Quienes han olvidado a Genghis Khan
NARRATIVA
Josefina Sánchez Lecumberri
11/7/202510 min read
Por: Josefina Sánchez Lecumberri
Josefina Sánchez Lecumberri (Santa Fe, 2000). Estudiante de Letras en la UNL y escritora inédita santafesina, con incursiones en poesía y narrativa. Participa de eventos de difusión literaria en la ciudad y de medios de publicación en línea, incluyendo la XV Bienal de Arte Joven de la UNL y el segundo Festival Internacional de Literatura de Santa Fe. Actualmente es miembro del grupo Epopeya (estudiantes de Letras), co-organizadora del taller literario Aporías, y vocal en la Comisión Directiva de la Sociedad Argentina de Escritores filial Santa Fe.


Sólo una cosa no hay…
JLB
Una de las pistas que han seguido los cazadores de la tumba de Genghis Khan, jamás antes hallada, ha sido un árbol. Dice la historia que el mismo emperador, cuando la muerte era apenas una comodidad lejana y no aún una secuencia de olvidos, eligió la sombra bajo la cual descansaría para siempre. Se trataría de un árbol al pie de una montaña en lo que actualmente es conocido como el Gran Tabú, los territorios prohibidos de Mongolia. Esto significa que, para dar con la tumba de Genghis Khan, basta con hallar un árbol y una montaña.
Estela Lidia, conocida por la mayoría como Boa Alicia, de setenta y nueve años, acomoda los cuadros de la serie que le ha ganado una tranquila vida como artista consagrada. De ella, sin embargo, sólo ha vendido unas pocas piezas a lo largo de sus años, después de una viudez temprana, y solamente cuando se presentó como una excusa para auxiliar o tan sólo mimar la economía de sus hijos (detalles de madre, tras bambalinas: una verdad que jamás les ha revelado, pero que acaso ya entenderían). Los lienzos pesan en sus brazos, ahora débiles y temblorosos, que atentan en contra de su propia certidumbre. Ella acepta ese dolor como el peso del recuerdo. Su living, dorado del sol de mañana, es un mosaico descuartizado: todas las piezas individuales de la serie repiten los mismos elementos, pintados y repasados una y otra vez en colores vívidos y con un realismo decididamente poroso. Cada cuadrado de tela contiene o bien una boca cerrada, de labios rojos; o bien un ojo (sólo uno, siempre el izquierdo) gruesamente delineado; o unas manos aterciopeladas, de guantes también colorados; o un sombrero que cae sobre un rostro. La serie no tiene nombre pero sí lo tiene, en cambio, su musa: Alice es el nombre de la niña que jugaba a ser mujer por las calles de Copacabana, y que había compartido una adolescencia finita y carioca con Estela. Esto antes de que la empresa de su padre los devolviera a todos a Buenos Aires como un paquete equivocado. Alicia, el seudónimo con el que Estela siempre firmó sus obras, clausura el extremo inferior izquierdo de cada cuadro. El nombre adoptado era pronunciado por la misma artista, en un principio, con los restos de un acento que lo volvía una traducción incompleta; acento que muchas veces la hacía caer en el plácido error de la otra lengua, para volver a decir: «Alice»; esto es: para volver a llamarla. Hoy, su lengua ya no tiembla (no tiembla como sus brazos) al llamarse a sí misma, inequívocamente, Alicia. Su nombre ha vuelto así, a su naturaleza solitaria.
En los páramos de Mongolia, sin saberlo, Arthur Campbell morirá buscando. Arqueólogo por profesión, cuarenta años de investigaciones lo terminaron doblegando en una especie de amorfismo totalitario. No hay enciclopedia que cubra todo lo que hay que saber, no para hallar, sino para empezar a buscar una tumba. En un denso trabajo con geólogos, geógrafos, historiadores, filólogos y devotos aficionados, Arthur siempre tendió a dispersarse en su propia soledad. Y cada vez que él y sus compañeros y sus indagaciones caían en otro callejón sin salida, Arthur aterrizaba en la risa. Porque siempre que simplificaba el despliegue abrumador de pistas y contradicciones, la verdad era tan cándida, tan sencilla como admitir que todos ellos se hallaban en busca de un árbol. Simplificación que enfurecía a muchos de sus colegas apenas era pronunciada, y que sin embargo le ganó la bienvenida en casas de residentes del lugar cuando llamaba a sus puertas en busca de indicios. Contradictoriamente, fue pronto que renunció a éstos. En verdad, los residentes mongoles repudian con firmeza cualquier intento de hallazgo de la tumba de su Genghis Khan, con una turbación tan sincera que haría pensar que ellos mismos le han jurado al guerrero en su lecho de muerte que protegerían para siempre la paz de su cuerpo. Con la lealtad o el temor que un niño sólo puede deber a su padre. Arthur, sin embargo, con igual sinceridad les explicaba: «Yo sólo busco un árbol. ¡Un árbol!»; y tarareaba alguna melodía siempre cambiante, sin pretensiones de público alguno, para las mismas viejas palabras: Mi reino por un árbol…
Cuando Estela se enfrenta, guardado en lo más recóndito de su atelier, a un lienzo en blanco, intenta bocetar un retrato. Empieza por mirarse al espejo, para abstraer las proporciones del rostro humano una vez más, pero su anatomía resulta menos transferible que un nombre. Las piezas sin título están acomodadas como las partes de un mismo cuerpo, pero cuando intenta darles totalidad, rellenando los espacios entre ellas, es como si colgaran en el vacío. Cien veces ha pintado la misma boca, el mismo ojo, las mismas manos. Se obliga, sin embargo, a inventar un cuerpo para esa amiga de un tiempo traducido, con una desesperación sólo asimilable como agonía. Y entonces, con movimientos de quirófano, se prueba a demostrarle su lealtad a la mujer que había deshecho a una extranjera en la avenida Atlántica, la mujer cuya amistad le había dado la desdoblada fortuna de gozar de dos hogares. La mujer o la adolescente que le había mostrado los museos, y la misma que las hacía echar a la fuerza por correr en sus pasillos. La mujer que corría, y también la mujer que se detenía de repente para admirar alguna de las obras cuando sentía el saludo inmanente de alguna figura pintada. Estela la recuerda, de espaldas, de perfil: Alice, la mujer quieta, frente a un cuadro, de repente envejecía. Y ya no era esa chiquita que le enseñó los recovecos de su lengua como quien abre los rincones habitables del mundo. La mujer a la que, finalmente, había faltado en su regreso prometido. Estela, ahora quieta también ella, la busca en el lienzo; lo que quiere decir que primero debe buscarla en la memoria de sus propias manos, en un espacio residual entre el cariño y el oficio. Pero cuando Estela levanta forzosamente el lápiz, y da unos pasos hacia atrás, y contempla su primer boceto, nota que el cuerpo que sostiene aquellos ojos y aquellas manos y aquella boca es el mismo cuerpo que le devuelve el espejo. Cien veces ha pintado los mismos labios, y jamás una sonrisa. Ahora lo sabe: ya no podría hacerla reír. Y esta es razón suficiente para marcharse.
Pero él ya no puede irse. Arthur ha sido olvidado como un niño que es demasiado bueno jugando a las escondidas. Su mongol es aún rústico y solitario, mayormente oral, pero la gente lo ha recibido con tranquilidad. Con los años, han dado en llamarlo мод, mod: árbol, pronunciado con una apertura final, como para echar raíces. Sus colegas van y vienen. Hace muchos años que Arthur no piensa en el regreso. Ha envejecido aquí, ha sido recibido en una casa de familia donde colabora con los trabajos del campo y cuenta con una habitación suficiente para sus largos silencios, abierta a los páramos para sus no más breves caminatas. Aquí había llegado con el frenesí del hallazgo, con el delirio del tesoro pirata marcado bajo una cruz roja, y el cofre y el oro. Soñaba con un descubrimiento como si fuera a dar con una cosa familiar, como si fuera a reconocer en una piedra el rostro de un viejo amigo. El olvido se le ha presentado, sin embargo, con la tranquilidad de la resignación. Todos sus sueños de árbol han perdido ya su significado. No hay código oculto en el espacio entre «mod» y «árbol», entre мод y Arthur. Su deseo ha alcanzado tal purificación. Y sólo desea como quien espera. Distraído y a paso lento, ni siquiera sabe que está muriendo.
Por eso Estela, a escondidas de sus hijos y para evitar sus inútiles intentos de disuadirla, saca un pasaje con destino a Río de Janeiro. Y Estela, con sus setenta y nueve años al hombro, vuela. Aterriza en la ciudad que juró extrañar para siempre a sus diecisiete años. En parte, ha cumplido: ambas se han vuelto extrañas, la una para la otra. Estela piensa que el tiempo las ha afectado de manera inversa: Ella ha envejecido lo que Río ha rejuvenecido. Y ella, que ha sido madre, siente ganas de llorar con la idea: allá va otra criatura que ya no la necesita. Siente sus propios pasos lentos como un estorbo, una piedrita en el camino de las grandes avenidas. Sin itinerarios fijos, y sin saber tampoco qué busca, la primera visita de Estela no es un museo; es al Jardín Botánico. El ingreso al hotel y el viaje en taxi activan un portugués que se le hace conocido en voces que le son nuevas. También la suya se siente nueva al devolverles el idioma que ya no pronuncia en voz alta, y cuyo espacio en su vida ha quedado reducido a lecturas esporádicas de sus escritores favoritos. Un idioma, así, en el que las palabras ya no son suyas. Se baja sin buscar razones en el Jardín Botánico, y apenas comienza a andar ya desea encontrar algún asiento. Sus ojos se abren ante el verdor como quien leyera la primera vez que América fue escrita. Podría caer ella también, de rodillas, por cansancio o por adoración. Su lentitud parece chocar con tanta vida, pero entonces se acerca a uno de los árboles, y fija su vista en la corteza, y reconoce en ella los patrones arrugados de su propia piel. El ruido de la ciudad cercana la perturba, necesita limpiar este Edén de urbanidad. Toma asiento, finalmente, frente a una fuente, inmensa y de estructura negra. Entonces puede descansar, el ruido del agua cubre todo lo demás. Allí mismo toma una decisión antes incierta: no intentará contactar a Alice. No buscará su nombre de teléfono en las guías. Aquí está, y ha cumplido su promesa: ha regresado. Esta vez, la elección es suya: ha decidido olvidarla. Hay paz en ello. Estela mira fijo el agua; querrá recordarla para pintarla cuando regrese, y la idea de volver la ubica en tiempo y lugar. El Jardín Botánico no ha cambiado. Ella sí. A diferencia de las calles, el Jardín sólo ha envejecido pacientemente, como si se hubiese tomado la molestia de hacerle compañía. Está más concurrido que antes, es verdad, pero Estela ha aprendido a ignorar lo que no desea. Como la señora que pasa frente a ella, apoyando sus pasos en un andador, y acompañada de un muchacho joven, demasiado atento a ella para ser su hijo o su nieto. Acaso será su enfermero. La ignorancia de Estela se disipa cuando ésta irrumpe con su voz. Le habla en un portugués reseco, que en nada se parece a la entonación viril del taxista, o a la graciosa voz de la recepcionista del hotel. Estela entrecierra los ojos, niega con la cabeza. La pregunta se le ha escapado en el aire. Responde disculpándose, llamándose extranjera. La otra mujer, que rondará su misma edad, le contesta con una sonrisa llena de «Bem-vinda ao Brasil», y con una lentitud suficiente para que Estela pueda explorar su figura: ve su cara pálida, virgen de maquillaje, sus ojos cansados bajo las arrugas y los labios tímidos, escondidos dentro de su boca. En su anular, una alianza brilla sobre la blanca piel. Con fuerza, los dedos se aferran al andador, pero cada paso le pesa, y el muchacho se apura para tomarla por los hombros mientras se alejan con pies arrastrados. Su voz desborda de ternura cuando llama: «Calma, calma, senhora Alice». Estela apenas gira la cabeza al oír el nombre. Observa los dos cuerpos de espalda. Y sólo piensa: qué curioso, qué casualidad. Y recuerda unos labios de rojo que ahora sólo existen en sus cuadros. Mira los árboles que la rodean. Y piensa en un Edén vacío, después del pecado.
Arthur camina de la mano del viento. Es verano en esta parte del globo, y al cabo de un trecho bastante largo, busca una sombra bajo la cual descansar. Aquí el mundo es tan tranquilo, y los pastizales tan amplios y despejados, que es como si Dios hubiera preferido concluir su obra el tercer día de la Creación. Como un cachorro acurrucado a los pies de la montaña, Arthur se sienta a la sombra de un árbol viejo y solitario. En su propio silencio, descubre que también él ha envejecido. Ve los pastos ondular a su alrededor, el sol de la tarde extendiendo las apariencias del tiempo. Arthur, sentado en la tierra, alza la cabeza, y se encuentra con la copa del árbol vista como si estuviera espiando bajo el vestido de una mujer. Las ramas se abren dibujando patrones entre las hojas como si olvidaran su propia naturaleza, creyéndose raíces. Desde donde Arthur mira, el mundo está dado vuelta, haciendo una pirueta. Él cierra los ojos, cansado, justo antes de cerrarlos para siempre. Recuerda haber pasado su vida en busca de un árbol. Entonces ríe: extrañamente, sabe que ha llegado. No grita eureka, pero acepta serenamente que lo ha encontrado. Este es el árbol de toda su vida, y ahí yace él, en su encuentro, bajo su sombra. Si había un nombre al cual estaba atado, no puede recuperarlo ahora. Sólo piensa vagamente en el nombre que estas tierras le han dado. No rememora su vida, sus días y sus noches no regresan a él en espasmos. Recuerda, apenas, levemente, haber amado, alguna vez, a un hombre del pasado.
GIROS
Giros nace a comienzos de 2021, cuando la primera etapa de una joven cuarentena ya había pasado y sólo quedaba la incertidumbre de ver el mundo desde nuestras pantallas, un mundo en el que todo tenía una fecha de vencimiento cada vez más corta. Con la convicción contraria de la inmediatez y a partir de las obras de artistas sin los contactos necesarios para participar en los grandes medios, Giros publica su primera edición en febrero de ese mismo año.
Fundada por Gonzalo Selva (estudiante de cine), a los pocos meses se incorporan al equipo Joaquín Montico Dipaul (oriundo de Ingeniero White) y Gala Semich Álvarez (Licenciada en Letras).
Después de un año y medio Giros construye una comunidad y brinda la posibilidad a escritores, periodistas, ilustradores, poetas, fotógrafos de publicar sus primeras (segundas, terceras y cuartas) obras.
Giros busca ser un espacio para todo aquel que tenga algo para decir o mostrar.
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