Palomas
NARRATIVA
Ezequiel Olasagasti
4/23/20248 min read
Por: Ezequiel Olasagasti
Ezequiel Olasagasti nació en 1989 en San Nicolás, Provincia de Buenos Aires. Sin embargo, de muy chico se mudó al partido de Morón, lugar que define como su lugar en el mundo. Es escritor, periodista y docente. Dicta talleres literarios y Gran Buenos Aires. Tiene cuatro libros de cuentos: “El hueco del relámpago”, “Espejo convexo”, “La gente dice amar la lluvia” y “Manuscritos para Litost. En 2020 sacó un libro digital de relatos y poemas de forma autogestiva llamado “Consideraciones sobre los goyetes”. Sus obras se publicaron antologías en Argentina, México y España. Escribió artículos y cuentos deportivos para el medio Globalonet y es editor de la sección literaria de la revista Crítica no especializada.


Es uno de esos extraños días en los que no le tocó trabajar.
— ¿Vas vos a buscar a Tomás? —le pregunta su mujer desde el patio.
— Sí. No hay problema —contesta él desde el sillón.
Miente. En realidad, quiere seguir leyendo el diario, pero sabe que eso traerá una discusión.
Camina a la pieza con rigidez, pegándole al piso con cada paso. Se pregunta por qué debe ser él quien busque al chico. Trata de dilucidar cómo hace los días en que él trabaja, que son casi todos. Piensa, refunfuña. Toma la billetera, la llave. Resopla, nombra a Dios, putea. Pasa por la cocina. Ve la olla sobre el fuego, donde burbujea un tuco. Se reclama no haberse encargado de eso: de la comida. Sabe que, de haberlo hecho, sería ella la que tendría que buscar a Tomás. Él lo arreglaba todo con una pizza. Aunque hubiese cosas en la heladera para cocinar.
— Si pago yo —piensa—. Para eso trabajo.
Al salir, cierra de un portazo.
— ¿Para qué mierda me mato trabajando si, cuando puedo descansar, no me dejan? —refunfuña.
Le salen las palabras con fuerza, pero contenidas. Casi sordas. Cierra con llave, y se sube al auto.
Pone las balizas. Avanza lentamente. Bordea el cordón buscando un lugar. Los únicos huecos son de las entradas a los garajes.
— Puta madre.... Es un quilombo esto —piensa.
Ve otro auto con balizas, con una señora dentro. Le hace señas para preguntarle si se está yendo.
— ¡No! —le grita la mujer —. Estoy esperando a mi nieto.
Acelera. A los pocos metros, vuelve a su andar lento.
— Vieja de mierda. ¿Por qué dejás el auto en marcha?
Da la vuelta a la manzana. No encuentra espacios libres. Sin darse cuenta, está de nuevo junto a la señora que espera. Frena. Deja las balizas y el motor prendido.
— Es un rato, que no jodan. Está todo mal organizado.
Falta media hora para que salga su hijo. O eso calcula.
Algo le cae en el parabrisas. Es oscuro, negro y viscoso. Explota como una bola de pintura, que se esparce en todas direcciones sobre el vidrio.
— ¡Palomas de mierda! —grita.
El excremento se ve más claro fuera del auto. No tiene pañuelitos desechables para limpiarlo. Nunca lleva. Toma la bolsa de papel madera donde venían los pancitos que había comprado por la mañana.
— Palomas de mierda. — vuelve a quejarse.
Lo dice con más odio. Desgarra la puteada entre los dientes apretados. El papel madera no limpia, solo esparce el excremento de un lado a otro. Se pregunta dónde están los pendejos que venden pañuelitos. Esos que todo el día le están rompiendo las bolas en todas partes. Que nunca lo dejan tomar un café tranquilo. Que salen de la nada en un semáforo, interrumpiendo el tráfico y haciéndolo llegar tarde. Se enoja porque, ahora que los necesita, no hay ninguno. Deja el auto prendido, con las balizas. Camina al kiosco a comprar pañuelitos desechables. Al pasar por la vereda, las palomas lo esquivan con pereza. No vuelan: solo se mueven a un lado. Intenta patear a una, pero esta levanta vuelo mostrando que puede ser ágil. Él se queda con la pierna estirada al borde de la torpeza motriz.
Después de limpiar el parabrisas, logra estacionar el auto. Decide esperar afuera, junto a un árbol. Ve las palomas juntarse cerca. Les patea una piedra, que las espanta. Toda la vida lo molestaron. Las veía como unos seres asquerosos, sucios. No quería tenerlas a su lado. Las ve dar vueltas, con su tonalidad gris apática. Le repugnan. Se pregunta si ahora son más que antes; no solo ahí, sino en toda la ciudad. Piensa que antes no había tantas por los aguiluchos que solían rondar por la zona. Sabe que eran estos los que mantenían a las palomas a raya. Los que las alejaban para que la gente pudiera caminar tranquila y sin miedo. Sin preocuparse por que la caguen desde cualquier lado y sin previo aviso. Se convence de que, con los aguiluchos ahí, se estaba mejor.
— Ojalá volvieran los aguiluchos. —dice.
Desea que, algún día, regresen para matar a esos bichos de mierda. Que los traigan de vuelta, si es necesario. Que alguien vaya a buscarlos. Para él, las palomas son una plaga, y todo es culpa de la gente, que las apoya. Nunca falta un viejo que les dé algo de comer, les tires pan, y así las vuelve más vagas. Y les da la confianza para estar cerca de los humanos. Sabe de gente que, incluso, instala casitas o comederos en sus patios para los pájaros. Está convencido de que lo hacen para otro tipo de aves: colibríes, gorriones, zorzales. Pero las que se aprovechan de ese tipo de cosas son siempre las palomas.
— Bichos vagos. — piensa.
Lo irritaba lo fácil que tienen la vida las palomas. Que coman gratis, sin esfuerzo. Que nunca se preocupen por cazar. Tienen picos, garras, alas. No cazan, simplemente porque no quieren. Son unos parásitos que viven de lo que les daba la gente. Esto es lo que le parece lo más detestable. Comen de la basura, rompen las bolsas. Por eso acarrean tantas enfermedades. Y, por eso, no las quiere cerca.
— ¿Para qué van a cazar o buscar comida, si les regalan todo?
Las ve sobre los bustos de los próceres. Arruinan toda la plaza con su mugre. Con su mierda. Con esas heces llenas de basura, maíz, pan de pancho pisado por la gente que pasa. Húmedas por el agua de los charcos y de las zanjas de los cordones de la calle. O de las fuentes de las plazas. Las ha visto metiendo sus patas en ellas, dejándolas manchadas de mugre. Le molesta que caguen donde les venga en gana. Incluso en pleno vuelo. Están en el extremo opuesto de, por ejemplo, el gato, que entierra sus necesidades en la arena. O de los perros que, al menos, lo dejan en el piso, en un rincón. Está convencido de que son así porque quieren, porque todo les regalan. Y que por eso son tantas. Que olo viven para poner huevos y ser cada vez más y más. Cagando todo. Cagando los monumentos, las casas. Cagando su auto, que después tiene que mandar a lavar. Las mira con asco.
— Ni para ser comida sirven.
Se alegra cuando algún gato del barrio mata alguna. Y nunca la comen: solo la matan. Nadie podría comerse una de esas bolsas de enfermedades. Pero los gatos o los perros, a veces, las atacan por diversión. O porque se meten en sus territorios. Y ahí sí, si se meten donde no deben, está perfecto que las maten. Cuando puede ver esa escena, se dice:
— Una menos.
Pero a los pocos segundos recapacita y concluye:
— Igual, son millones.
Por un momento, desea que lleguen más. Se da un momento para imaginar escenarios imposibles mientras espera frente al colegio. Fantasea con que se reúnen en esa plaza todas las que existen en el mundo. Entonces, pasa él con un avión y tira una bomba, que las extermina a todas de una vez.
Pero, sin importar dónde mueva la cabeza, las ve. Caminan con ese contoneo del cuello que se acompasa con el movimiento de las patas. Ve que van de un lado a otro, y le molesta que sean tan inútiles. Yendo sin rumbo con una sola idea fija: pedir. Siempre pidiendo. Le da bronca que a cada minuto estén a la espera de lo que les dan, y que no les importe que uno esté disfrutando el aire de la plaza. Ellas están ahí, pidiendo. Esto le enerva la paciencia.
— No cazan, no recolectan frutas, no desentierran lombrices. —piensa. — Solo piden, piden, piden. Tienen todo gratis. Solo cogen y ponen huevos.
Mira el reloj, todavía faltan unos minutos para que salgan los chicos de primero. Pasa los ojos por la puerta de la escuela. Ve a algunas madres, que hablan con los preceptores.
Reconoce a la mamá de Agustín y le regala un saludo con el brazo en alto, acompañado de una gran sonrisa. Enfoca bien. Aprovecha sus lentes oscuros para mirarle el escote. Le dibuja una sonrisa saber que solo con él es tan amable, demasiado. Más que con cualquier otro papá. Piensa invitarla a tomar algo algún día. Vuelve a distraer sus ojos en la nada, en lo que lo rodea. Se concentra un instante en el mural de la Virgen. Se persigna. Unas chicas de secundaria están apoyadas sobre este. Las mira charlar.
Piensa que tienen las polleras muy cortas, demasiado.
— Cada vez más trolas las pendejas.
Las mira de arriba a abajo. Intenta ver si se les asoma algo cuando mueven las piernas. Aprovecha sus anteojos oscuros. No ve nada. Solo nota que una de las chicas les tira las migajas del paquete de galletitas a las palomas. Se molesta. Ellas se van, pero las palomas quedan comiendo ahí. Gratis, como es su costumbre. Mueven sus cabezas como un látigo que parte los trozos en migajas aún más pequeñas para poder tragarlas. Una levanta vuelo apenas, pero no para irse, sino para acomodarse mejor, entre el movimiento constante de los picos bajando. El mural de la Virgen tiene una paloma blanca pintada, que vuela cerca de su cabeza. Deduce que es el Espíritu Santo. Luego duda de si no será, más bien, la representación de la paz. Lleva una pequeña rama en el pico. Es de esas palomas blancas que son distintas. Blanca, y no turbia, ni sucia o manchada o estúpida como las que está viendo en la plaza y a su alrededor. Es de esas palomas puras de los cuadros, que vuelan con gracia, de las que se usan en los shows de magos. Que vuelan con una rama de olivo en la boca y no flotan con la panza caída y con un cordón de choripán que les cuelga del pico. Esas palomas sí le gustan. Las considera otra raza, incluso.
Tomás camina a su lado. Le habla de las cosas que hizo en clase, pero él no presta atención. No le da la mano para cruzar la calle. A los pocos metros del auto, nota que su hijo se quedó atrás. Lo ve tirándoles las sobras de su vianda a las palomas, que no tardan en rodearlo. Lo agarra de la mano y lo jala para sacarlo del tumulto de pájaros. A Tomás se le empapan un poco los ojos.
— Apurate, que vamos a comprar un helado. —le dice con una sonrisa.
Su plan funciona, el llanto del niño es reemplazado por una emoción desmedida. Trata de recordar si lleva efectivo, o tendrá que pasar por el cajero. No es un gasto que tenía previsto. Pero no le molesta, todo sea por volver a casa. Sabe que es su plata y que, como todo en su vida, se la ganó trabajando.
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
Giros busca ser un espacio para todo aquel que tenga algo para decir o mostrar.
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