó temprano al simposio de derecho privado que se había celebrado en ese hotel donde conoció a Alicia casi un año atrás. Llegó temprano a sus primeras citas con ella porque le espantaba que se pinchara la llanta del carro o hubiera un accidente en la vía y no lo dejaran pasar o no encontrara donde dejar el auto o algún otro problema, y Alicia creyera que la había dejado plantada. Lo único a lo que Héctor había llegado tarde en su vida había sido al amor.

En la adolescencia, cuando sus amigos y amigas empezaron a conseguir parejas, él se quedó atrás y no tuvo ninguna relación. En las fiestas de sus amigos, cuando los veía juntos tomándose de las manos o dándose cortos besos que pasaban casi que desapercibidos, se consolaba diciendo que sería en la universidad donde conocería a su primera novia. Pero se equivocó. Muchas chicas le gustaron, y algunas parecían atraídas hacia él, pero siempre aparecía un obstáculo que no permitía forjar una relación: alguno de los dos se desinteresaba, ellas conocían a alguien más o uno veía que no había compatibilidad con el otro.

Por muchos años a Héctor lo invadieron ansiedades que lo hacían sentir al borde de un barranco contemplando el abismo. ¿Nunca nadie lo amaría? ¿Se quedaría solo para siempre? ¿Por qué nunca nadie se había enamorado de él?, ¿no era suficiente? ¿Se quedaría solo en su apartamento, sentado en una silla, mirando día tras día la caída del sol desde una ventana?

Alicia llegó a la mesa a las siete y media en punto. Héctor se levantó, le dio un beso y corrió una silla para que se sentara. Desde que la vio, empezó a sentir como la carga del bolsillo derecho le pesaba más, como si intentara rasgarlo y salir del pantalón. Cada uno habló de cómo le había ido en su día, igual a como lo habían hecho todas las noches desde que se conocieron. En el hotel se celebraba un simposio de derecho privado. Héctor era profesor universitario e intentaba asistir a la gran mayoría de eventos relacionados con su campo. Cuando encontró puesto para una de las primeras conferencias, se dio cuenta de que a su lado había una mujer de pelo blanco y algunas líneas de expresión. Pensó que debía tener una edad similar a la suya. También le pareció hermosa, y cuando ella se volteó y le preguntó si tenía un lapicero que le prestara, se dio cuenta de que tenía una voz que lo hacía sentir abrigado y una sonrisa que le daba ganas de sonreír y de llorar al mismo tiempo. Héctor le devolvió la sonrisa y le prestó una pluma. Le dijo que era una de sus plumas de la suerte, que por favor tuviera cuidado. Ella se rio y le dijo que la cuidaría con su vida. Todo el día estuvieron juntos en el simposio, en el almuerzo discutieron las ponencias de la mañana y en la noche cenaron en el restaurante del hotel mientras uno le contaba su vida al otro. Al despedirse, Alicia le dijo que no le devolvería la pluma esa noche porque quería una excusa para que él la quisiera volver a ver. Ella nunca la devolvió, y él, aunque veía el portaplumas vacío en el escritorio de su oficina, nunca se la pidió de vuelta.

La primera vez que durmieron juntos fue para Héctor morder el fruto del árbol del conocimiento: al principio con dudas, placentero mientras duró, pero lleno de consecuencias en el futuro. Llevaban tres meses saliendo cuando una noche, mientras hablaban por teléfono, ella le preguntó por qué no se quedaba a dormir en su apartamento el sábado para pasar toda la mañana del domingo juntos. Héctor, que se estaba tomando té, se atragantó y casi tumba el pocillo al piso. Alicia le preguntó si había escuchado y él respondió que sí, que le parecía una muy buena idea. Ella se alegró, le dio las buenas noches y colgó. Héctor se tomó de un solo trago lo que le quedaba y se levantó a hervir más manzanilla porque su cerebro iba a mil kilómetros por hora. Había salido antes con un par de mujeres, había besado a una o dos, pero jamás había tenido sexo. ¿Le avergonzaba?, claro que sí, si lo único que se ha hecho con hombres vírgenes mayores de cuarenta han sido películas estúpidas, ahora ni hablar de los mayores de cincuenta. Nadie sabía, ni sus amigos, ni sus compañeros de trabajo. Y por supuesto, Alicia tampoco. Apagó el fogón y casi tumba la olla por la torpeza de sus manos. Dejó que el vapor invadiera su cara y cerró los ojos. Inhala, uno, dos, tres, cuatro, sostén el aire, uno, dos, tres cuatro, exhala, uno, dos, tres cuatro, y vuelve a empezar. Ese era el ejercicio de respiración que le había enseñado su psicóloga. Tenía que decirle a Alicia, ella lo quería, incluso sospechaba que se amaban, al menos él la amaba. Se tomó la manzanilla e intentó dormir.

La noche del sábado, después de cenar, Alicia le preguntó si quería ir a su habitación. Él se levantó del comedor y ella lo tomó de la mano para guiarlo. Al cruzar la puerta, Héctor buscó el interruptor de la luz con su mano libre, pero ella le dijo que no era necesario, se dio la vuelta y puso los brazos en sus hombros mientras lo besaba. Él subió sus dedos, una y otra vez, por la espalda de Alicia, y ella, unos minutos después, le quitó el blazer negro y empezó a desbotonar la camisa. Al estar del todo abierta, ella iba a deslizarla por sus hombros para quitársela cuando él la detuvo. Le preguntó si había algún problema y él le pidió que se sentaran en la cama, tenía que decirle algo. Se sentaron en el borde del colchón, los pies de Alicia colgaban. Héctor la miró, tomó aire, lo botó, y le dijo que nunca había estado en intimidad con una mujer. El cuarto estaba oscuro y no podía ver la cara de Alicia, pero la mano que ella puso en su rodilla y el beso que le dio en la mejilla le hicieron saber que no tenía nada de qué preocuparse. Como tú quieras, a tu ritmo, le dijo ella. Él se terminó de quitar la camisa y acostó a Alicia en la cama para después hacerse encima de ella.

Héctor pudo vivir con Alicia todo lo que no había podido hacer, sentir y ser en su juventud y en su adultez. Lo que en las películas hacían los jóvenes de veinte años recién enamorados, él lo pudo hacer treinta después. Las noches parado en el barranco contemplando el abismo se habían acabado. Quizás su modo de ser, delicado y cuidadoso, de paso lento pero apresurado a llegar temprano a todos partes, hizo que llegara tarde al amor, a Alicia, porque era a ella a quien tenía que llegar y con quien se debía quedar. Y esa noche, en ese hotel, ella terminaba de contar cómo le había ido en su día, y él no podía más con el peso enorme que sentía en el bolsillo derecho. Muy despacio, y sin que ella lo notara, sacó una pequeña caja negra con un anillo de compromiso.

—Alicia, antes de que sigamos conversando, quisiera preguntarte algo. —Por supuesto. —¿Sabes por qué te pedí que viniéramos a este restaurante? —¿Porque nos conocimos aquí? — respondió ella algo confundida. —Sí, sí —titubeó Héctor—. Pero, por qué volver si no fuera por algo especial. —No estoy olvidando nuestro aniversario, ¿verdad? —dijo Alicia riendo. —No, no, claro que no— Héctor también rio, pero por seguirle el juego. Intentó hacer en voz baja el ejercicio de respiración, pero la mirada fija de Alicia lo escudriñaba. —¿Qué pasa, Héctor? —Alicia, eres la primera mujer a la que he amado. Y si bien solo vamos para un año de estar juntos, estoy seguro de que eres la mujer con la que quiero estar el resto de mi vida —se levantó de la silla, apoyó la mano izquierda en la mesa para lograr ponerse de rodillas, y le presentó el anillo—. Por el tiempo que nos quede, ¿te quieres casar conmigo?

Alicia se demoró en responder. Primero miró a Héctor y después a su alrededor, a los meseros y comensales que fingían no mirarlos fijamente. No, solo a ella. Tomó aire, y con la mayor determinación que había tenido en su vida, dijo esa palabra de dos letras:

—No.

Pequeñísimos gritos ahogados al unísono. Héctor sintió el impacto en el estómago y luego volvió al borde del barranco a contemplar el abismo. Se levantó del suelo, se sentó y se puso su sombrero. Tomó aire y dijo un simple «Está bien».

—Héctor, lo lamento mucho —le puso la mano en el brazo—, es solo que… —No tienes que pedir perdón ni darme explicaciones —la interrumpió Héctor. —Creo que al menos mereces una explicación. —Es que no me amas. Es eso, ¿no? —No, Héctor. Nunca te he dicho que no te amo. —¿Entonces por qué más dirías que no? —Porque el amor es mucho más que amar y ya. Es trabajo, disciplina, sacrificio. —Siempre me he sacrificado por ti. —Exacto, pero yo nunca lo he hecho por ti. —Pero eso qué importa. Así funcionamos bien. —Claro que importa, Héctor. Porque tú estás dispuesto a todo para hacerme feliz y nunca para hacerte a ti feliz. —Porque tú eres mi felicidad. —No, Héctor —decía mientras meneaba la cabeza —. Nadie puede ser tu felicidad. —Nunca había sido tan feliz hasta que te conocí —dijo Héctor mirando hacia abajo. —Y ahora es momento de que aprendas a ser igual de feliz sin mí.

Se quedaron en silencio unos segundos

—¿Te puedo hacer una pregunta? —dijo Héctor. —Las que quieras. —Si piensas todo eso, si crees que no deberíamos casarnos, si estás dispuesta a que todo termine aquí, ¿por qué no habías acabado con esto antes? —Porque esto ha sido maravilloso. Pero el hecho de que estés dispuesto a casarte con una mujer que te dice que nunca ha hecho un sacrificio por ti, me dice que todavía no entiendes de qué se trata una relación. —¿Y de qué se trata? —De aprender a estar solo.

Alicia se levantó, tomó su bolso, le dio a Héctor un beso en la mejilla y se fue. Y ahí sentado, Héctor comenzó a sentir una comezón en el pecho que rápido se convirtió en el dolor de la herida que se abre. Después, el vacío. Había vuelto al punto de partida. La única diferencia era que había aprendido que los corazones no se rompen, sino que se arrancan.