Naciste nueva. Naciste mía

NARRATIVA

10/4/202511 min read

Por: Catalina Belmar

Catalina Belmar Muñoz nació el año 2002 en Santiago de Chile. Desde 2023, estudia Artes de la Escritura en la Universidad Nacional de las Artes. Ha sido publicada en diversas revistas de Latinoamérica como Jauja (Chile, 2023), Ligeia (Argentina, 2025) y Gaceta Queer (México, 2025) con colaboraciones que abarcan la crónica, la narrativa breve y la poesía.

Quién es esa que fui sino la que creo haber sido.

FERNANDA GARCÍA LAO

A MI HERMANA LA CRUZA UN RÍO. Mamá ríe, pero insiste: a tu hermana la cruzó un río. Una rajadura le adorna la frente. Son las aguas que ya no le corren, esas que la marcaron. Las que se quedaron estancadas entre los rollitos de su cerebro. Yo quiero sostenerla y acariciarle su cabecita, pero mamá no me deja. Nadie me deja. Es porque no sabe agarrarse a sí misma todavía, ¿por qué? Yo la amo. Incluso si no es más que un kiwi gordo que sólo me dejan mirar.

Su naricita de botón sí puedo tocar, pero no, nunca su pelusa encabezada, porque mamá dice que todavía no está cerrada por completo. ¿Cuándo voy a poder hacer piojito en ella como papá me hace a mí? Yo la miro desde que despierta hasta que duerme. Dormimos siesta juntas, tomamos leche de la misma tetita. Es mi hermana y la van a bautizar. La van a bautizar y yo la voy a acompañar a mi hermana a cerrar su grieta. Dentro mío no hay nada para cerrar, pero eso a nadie importa. Me van a mojar con esa agua especial, distinta a la suya de mi hermana.

Hoy es domingo. Nos ponen en nosotras ropa bonita, blanca y con rulitos para encontrarnos con esta otra María y su hijo Jesús. La nuestra mamá ríe. Nos quiere porque la iglesia está dentro de nosotras. Entramos con Dios y aquí solo hay paredes blancas

que rebotan

en nuestras blancas ropas

y telas en rojo que con su brillo bailan

sobre el dorado sucio de los bordes

de fotos con gente que nunca conocí. Mamá no nos trae a la iglesia los domingos. Quizá debería. Así, para mirar las copas y las cruces y a Jesús, ese que no me dejan tocar, pero mirar, como si también fuera mi hermana y no pudiera sostenerse su cabeza. Mientras caminamos hacia el altar, él dice que así será el día de mi boda, pero que imagine otras gentes, músicas, flores y a alguien más. Le sonrío. Mamá no nos trae a la iglesia y yo nunca había pensado en el día de mi boda. Es mi primera vez en un lugar tan grande como este. Acá no entra más luz, no más ruido, no más ángeles. Él me dice que es porque ya entraron todos y no queda ningún otro en el cielo para dejarlo pasar. Estos se tienen que quedar para siempre conmigo y mirarme desde el celeste nube de mis dibujos. Los ángeles me sonríen, pero no me miran. La verdad es que nadie me mira, mucho menos me sonríe. Sólo lo veo a él y a su mano que suda en la mía. ¿Cómo puedo ser ángel? Tener el sol pegando en mi cara y Dios de mi lado. Ser otro espíritu santo. Mamá me explica que lo estoy dejando entrar en mi corazón: a Dios, a Jesús, a la Virgen, a todo su amor. Ahora voy a ser pura. ¿Acaso no lo era antes? ¿Qué hice para no serlo?

Toda nuestra familia espera que el Padre nos moje. Somos mamá y él, el cura y nosotras. Cierro los ojos y pongo mis manos como una flecha chiquitita. Apunta al cielo. Yo sé que le rezan a Dios, pero no me sé de ninguna oración. Cierro los ojos. Mamá sólo me canta en la cabeza el Padre Nuestro antes de dormir y ahora no están hablando de él. ¿Cuándo van a decir algo que yo sepa? En esta iglesia no se canta como lo hace mi mamá, pero si lo hicieran recordaría todas las oraciones.

Ellos rezan y yo no. Yo no sé rezar. Pero sé portarme bien, quedarme quieta y cerrar y abrir mis labios, pispear con mis ojitos que lo hago igual de bien que los demás. Me persigno. Unos deditos en mi arriba por el papá, unos deditos en mi centro por el hijo, unos deditos en mi lado por el fantasma. El Padre dice que van a comer la carne de Cristo. ¡¿Beber su sangre?! Yo no sé quién es ese Cristo. No entiendo por qué se lo quieren comer. Por qué todos se ponen en fila. Por qué se tragan una redondita parte del Cristo. Por qué dan las gracias. A mí no me ofrecen nada y me prometo que nunca más voy a comer ninguna carne de ningún nadie.

Mamá me la levanta como un león y me la acuesta como una ballena. Mi chiquitita llora por los ríos de su cerebro. Es que se están haciendo uno, aunque ella no lo sepa. No sabe que le están llegando al mar. Me avisa en su llanto que es mi turno. Que es una niña pequeña y yo soy una niña grande. Entonces, él me levanta y me aleja de mi hermana. Pero no es papá, papá no me alejaría de ti. El agua me toca, el agua nos toca a las dos. Tengo siete años.

Siempre he sido una niña grande.

Cuando la misa termina todavía es domingo. Todavía es mi bautizo. La abuela me dejó sacar fotos antes de que todos nos fuéramos a casa. Yo le di vida a los amigos de Jesús, a las velas blancas y sus vestiditos, a mi hermana. Ella me quiere tanto y estas fotos van a ser nuestro recuerdo, para ti y para mí. El abuelo nos esperaría con un cordero. Es para celebrar con toda la familia, pero sólo los que nos acompañaron desde la iglesia. Estaban los abuelos, las tías y él, mamá, Claudia, los primos, los tíos, nosotras. No vino papá. Aun así, hacemos al cordero. Lo agarran sin que él sepa su destino y cuando lo apoyan en la mesa lo rajan igual. Hay una ollita debajo de su cuello

está abierto de tajo en tajo

y la sangre es espumosa

brillante hasta que se hace jalea

en la guata de él. Se la tomó cuando todavía estaba calientita, cuando le navega el cilantro y la cebolla. Mientras el abuelo colgaba nuestra comida y le sacaba parte por parte cada cosita que lo hacía igual a nosotros. Las mamás tomaron cerveza. Él se fue a echar. Hasta que pusiéramos la mesa se iba a quedar ahí, tirado en la camioneta. Cuando lo despertaron para comer dijo que levanta muertos. No sé cómo se levantan los muertos ni por qué los corderos tienen que sufrir por ello.

La familia come asado, yo tomo coquita. Todos menos la bebé que no puede comer, solo tomar de la misma leche que comparte conmigo por la mañana. No asado. Eso no, nunca, no todavía. Ella no tiene ni dientes. Le decimos vieja chica y es mi hermanita. Yo la tengo que cuidar. Es porque papá no estaba en ningún lado. Papá no fue a nuestro bautizo y también no llegó a nuestra celebración. A nadie escuché decirlo, pero no importaba. Eso nunca importaba. En mi corazoncito yo sabía que no iba a regresar. Una vez me lanzó a los cielos y mi cabeza prendía y apagaba. Me preguntó si quería conocer a Dios. Sí, papito. Yo lo quiero conocer,

Pero cuando lo conozca al hijo de Dios

dejaremos de tener papá. No habrá hombre

que se tome todas las cervezas que pusiera

harina tostada en el cordero que gritara

con los tíos que nos diera

en el cachete un beso ruidoso.

Las moscas zumbaron en mi plato. Mordieron mi cuchillo, comieron mi tomate, tragaron mi grasita de cordero en el plato. No les molestó que mamá te diera leche al lado de ellas. Es que es lo único que puedes comer.

Tus ojos siempre se cierran cuando aprietas tu manito en el aire, agarrando a la nada. Estás pochita, borracha como todos los tíos. Mamá te apoya en el sillón para dormir y recién ahí nos podemos acercar. Él dijo que hay que aprovechar a la muñequita cuando duerme y entonces todos te miramos. Somos un concierto de primos a tu alrededor. Este domingo tú eres la última bebé, la más chica, la nuestra. Mamá se ríe y dice que no te molestemos, que no te toquemos tu rajadura porque si lo hiciéramos te vas a morir. Ella siempre dice lo mismo, pero nunca me divierte. Los adultos sí que se ríen, como si fuera el chiste más mejor del mundo. En su risa de adultos hay algo que no entendemos, que no terminamos de entender. Ellos se sabían y nosotros te miramos.

Estás con tu nariz de cantante, tu vestido fifi, tus labios que se chupan como un tutito. Suspiras suave. Tu pecho sube y baja, tu guatita lo acompaña y le da la paz. En silencio jugamos a la casita. Nosotros hacemos caso cuando nos piden estar en silencio. Es que si te despertamos nos van a retar. A mí no me importa si me retan. Nunca me importó. Era sólo que no te quería despertar. Te quedas tan quieta cuando duermes. Eres un regalo.

Mi deseo de Navidad.

Nuestra propia muñequita.

Tus ojos se cerraron y sólo por momentos temblaron. Como si vieras el juego a tu alrededor. A mis manos cocinando la cena de la familia. Al Martín y al Daniel tomando de la damajuana igual que el abuelo. A Claudia que toma té levantando el dedo chiquito de la mano. Ella juntaba, separaba, revolvía todas sus muñecas. Tenían las cabezas gordas y rulitos de lana. Como mi prima, tenían una sonrisa boba ellas todas. Pensaban que eran mejores que nosotros, desde su juego de té hasta todas ellas. Es igual que sus papás, dice la mamá. Y como los tíos se paraba. Ella, la reina que siempre fue. Dejó la muñeca botada y se acercó a ti. Te miró de cerca. Lo mismo que ese señor cuando te llevábamos a los controles. Tú dormías con nosotros siempre y yo te cuidé toda.

Claro, si eras mi hermanita yo era tu hermana ahora papá.

Claudia gritó cuando te tocó, cuando te tocó tu rajadura de la frente. La muy puta gritó. Ella sabía que en ese momento ibas a morir. Todos lo sabíamos. Te convertiste en un sapo asustado, de esos que se meten en nuestra casa y croan y croan. Pero tú lloraste. Y entonces, gritamos.

Los adultos dejaron de reír. Se callaron entre ellos y vinieron a buscarte. Estaban todos y mamá. Se acercaron sin saber que ibas a morir, que tu llanto anunciaba que te dieron muerta. Mi hermanita que nunca pudo comer asado, jugar a la casita, convertirse en niña. Mamá te intentó calmar. Con sus manitos suaves de crema, uñas cortas y sin pintar te agarró. Ella era una experta en agarrar bebés. Los adultos nos miraron feo cuando los niños se atropellaron en echarse las culpas. Tú eras muy chiquitita, estabas lista para morir. Mamá te llevó lejos y no me quise perder tu último respiro. Tu hermana te acompañó cuando acariciaron tu lomito. Esperaban que dejaras de llorar. Te acostaron en la cama y yo escuché cómo a ellos, los primos, los retaban. A la Claudita no. A la Claudita nadie la reta si no está la mamá para hacerlo. Ya no había risas ni chistes. Yo me acosté contigo en la cama y te miré. Te chusmée con mis dos ojitos sabiendo que esa sería la última vez.

El domingo se acaba de arruinar.

Yo busco a la Claudia porque también quiero hacerla muerta. Tengo que vengar por mi hermanita nueva que tan pronto me han quitado. Ni una Navidad pasamos juntas. Ni un último beso de despedida pude darle. Se murieron con ella los restos de la fiesta. Ella, que estaba acostada con mi mamá. Ella, que ahora esperaba en la habitación de los abuelos. Esperaba su muerte mientras yo buscaba a mi prima, la asesina. La muñeca está pesada entre mis manos. Las lanas que tenía por coletas me besan los pelitos cuando tengo a Claudia de frente. Sonríe como si nada malo hubiera hecho. Le quise sacar esa sonrisa de la cara, tan tonta como toda ella. Se la iba a arrastrar en el piso. No había nadie que me detuviera

por eso yo me lancé como un perro de caza

se lanza a los huesos de pollo que sobran

de las sopas cuando ya no hay más comida. Yo era el guardián que cuidaba nuestro campo.

Los hombres preguntan qué carajo está pasando, dónde carajo están las niñas. No sabían cómo encontrarnos. No sabían que yo iba a hacer daño entre matorrales, donde la mierda de los corderos se hace una cuando se mete en las suelas de los zapatos. Buscarnos era tarea de mamás y no había ninguna mamá que pudiera venir. La mía tenía que cuidar el cuerpo de su hija, una fallecida por mi propia prima. El campo nos esconde. Gigante dice el diccionario, pero tan pequeño también. No conozco ninguno igual.

Cuando la agarré a Claudia no la solté más. Yo la apreté contra el piso, la escupí en la boquita de princesa. Antes de que se me escapara, agarré la pepona con toda su cabeza tumoreada, pesada entre nosotras. Le pegué con mi fuerza de siete años a la prima. El plástico y la carne gritaron. Enfrente de mí había un ojo que se hinchaba, que se ponía rojo. Al día siguiente iba a estar igual que su faldita morada.

No sé quién grita qué. Si la tía llora por su Claudita o si Claudita se llora por sí misma. Yo sólo siento manos que me agarran desde el vestido. Me sacan de su encima al mismo tiempo que la tía llega y agarra a mi prima entre sus brazos. Me aprietan en mi guata. Soy llevada lejos. Su mamá es amorosa: le acaricia el pelo, le besa la cabeza. Toca su ojo sabiendo que esta será la última vez que nos veremos. ¿No sabe que su hija es una asesina? ¿Qué nos quitó a la guagua más chica? No merece los besos y los cuidados que le dan. No cuando ella sólo responde con su llanto. No cuando no puede contar qué acababa de pasar. Que vengué a mi hermana.

Que ahora la odio. Que la quiero muerta.

La ira no se logra ir de mí. No me da besos ni me cuida.

Grito y pataleo. Hago berrinche en la tierra como lo hago en el supermercado: envuelta en manos duras que aprietan y duelen hasta que mi mamá me agarra. Su carita es una decepcionada pena. Su voz fría rabia cuando me pregunta qué mierda tengo en la cabeza. Caca, eso tengo. Pero en el fondo y tan grande que la garganta se me cierra, tengo pena de no tener más hermana para cuidar. Más muñequita para mirar mientras duerme y soñar que algún día le podré hacer piojito en sus cabellos. Esos días ya no serán.

Ahí, enfrente de toda la familia, mamá me da vuelta. Me apoya en sus piernas y apunto a las botas en el piso. Yo siento ojos que arden en mis espaldas. Quieren mirar cómo voy a recibir mi castigo. Ella levanta mi vestidito de bautizo y los cachetes se me ponen rojos de tanta vergüenza. Nadie debe de verme así. Por primera vez me pregunto si me ama mi mamá me ama con su mano rojo caliente fierro ardiendo en el culo que nunca antes nadie había tocado. Mamá me golpea, con su mano hirviendo me golpea, pero yo no tengo más llanto. ¿Alguna vez tuve?

Yo supe recibir mi castigo sin llorar. En los brazos de mamá aguanté saber que fui bautizada el mismo día que mi hermana se me murió. Me lleva a una casa que ya no tiene bebé para cuidar. ¿Qué se hace ahora? En la cama descansaba su cuerpo. Me pregunto si podríamos tenerla así para siempre. Como una momia chinchorro no olvidarla nunca. No olvidar su cuerpecito reposando en la cama.

Sus ojos tensos se aprietan con más y más fuerza. Yo me asusto con esos trozos de carbón que la carne muestra y esconde. Abren y me miran. Las lágrimas pegoteadas en el ojo se corren apenas un poquito. Cada grasita se pierde en un conchito de su cara. Esa cara gorda kiwi me mira. Suspira y se me llena la guatita de amor. Volviste vida, volviste una. Diosito te devolvió a mi lado.

Mamá se sienta en las faldas de la cama y acaricia mi pierna. Su cariño no me dice nada.

Yo sólo puedo pensar en ti.

Tú, que ahora nacida nueva, naciste mi hija. Tú, que ya eres pura igual que yo.