Último bondi a Finisterre

NARRATIVA

11/5/202513 min read

Por: Nelson Ferreyra

Nació en Resistencia (Chaco) en 1969. Es Maestro Mayor de Obra e Ingeniero Industrial. Reside en Banfield. Participó en las siguientes antologías: De la A a la Z (2011), De los Cuatro Vientos (2012), Enrolados en la literatura (2014), El Banfileño (2015). Obtuvo galardones en SADE (Suc Sur), Mencion de Honor Cuento 3AM, Editorial De los cuatro vientos- 3er lugar-, Cuento El diez, Editó su primer libro de cuentos en 2018 (Entre Banfield y yo). Publicó su primera novela en 2020 (La búsqueda). En 2026 publicará su segunda novela. Desde 2018 toma talleres con Luis Mey.

Es el tercer té con jengibre, miel y limón que se toma en el día. Tiene algunos mocos y un papel de lija en la garganta que anoche no lo dejó dormir. Aunque es exagerado, hoy, dice, parece flotar y un dolor viejo, como lejano, le aprieta el cerebro. Sabe que es un simple resfrío, pero como es tremendista, piensa que tiene neumonía o Covid. Va hasta la pieza arrastrando las pantuflas y agarra el celular de la mesa de luz. El velador prendido y la cama hecha un bollo le dan a su habitación un aire lúgubre; cualquiera que entre sabrá que ahí adentro hay un enfermo.

Parece no estar en condiciones de ir mañana al recital. Le avisa a Nacho: “No voy, vendé la entrada” y nota la tristeza en la respuesta del muchacho, aunque siente que le da una posibilidad de arrepentirse: “fíjate cómo te sentís mañana y me avisás”. Hace bastante tiempo que quiere compartir este show con su hijo, además esta entrada, hace algunos meses atrás, fue el regalo para su cumpleaños de cincuenta. Sabía, que no podía fallarle.

Es sábado temprano, Octavio se levanta al setenta por ciento y sabe que durante la noche transpiró porque la cama está empapada. Lo primero que hace al levantarse es decidir que no irá al recital. Floresta es lejos y piensa que no está para esos trotes. De nuevo le avisa a su hijo y otra vez éste insiste, pero porque no quiere perder la plata de la entrada. Entre estornudos, carilinas, ibuprofeno y vitamina C, da vueltas sobre el asunto durante toda la mañana y hasta después del mediodía. Piensa: ¿Cuántos recitales más podrá compartir con Nacho? No muchos, el cuerpo pasa factura y los pogos quedaron en Obras. Mira la hora y son casi las tres de la tarde cuando, por fin, se convence de acompañar a Nacho. Abre el placar y saca la camiseta térmica porque no quiere sentirse peor. Va poniéndose abrigos, un buzo arriba de la térmica, encima otro más y un tercero con capucha porque parece que antes de que termine el show lloverá.

Manda un mensaje de audio y le confirma a su hijo que irá, el muchacho le devuelve uno cortito, mientras Octavio lo escucha siente la alegría disimulada en la voz de su hijo que al rato llega a su casa desde lo de su madre, trae una caja de cartón que adentro tiene dos botellas de pomelo y dos vinos, también una bolsa de hielo y una bandera con los colores de Banfield y unos nombres de bandas de rock. El padre se detiene un momento a pensar que él era más grande cuando hacía la previa en una vereda de Obras o del Centro Municipal de Exposiciones, pero era más de la cerveza. No dice nada y lo ayuda con la caja. A las cinco de la tarde los pasará a buscar por Lomas el micro que contrataron y están a siete cuadras. Los tres, Nacho, su compañera y él salen cuatro y media para llegar tranquilos. Se dividen las cosas, Nacho lleva la caja, Juliana el hielo y él la bandera. Después de caminar cuatro cuadras Nacho se da cuenta de que se olvidó el vaso fernetero, Octavio sugiere volver, pero los chicos se niegan porque se hace tarde. Entonces buscan la forma de fabricar un vaso o comprar uno en Mostaza, tal vez ver si el de la estación de servicio tiene, preguntar en la farmacia si vende, pero se acuerdan de un bazar a metros de la avenida, al que Octavio va y compra uno para solucionar el problema. El micro llega tarde, suben después de saludar a un tal Rody o Roly que es el que coordina y tiene una hoja donde están anotados con nombre y apellido. “Ahora sí, vamos” dice y el chofer, un tipo de unos setenta años y voz de fumador antiguo, cierra las puertas y salen. Toma lista y anuncia que la próxima parada es en el Bingo de Lanús, avisa esto más que nada a las chicas que quieran ir al baño. A dos cuadras de haber salido tienen que abrir las ventanas porque el humo de los porros forma una nube irrespirable dentro del colectivo. El tal Rody tiene un cigarro de marihuana grueso como un habano, lo mira con ojos rojos, tose y aunque lo trata de usted, le convida una seca que él cordialmente no acepta. El respeto desaparecerá unos minutos más tarde, cuando Nacho arma el primer trago en el vaso: vino, pomelo y hielo. En el momento en que llegan, ya es de noche, se quedan con unos pibes en una plaza a seis cuadras de la cancha de All Boys. Hay fiesta en la calle del barrio, misa de los ricoteros, agite de los pastilleros y cofradía de los callejeros, todo es alegría y fraternidad. Aparece la lluvia que venía amenazando y la llovizna da paso a un aguacero de gotas gruesas justo en el momento que esperan el cacheo en la entrada. Es un chaparrón de algunos minutos que cesa cuando están adentro del estadio. Mientras tanto se sacan fotos y hacen una cola infinita para mear en los baños químicos. Se queja con Nacho por la impuntualidad de los recitales porque este show estaba anunciado a las nueve y son más de las diez de la noche cuando apagan las luces. Desde el escenario una luz tiñe de rojo todo el campo y parte de las tribunas, Es en este momento que Nacho le dice que vayan más adelante, , que no hay riesgo, que es tranqui. Avanzan entre la masa amorfa de gente que va de acá para allá. Dejan de meterse entre la multitud cuando suena el primer riff: Ahora se descontrola, lo empujan y empuja, salta porque alguien lo hace saltar, pero no canta porque no sabe la canción, mira las caras exultantes y oye las gargantas enloquecidas, suena el último golpe de batería para terminar esta que no conoce y se toca el bolsillo en la pierna izquierda porque la siente liviana. Son dos segundos en los que pasa todo por su cabeza, ya no escucha, no ríe, acaban de robarle el teléfono y no entiende cómo pasó. Le cuenta a Nacho que lo afanaron y se le arruina la noche, no disfruta más, se congela; la piba que está a su lado los escucha, los mira (tiene la cara roja y la remera mojada) hace espacio con las manos, empuja a los que están alrededor y busca en el piso apartando a los que los rodean pero no hay suerte, él le muestra el pantalón con el cierre abierto y ella dice “pollo”. Se quedan unos segundos mirándose hasta que comienza otra canción, ella levanta los brazos los sacude y su cara se ilumina, Octavio cree que ella le canta esta canción que es justamente la que más le gusta. Para no parecer un baboso balbucea porque no le sale cantar. Ella ríe y se va arrastrada por el pogo desenfrenado. Después de una hora, lo único que quiere es que termine el show para ver qué hace. Siente la impotencia de un viejo que quiso rockear un poquito más ¿y ahora?

Al fin termina el recital y son de los primeros en salir. Mientras vuelven al micro le pide a Nacho que le avise a su hermana. Llegan al micro y al subir ve que Rody duerme en el segundo asiento del bondi, en el primero está el chofer que tose grueso y prende un cigarrillo. Quisiera teletransportarse a su casa. Son los primeros en volver y mientras se completan los asientos un gordo dice que le afanaron el celular y a otras cuatro pibas también.

En la vuelta a casa ya no hay euforia arriba del micro, no hay porros ni escabio, en minutos todos duermen y tardan siglos en llegar a Lomas.

Cuando bajan pregunta la hora a Juli, las dos y media de la mañana. Algo lo inquieta y no sabe qué es. Al llegar a su casa los chicos lo invitan a Mc Donalds, pero él no quiere comer, decide quedarse porque no tiene hambre. En ese momento entiende qué era lo que me inquietaba, prende la máquina y entra a la cuenta del banco. Mira una, dos, tres veces y tiene una cierta resistencia a entender. Lo que ve no es verdad, pero sí la realidad está ante sus ojos, le sacaron toda la guita y reventaron las tarjetas.

Tembloroso, entra a una página desde dónde puede ver la ubicación del teléfono y lo encuentra en la plaza donde horas antes estuvieron con Nacho. El globo rojo en el mapa muestra el lugar exacto. Abre el whatsapp web que por suerte tenía la sesión sin cerrar y aunque se siente un imbécil manda un mensaje a si mismo:

—Los tengo localizados, sé dónde están, devuélvanme la guita y el teléfono, hijos de puta, ya salgo para esa plaza, llamé a la cana y están yendo, soretes.

Para su sorpresa ve que las tildes se ponen celestes y lee una respuesta que es de él para él:

—Perdiste, viejo —le suman caritas sonrientes.

Vuelve a escribir:

—Les voy a romper el orto cuando los encuentre, mierdas —no suena muy convincente, pero es suficiente para que vuelva una nueva respuesta que dice:

—Primero, deberías ser más amable y delicado con una dama. Segundo, si no llamaste a los ratis puedo devolverte la guita y el aparato, pero solo porque me cayeron bien tus fotos. Me gustan los viejos de barba canosa.

—¿Qué tengo que hacer? Estoy en el auto yendo para allá.

—Venite para la plaza antes de que amanezca, te quedan dos horas de luna.

Son casi las cinco de la mañana; se siente estúpido.

Llega a la plaza y solo hay restos de botellas cortadas, vasos de plástico, colillas de cigarrillos, latas de cerveza y un perro viejo debajo de uno de los bancos. No hay un alma a su alrededor, el barrio duerme; baja del auto y prende un cigarrillo. Mientras el Marlboro se consume él se queda mirando la luna que es una línea blanca y curva. En un rato amanecerá, piensa.

De pronto escucha un ruido en el piso, algo viene deslizándose sobre la vereda hacia donde está; es su teléfono y alguien que no ve le habla:

—Ahí tenés el teléfono —la voz que supone es de la mujer que le escribió, sale de atrás del árbol que está a pocos metros, pero que es tan ancho que no permite que la vea. Tiene voz joven.

Como si el que estuviera afanando fuera él, levanta el teléfono y entra nervioso, al Home Banking. Pifia dos veces las claves, y sabe que la próxima es la última antes de que se bloquee. Seca su frente y sus dedos. Ahora usa únicamente el índice. Marca una por una las letras del teclado, accede y al llegar a las cuentas ve que están en cero. Mira hacia el árbol y pregunta:

—¿Me estas jodiendo?

—Sí —dice la voz femenina desde adentro de su auto.

—¡Bajate ya, hija de puta! —grita.

—No grites que vas a despertar a los vecinos. Subí, dale —dice ella entre risas—. Tomá —le extiende un fajo de dólares bien ordenados y atados con una gomita—. ¿Te pensás que somos tan boludos de usar el banco para transferirte? Después los contás, ahora llevame hasta Flores que pintó el bajón —la mira y no sabe si reírse o cagarla a trompadas. A ésta la vi antes, piensa, estaba en el show al lado mío, es la chica que estaba roja y mojada.

—Sí, soy yo, les cagué la noche y la fiesta a vos y a tu hijo… porque es tu hijo, ¿no? Fue fácil sacarte el teléfono. A quién se le ocurre meter el celular en un bolsillo del pantalón. O tenés pocos recitales o sos muy boludo. La verdad, me diste pena y zafaste porque con la bocha de celulares que me afané ya tengo suficiente tarasca. Mucha guita tenés, ¿sos empresario?

—Bajate, o llamo a la cana.

—Pará, ¿así me agradecés? Llevame a Flores, dale, y si te portás bien mis amigos que están allá se quedan piolas.

Miro a la parte de atrás de la plaza y sí, apoyados en un Volkswagen Gol Trend están sus amigos.

—Okey, ¿adónde?

—No sé, sorprendeme, tengo hambre… ¿Cómo era tu nombre? No me acuerdo, el escabio y el porro me liquidan la memoria, pero sé que no es un nombre común.

—Octavio —dice y arranca—. A esta hora solamente Mc Donalds o algo así.

Salen hacia Flores y las luces del Trend treinta metros atrás le avisan que es mejor quedarse piola. Paran en Mc Donalds de Avenida Rivadavia. Mientras ella va hasta la camioneta, Octavio cuenta los billetes, cinco mil dólares, pero sabe que en el banco había diez mil.

Uno de los amigos de la chorra viene hasta el auto y se acerca a la ventanilla. En un tono suave, dice:

—Eu, Gato, ¿estás cagado? Te salvó la Naty que no sé qué mierda te vio, capaz fue lástima, sino te dejábamos en bolas. Ahora pagale la hamburguesa y la coca, nosotros nos vamos, pero ojo, te estamos mirando.

—Anda, Chinchu, es buen tipo el viejo —dice la chorra, que vuelve.

Ríen y se despiden.

Octavio piensa “Puedo irme ya, arrancar e irme a la mierda”, pero se persigue y cree que lo miran desde todos los autos y que ni bien acelere lo harán cagar. Trata de entender qué está pasando.

Mientras ella camina con ese andar de marimacho, se acomoda los rulos y las tetas. Al llegar al auto le dice a Octavio:

—Bajá, ¿o vamos a desayunar adentro del auto?

—Quiero irme a casa. Te dejo acá y me voy.

—Qué poco caballero, loco —sube—. Te salvé la vida y me querés dejar acá tirada. Desayunemos y vayamos a revolcarnos, me calentás mucho —enciende porro y el auto se llena del mismo olor a humo que el bondi hace unas horas. Ël, baja todas las ventanillas mientras la chorra deja salir su risa bruta.

—No quiero acostarme con vos.

—O te acostás conmigo o te acuestan mis amigos, elegí.

—Amaneció, ¿qué querés hacer con un tipo como yo?

—Ya te dije me gusta tu barba canosa. Hagamos algo, pegamos el morfi y nos vamos a un telo, cogemos hasta que puedas y te vas con tu vida y la papota que tanto cuidas.

La chorra, compra la hamburguesa y un vaso de coca, suben al auto y mientras mastica le indica el camino, él no tiene la más puta idea de dónde está, pero no queda alternativa. Hubiera sido mejor haber perdido la guita y no comerse este garrón.

Entran al albergue transitorio. Ella dice:

—Obvio pagás todo, pedimos la suite premium con desayuno y toda la bola, no me podés decir que no tenes plata —gira y le habla al de la ventanita:

—La mejor pieza queremos.

Ya en la habitación él dice:

—Okey, pero liquidaron las tarjetas con las compras de Mercado Libre.

—Sos un materialista de mierda, te devolví veinte mil dólares y ¿me lloras por unos morlacos? ¡Desconocés la compra en las tarjetas y listo. Sos medio boludo vos, eh. ¡Disfrutá tu noche de suerte!

—Cinco mil dólares me devolviste — retruca.

—El resto es la comisión —dice la chorra y vuelve a reír.

Octavio siente que está calmo, la chorra está buena, aunque es obvio que la duplica en edad. Se queda parado, pegado a la puerta de la habitación y mira, el sommier tiene un cubrecama con dibujos de mariposas y dos batas cuelgan de un perchero. En la cabecera de la cama están las perillas desde donde se manejan las luces y un teléfono con forma de labios para llamar al conserje. Al costado de la cama, una heladerita que no quiere abrir. En la recorrida la ve desnudándose, tiene un tatuaje de Los Piojos en la espalda, en el antebrazo derecho tatuada una araña y un dragón en el otro. Brilla un piercing en su ombligo. Al ver la redondez bajo la tanga diminuta no puede disimular una erección. Siente que le molesta el pantalón. No entiende qué le pasa: le calienta la chorra.

—Dejá la luz prendida y vení —dice, se acomoda en la cama con las tetas mirando al techo y su mano golpea sobre la cama.

Antes, Octavio le manda un mensaje a su hijo, “Quedate tranquilo, estoy bien”, el muchacho no lee, no responde. Debe estar dormido.

Ahora se deja llevar y descubre que el infierno está encantador en esta habitación con luces de colores.

Se despierta y siente la piel suave de sus tetas apoyadas en el pecho, la mira, sabe que le gusta bastante, lo físico y lo guarro. La mueve apenas, ella despierta y sus ojos son marrones claros lo miran; manda un mensaje y dice que sigan lo que empezó hace un rato. Un forro más para tirar y se siente un campeón porque fueron tres polvos en cinco horas y es un record: viejo meado las pelotas, piensa.

Son las doce del mediodía cuando le dice a la chorra que se va, que necesita volver a su casa. Ella dice que él cumplió, que está todo bien, que gracias por la noche y por la mañana. Que, si la denuncia, sabe dónde encontrarlo.

Paga y salen del telo con el sol de la una de la tarde; ella se frota los ojos, que ahora tienen un color verdoso, lo mira, sonríe, acomoda su melena y su corpiño le da un beso en la mejilla y se va para la otra esquina, sube al Trend y Octavio a su auto, prende el celular, llama al Turco y le pide que vaya a su casa, que necesita que meta los dólares de nuevo al banco, que después le cuenta.

Al llegar a su casa, encuentra al Turco esperándolo sentado en la vereda, lo saluda y no dice nada más, entran y Nacho primero le pregunta si está bien, después dónde estuvo, él contesta que fue a recuperar el teléfono. Los dos ríen.

Abraza a su hijo, le comenta que le encantó el show, que en un rato van a comer a la parrilla de la esquina y charlan de lo de anoche.

Sentados en el living, le cuenta al Turco lo que pasó y le muestra el fajo. Dice:

—No quiero ir al banco y a vos que laburas ahí no te cuesta nada, ¿me los depositás?

Turco, agarra el fajo, cuenta la guita y dice:

—Tranquilo, latín lover, no hace falta depositar, son todos falsos.

Piensa en la chorra y un cosquilleo le atraviesa el cuerpo.