Pasajera invisible: un perfil de Selva Casal

ENSAYO

11/13/202312 min read

Por: Daniela Queimaliños

Nacida en 1986 al sur de la Ciudad de Buenos Aires. Poeta, feminista, peronista y madre. Es licenciada en Ciencia política (UBA) con profundización en temáticas de género. Ha publicado en algunas antologías y revistas. También ha realizado talleres de creación literaria y una maestría en Escritura Creativa (UNTREF).

¿Se puede definir la materia poética por su estado?

Se puede eludir una propiedad como su porosidad o su carácter de impenetrable y elegir, por encima de lo preestablecido, la capacidad de transformación ¿Para qué? Hablo de la vaporosidad.

¿Una escritura vaporosa es lo mismo que decir inasible? Una característica cuyo filtro sea lo que puede o no tocarse, con las manos, con el pensamiento. Que dé una pista, una metáfora en la que ceñir el sentido y luego huya hacia otro lugar. Es como tocar el freno en ninguna estación pero bajar la velocidad para rozar el andén en cada una de ellas.

En reflexiones entorno a la poesía, Selva Casal responde a Silvia Guerra, clara y tajante: expresarse no es crear. Cuando un árbol brota se está expresando y crear es dar con lo inédito.

A esta altura, no se podría preguntar cómo llegar a ese lugar. Es la poesía como otro sitio: si la emoción y la profundidad son ineludibles, para que el acto poético sea, es necesario que salgan de su cauce, se inserten en un campo inédito. Tiene que hervir, dice en una entrevista con su amigo y escritor Ricardo Pallares.

¿Y después? Dirá que nada.

Ni antes ni después del poema. El poema se independiza del poeta. Y viceversa: arrojar al cesto de basura.

Si tomamos las definiciones reales (academia española), la vaporosidad es la cualidad derivada de un adjetivo; lo vaporoso es tenue y ligero, transparente y fino como una seda.

El problema es que Selva se escurre, como el vapor, de cualquier conceptualización; por debajo de la puerta de una generación poética uruguaya (grupo crítica de los ‘60 o la vanguardia) aunque circule por todos esos espacios: el bar de Mincho o el café Sorocabana en Montevideo:

En una de las mesas del mítico café de 25 de mayo y treinta y tres, están sentadas una al lado de la otra. Todavía no toman su pedido, de todas maneras no deciden qué tomar, ni siquiera prestan atención a los mozos. En la última carta que le envió desde Salto, Marosa Di Giorgio le contó de sus ganas de venir a Montevideo, de volver, pero no tiene los recursos para hacerlo. Selva, lee primero el manojo de hojas desordenadas que su amiga acaba de sacar de su bolso de arpillera. Pero no dice nada. Las deja apoyadas sobre la mesa y le cuenta sobre el trabajo en la biblioteca que le pudo conseguir en la Facultad, donde da clases. Marosa escucha atentamente y agradece sin entusiasmo, vuelve a tomar sus hojas y las guarda. Deciden tomar aire fresco y se retiran sin pedir. A unas cuadras está la rambla y el puerto de la Ciudad, el viento fresco es un aluvión de oxígeno para su reencuentro. Ay, que nunca podremos deshojar la luna. Recita Marosa mientras caminan. La brisa ahora es tersa y desfila entre los cuerpos que se disponen a ser raptados por el silencio. Unos instantes después, Selva recita el verso siguiente del mismo poema, Visiones, publicado en el último número de la revista Alfar, de su padre.

La tarde empieza a esconderse en el Río de la Plata, y como deshojando el silencio, Marosa le recuerda los primeros versos que leyó de Selva Casal Eguren: Mira la luna nueva confundida en llanto, está mi muerte naciendo de tu pecho, de tu presencia silenciosa.

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Su poética entra por las hojas de una ventana de hierro con vidrio repartido -como el vitraux del patio de su infancia- y se desliza entre las mesas redondas del regocijo estático e individual de la academia literaria.

En contraste, una noche fría y lluviosa, mientras termina de preparar la cena junto a sus cuatro hijos, alguien golpea la puerta:

-¿quién es?

-soy yo, el ladrón de comida.

-¿qué pasó esta vez?

-necesito que me ayude. Me la mandé de nuevo.

-¿qué hiciste?

-me escapé de la policía, disparé y necesito que me tenga esto.

En las manos de la poeta, un arma ajena.

-Y ahora tiene mis huellas. Soy tu cómplice.

-La voy a tirar al mar. Allí todo es horizonte, doctora.

Otras noches volverá a golpear la puerta a la hora de la cena, entre su rutina familiar, las derivas de una profesión que la llevarían a ser secretaria letrada del poder judicial hasta que las fauces de un gobierno dictador la remuevan en 1977.

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En la guardia médica de una clínica privada, con la muerte anunciada, una voz desconocida sentencia:

-No hay nada, tenés pérdidas.

Retumba en otro idioma el dolor.

Y sin embargo, semanas después en la frialdad de un pericia médica, pellizco expectativas al silencio de otra ecografía:

-Hay actividad en la trompa derecha.

La muerte debería ser enmudecer y reposar los restos. Pero nos llaman las palabras.

Además, hay un dolor que no transcurre por experiencia. Se trae en los bolsillos de la pollera, agazapado dentro del zoquete de una niña en una casa con patio, en su jardín donde los espejos se abren, una tarde, nos muestran pero nosotras no sabemos. Intuímos. Una materia feroz que trabajamos con las manos y la mente, por las noches y cuando nos distraemos de la escucha, la poesía nos llama.

Un solo color resalta sus pequeños labios en la imagen blanquinegra. Sus ojos claros eluden la cámara, sabe quedarse quieta en la reposera pero ni ella ni su gato toman la postura esperada, posan a medias. La niña Selva mira a quien pide la fotografía o la saca, el gato mira hacia el cielo, quizá esté estudiando los alrededores, siguiendo fijamente el vuelo de un pájaro en el patio de la casa de la calle Bartolito Mitre.

yo también nací aquí montevideo/ mi madre anduvo sobre el mar/ trajo a esta orilla el verde azul de mi esqueleto/ y el dolor que no me reconoce

Que su familia regrese desde la Coruña a Montevideo es obra del dolor. Josefina Casal, primera hija, muere de rubéola a los seis años. Su padre, Julio J. Casal deja su cargo de cónsul y se embarcan con su esposa e hijos. Selva llega a la vida para despeñar la muerte: Había que vivir porque yo estaba ahí empujando, escribe en prosa poética con excusa de la muerte de su padre.

En una de las pocas entrevistas que le hicieron, en edad avanzada como su reconocimiento, afirma que no busca la belleza en la poesía, no busca nada. La alquimia se da y voces de otros espejos se encarnan en sus versos, pero no se suma el crédito.

Digo, que el poema es un talismán donde el tiempo no es el tiempo del mismo reloj y el espacio es un no lugar y ella dice: allí donde están los ancestros.

Digo, el poema no es un amuleto, se necesita quien trabaje la materia del lenguaje para que el objeto tenga efectos sobre la realidad. Ella dice que tuvo dos vidas, su vida y la vida de la niña del reloj.

En 2011 sucede lo incontable para un cuerpo que es voz, uno de sus hijos muere casi diez años antes que ella. Ningún vientre está preparado para gestar y despedir en un mismo fragmento de vida. Sin embargo, a sus 89 años publica “Abro la puerta de un jardín de plata'' ( que no fue su último libro publicado en vida). Ahí escribe:

Esto no es un poema/ es una declaración de furia/ que con sus tentáculos toca el mar y el viento.

La niña de la foto ahora es la niña del reloj.

Una jerarquía temporal inventada desnuda la muerte que la trajo y la muerte que la habita, en sus manos quedan todos los vestigios de los objetos que roza: las revistas de su padre, las ventanas de su casa, los pinceles de su vejez y los expedientes que juzgó.

frontal la vida ataca

hay un puente hecho de eucaliptus viejos podemos naufragar

qué disparate es buscar la belleza apenas vislumbramos algo

y ya definitivamente caemos no nos deja el temor

no nos deja la nada estar al borde del saber por qué la música

hace un cielo negro colmado de estrellas si no sabemos nada por qué tanto dolor

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selva es/ como un mapa virgen/ seductor y desafiante/ para viajar remando su poética/ abriendo trocha en la marisma/ hallando/ trinos nuevos/ y / rugidos junglares/ y / aguas frescas/ manantiálicas sendas/ de la palabra/ escondida/ y / acampar/ hacer noche/ descifrarla/ y /gozar de la vida…

Uno de los poetas vivos más importantes del Grupo Vanguardia incluye a Selva Casal en “La sociedad de los poetas vivos'', un poemario sin fin que reúne a muchos y muchas de su generación, editado y publicado en su blog de los poetas acostados.

El Cristo, Miguel Ángel Olivera, cree que en las dictaduras latinoamericanas, todo estaba totalmente planificado. Para cada caso, para cada país, con sus peculiaridades nacionales. A la Argentina le tocó la desaparición masiva y a Uruguay la cárcel sin fecha de salida.

Quizá ese fue el motivo por el cual, escritores y escritoras que usan la herramienta de su voz para el decir de un pueblo, van a sus casas alejadas de la Ciudad. Solymar es un ejemplo de ello. Allí residían algunos poetas como Selva que es censurada en 1975 en la Feria del libro y Grabados de Montevideo, donde fueron requisados los poemarios No Vivimos en Vano. Entre poemas de noche, fantasmas y oscuridad, publica Hoy se me caen los ojos fusilados.

Un hecho sacude Montevideo tres años antes, ocho militantes obreros son fusilados por el ejército de un gobierno aún democrático, en la puerta de la seccional 20 del partido comunista uruguayo. Después de horas de una larga madrugada de furia de ametralladoras y cercamiento a militantes sin armas. El estado de guerra declarado es una farsa: para que haya guerra debe haber un equilibrio de posiciones: mismo poder y armas de los dos lados. Selva repuso la falta con su propia carga vehemente: la militancia de su poesía:

Por la espalda/ con los brazos en alto asesinados/ yo me afilio a este mundo/ a las bocas que crecen/ a los muertos que andan/ ah! no sabes/ ya no mueren callados/ ya salen a la calle/ ya arremeten.

Este año, hace menos de un mes el Juzgado de Faltas de Montevideo, impuso la pena de días de trabajo comunitario por vandalismo, a cuatro militantes del Frente Amplio por pintar un muro convocando al 50° Aniversario de los asesinatos de los obreros en la Seccional 20° (8 días, 8 obreros). No es mi objetivo informar novedades, escribimos para dejar testimonio de lo que vemos, para astillar el olvido.

En la mayoría de los poemas dedicados, Selva menciona el destinatario con nombre y apellido, son pocos los casos en que enuncia nombres de pila: una intimidad que muestra a medias, un “tú” que pretende dejar a resguardo. Éste es el caso: A Pablo. Intuyo el guiño, releo el poema y me gana el impulso de saber. Es una pregunta simple, ¿este poema te lo dedica a vos? y, sin embargo, la historia rioplatense de los últimos cincuenta años apacigua los impulsos. Un mensaje escrito sin voz podría llevar a una herida que no es mía pero aún así debo cuidar. Si le pongo cuerpo a la curiosidad, quizá el respeto se traslade sin vueltas. La respuesta es confirmación. Uno de los hijos de Selva tuvo la experiencia de tantos otros jóvenes en dictadura:

que lo lleven de su cama a algún lugar, primero inadvertido luego, por suerte, encontrado.

Porque yo venía de un país sin muerte es el último verso del poema.

¿El arma cargada de poesía o la poesía cargada como arma? No se puede dar respuesta sin contextualizar el movimiento poético latinoamericano de los sesenta: el manifiesto del grupo vanguardia, la clandestinidad, la prisión. Los que quedaron en el camino y los que no.

Selva Casal dice más de una vez que su militancia es la poesía. Ésa es su trinchera elegida, aunque su militancia partidaria en el comité Bartolomé Hidalgo, aunque cofundó el Frente de Izquierda de Liberación (FIDEL) y el Frente Amplio. Aunque su destitución de la Facultad de Derecho y Ciencias Sociales, aunque el secuestro del pasaporte, aunque la remoción de su cargo judicial.

En 1983, dos años antes del fin de la dictadura militar, publica “Nadie Ninguna Soy”. Elijo este poema hace unos meses para recitar en clase, la conciencia del contexto de su escritura está aún vaporizada. Lo practico muchas veces, creo que tiene una potencia de manifiesto, de dulzura y humildad. Descubro que la laguna se hace en la misma parte cada vez, como hoy casi es milagro/ los hombres recuerdan/ un ultimátum ya. En cambio, los primeros versos se deslizan por el esófago, salen como ráfagas en cámara lenta, feroces y pacientes: Nadie ninguna soy/ ningún hombre es mi cuerpo/ ningún río/ que revisen mi cuerpo/ no tiene corazón, cruzo una mirada obtusa con una compañera que recibe el verso como una oleada, está en la calle/ maravillosa calle.

En los últimos versos pido/pide perdón por no haber empuñado ni fusiles ni garras. Ahora siento el capricho de leer entre líneas: la garra del león, la figuración del poeta en la trilogía de Miguel Ángel Olivera.

El poema que da título al poemario publicado pos dictadura, “Los misiles apuntan a mi corazón” (1988), es uno de los poemas más conocidos, los versos se anclan en el pasado, que es presente y en un futuro, el sujeto poético parece uno, pero luego

salta a la primera persona del plural: los misiles apuntan a mi corazón/ siento una angustia cósmica/ nuestros huesos al aire/ girando con la tierra… La denuncia y la desazón es total. También dedica un poema a Zelmar Michelini, diputado del Frente Amplio, amigo asesinado en Buenos Aires donde se encontraba exiliado en 1976, como una profeta recita poesía duro espejo/ poesía muro infranqueable.

Y como una respuesta, invoco el poema “Un canto de amor por el unaje”, donde el Cristo habla de los UNO (grupo que conformó pos dictadura), es un mensaje para los poetas, los amigos y hermanos: La poesía es UNO y los demás cantando juntos/ aunque duela/ y nos sangren las frentes/ hay que cantarla/ hay que com/partirla

Y arremeten: “La poesía es una bala perdida que alguna vez pegará en el blanco y ganará la vida”.

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Se despliega por encima de los movimientos limitados en decenas de cuadros pintados en su casa de Solymar. Otro patio. A sus sesenta años, su materia poética está en tránsito como una forma de habitar el golpe abrupto de las emociones al borde del Río de la Plata o del mar. Sobre el lienzo, el óleo vertido como líneas que son manchas al mismo tiempo, para decir aquello que se arma en versos en su mente después de un accidente cardiovascular.

Una obsesión la guía: aquella primera casa.

Teníamos libertad para vagar por el cielo, nuestro patio, con nuestra imaginación estábamos siempre en bosques, en inmensas colinas. Así aprendí a ser invisible, escribe para despedir a su padre en un retrato que termina por retratarla a ella misma.

En esa casa de la infancia, se gesta la atmósfera que la envolvió para siempre: la poesía como lenguaje lúdico con su padre, el poeta, crítico y editor de la revista Alfar. Entre sus hermanos y ella, la revista habita como otra creación que, después de algunos años, volvió a publicar en Montevideo. En su etapa inicial, desde 1923 fue publicada en España donde vivían por su cargo como diplomático. En su

segunda etapa, retoma su tirada dos años después del regreso y el nacimiento de la hija menor, Selva Casal (1927).

En aquel espacio definitivo circulaban amigos poetas como los hermanos Casaravilla Lemos, dibujantes como Barradas, que en alguna ocasión de tertulia lo retrató con su lenguaje; incluso recibió a Federico García Lorca cuando residió en Buenos Aires por unos meses. Aún más: Lorca le dedicó un poema a su amigo J. J. Casal.

Para Pablo Eguren, hay un encadenamiento primordial entre la generación del 27 española, su abuelo Julio Casal y la poesía rioplatense. Un cauce que transitar para abordar la poesía de las últimas décadas.

Selva se pregunta ¿cómo es que nos lanzamos al recuerdo? ¿qué pretendemos salvar que ya no esté salvado?

Sus cuadros más auténticos retratan la fachada de su casa de la niñez. En la última etapa de sus pinturas, y de su vida, logra despojarse de lo que podría haber estado contaminando su inocencia, en palabras del artista plástico Marcos Ibarra: tienen un trazo suelto y seguro, la casa es representada a través de manchas de color que bailan en torno a un blanco ensuciado. Como en su poesía, podrían indicarse tendencias artísticas pero termina siempre por separarse. Para él, no hay imitación en su pintura, inventa las imágenes con pinceladas de escalas de colores de gran calidad.

La forma es el impulso de trepar hacia lo invisible, poder decir aquello que circunda en las palabras: escribir desde los huesos como una premisa necesaria no determinada por la razón.

La familia ve resentida su economía por el despido de su padre del puesto en el Museo Blanes en plena dictadura (1933) y deciden vender la casa.

Una nueva familia comprará la casa de sus bosques y jardines, para emprender un negocio. Van a romper los pisos del patio y ahí, en la tierra atascada bajo un cielo

de parras, un tesoro: un arcón con monedas de oro en la casa de la calle Bartolito Mitre.

Dicen que un tesoro es esto: una invaluable porción de materia preciosa. Guardado o escondido dependiendo de la intención del último dueño. Inaccesible por puro azar.

Selva Casal intuye un mensaje: si sólo podemos tocar el borde de las cosas pero no apropiarnos, quizá la vida o la muerte, la infancia son infranqueables. Nos escriben los bordes, moldean las palabras pero son inasibles

¿Qué hace un alquimista?

Transmuta cualquier metal común en oro.

Buenos Aires, 2022.